sábado, 24 de diciembre de 2011

Elecciones vitales. Bajo el desvelo de ignorancia

Uno es un niño judío de unos ocho años. Sus padres llevaban unos meses preocupados por el camino que seguían los asuntos políticos. El führer de Alemania está tomando cada vez más descaradamente medidas de persecución contra los judíos y otros grupos (gitanos, homosexuales…). Los demás países se limitan a condenarlo de palabra, pero no hacen nada para evitarlo. Un día unos soldados cogen a este niño y a toda la familia y, sin darles explicación alguna y tratándolos como ganado, los meten en trenes atestados, los llevan a un campo de prisioneros, los distribuyen en grupos, los ordenan en filas, les obligan a desnudarse y los hacen entrar por diferentes puertas, en una los hombres, en otra, mujeres y niños para axifisiarlos con raticida y quemar después sus cuerpos.

Otro es un joven alemán, recién casado. Ha pasado los años de su juventud oyendo de sus padres que es un vago y que, en una situación como la que sufre Alemania, hostigada por todos y reducida a la pobreza, con todo el capital en manos judías, no podrá nunca formar una familia ni vivir dignamente. Su única salida (y que tampoco resultó fácil) fue entrar en el ejército. Ahora es respetado en casa, en la familia, entre los amigos, en la sociedad…, porque está participando en el destino de su nación, que por fin ha decidido tomar las riendas de su futuro y luchar valientemente contra todos los enemigos, empezando por ese cáncer que son los judíos. Pero las órdenes que está recibiendo últimamente no son nada fáciles de tragar, incluso drogado y borracho como se les permite estar para ejecutarlas: matar masivamente a miles de personas. La última orden le ha hecho pensar en el suicidio, y lleva días sin comer. Ni siquiera quiere pensar en el hijo que están buscando él y su mujer. Pero ¿qué puede hacer? Si no la ejecuta él, lo hará otro. Y él probablemente se condene a cárcel de por vida.

Otro es un individuo que, varios años después, en una sociedad en la que, de momento, no pasa nada parecido, lee sobre los destinos del uno y el otro. Según muchos testimonios de los campos de concentración nazis, cuando las cámaras de gas estaban demasiado llenas de personas, los soldados alemanes arrojaban a los niños directamente a los hornos crematorios. Sus gritos se oían “desde todas partes”.

Estás a punto de nacer, y tienes que elegir una de esas tres vidas. Cuando nazcas, se te olvidará la elección que has hecho. ¿Cuál de las tres vidas querrías que fuese la tuya?

jueves, 15 de diciembre de 2011

Mérito: una idea inmerecidamente bien considerada

A menudo se oye decir que debería tenerse en cuenta, más de lo que se tiene, el mérito de cada uno. En la educación o en el trabajo, por ejemplo, ha sido muy pernicioso (dicen los neojóvenes suficientemente espabilados) desatender el reconocimiento de los méritos en aras de una equivocada igualdad que solo sirve para dar cobijo a los vagos. En épocas de “crisis”, es decir, de estrés depredador y de lucha por la “supervivencia”, desde luego, este discurso viene por sí solo y resulta ser muy pregnante. No dudo de que estos próximos años lo vamos a tener hasta en la sopa en boca de nuestros salvadores liberales y católicos. Aunque la noción de mérito pueda tener alguna aplicación superficial, es, mirada un poco a fondo, una idea sin mérito alguno. Lo que voy a decir no es nada original, incluso debería resulta obvio (aunque quizá deberían resultar obvias también sus aporías). Me parece un hecho que nociones como Libertad, Mérito, y similares, están carentes de una reflexión profunda por parte de la ideología “liberalista” o “meritocrática” y similar.

¿Qué queremos decir cuando decimos que algo es mérito de alguien, que la persona P tiene el mérito (de) Q? Entiendo que queremos decir que hay que atribuirle a P la elección y la realización de Q (o tal vez siquiera la virtualidad de poder realizar Q), siendo Q algo bueno o positivo (cuando Q es algo considerado malo o negativo, al sujeto, P, se le atribuye una Culpa). Pero ¿qué significa “atribuirle”? Lo que queremos significar es que ha sido la voluntad de P, y solo ella, la que ha sido causa de Q. En los juicios morales, como lo son los juicios de méritos, se presupone que la voluntad es causa, tanto de elecciones como de las realizaciones de esas elecciones. Un mérito de uno es, pues, algo que uno HACE, algo de lo cual es causa la libre voluntad de uno. Pero ¿cómo podemos saber y determinar qué es lo que uno realmente hace, de qué es realmente causa la libre voluntad y solo la libre voluntad de uno? Es necesario, obviamente, discriminar qué es lo que realmente uno ha hecho de qué ha sido una mera coincidencia. Si alguien, por ejemplo, cruzando la calle sin mirar, es atropellado por un coche y, gracias a ello, un niño que jugaba un poco más allá salva la vida, eso no es un mérito del atropellado.

Lo que uno hace, lo hace dependiendo de dos cosas: de unas circunstancias, y de lo que uno es. Tanto las circunstancias de uno, como lo que uno es, pueden ser tales que no impidan la libre voluntad de uno, o bien podrían ser tales que sí lo hagan. Las circunstancias en que vivo pueden ser la ocasión de que yo decida hacer y haga esto o lo otro, o pueden ser tales que me impidan realizar e incluso elegir hacer ciertas cosas, en vez de otras.

Empiezo por las circunstancias. Si queremos atribuir cierto mérito a alguien (aunque sea a nosotros mismos) es imprescindible saber en qué medida las circunstancias en que vive y actúa le permiten o le impiden elegir y realizar ciertas cosas, en vez de otras. Es obvio que si tú y yo (o yo y yo) llevamos comida a nuestra abuelita, pero yo voy en taxi y tú (yo) tienes que atravesar un bosque lleno de lobos, no tenemos el mismo mérito cuando, todas las tardes, dejamos la comida en casa de la abuelita.

Pero no solo en el plano realizativo, sino en el electivo, las circunstancias pueden influir determinativamente en mi voluntad. Es obvio que si yo estoy perfectamente alimentado y aseado, si vivo en un entorno familiar tranquilo y amoroso, etc., mientras tú estás desnutrido o malnutrido, vives en un ambiente de violencia, etc., no tenemos la misma libertad para desear ciertas cosas en vez de otras.
(Si hay alguien que piense, en verdad, que las circunstancias solo pueden influir en la realización de mis elecciones, pero no en las elecciones mismas, debería explicar cómo es que no hay los mismos índices de delincuencia, fracaso escolar, etc., en todos los sectores sociales).

Por tanto, antes de emitir cualquier juicio de méritos, tendríamos que tener la completa seguridad de que las circunstancias en que uno vive, no determinan a uno en las elecciones y realizaciones que hace. Los pensadores liberales se han hecho, teóricamente, cargo de esto desde siempre, y han dicho que todos los sujetos deben tener las mismas oportunidades. Pero, desde luego, la práctica ha sido bastante diferente. Mientras existan herencias, escuelas de diferente nivel académico accesibles mediante nivel de ingresos familiares, etc., etc., todo juicio de méritos es una superchería. Ningún profesor actual, por ejemplo, está en condiciones de atribuir méritos a sus alumnos, porque ni siquiera conoce sus circunstancias vitales. Se limita a evaluar lo que sucede en clase, atribuyéndoselo íntegramente, en lo que a la moral se refiere, a la libre voluntad del alumno. Y lo mismo puede decirse en el ámbito laboral. Mientras no podamos ir los dos, tú y yo, en taxi a casa de la abuelita, o estudiar los dos en una habitación limpia y tranquila, con el apoyo amoroso de nuestros cultos progenitores, no hay lugar para juicio de méritos. Ahora bien, ¿cómo se llamaría a un estado que, antes de cualquier libre-competencia, garantizase a todos los ciudadanos la igualdad real de circunstancias? Seguramente los liberales anglosajones lo llamarían comunista. Quizá Finlandia es casi comunista, habida cuenta de que los ciudadanos-camaradas pagan un 50% de impuestos, y el número de escuelas privadas no llega al 1% y son todas igual de gratis…


Aparte de las circunstancias de uno, está lo que uno es. Ahora bien, ¿hasta dónde es mérito de uno lo que uno es? Existe una payasada capitalista que dice “yo me he hecho a mí mismo”. ¿¡Pueden ser lo mismo el creador y la criatura, salvo quizá en el caso de Dios!? Uno puede, en principio, haber hecho varias cosas de sí mismo. Puede, por lo general, amputarse una pierna, o puede hacerse una liposucción; puede dejarse barba; puede cultivar la memoria o ejercitar la paciencia. En principio. Porque hay ciertas cosas, precisamente las fundamentales a la hora de imputar responsabilidades o atribuir méritos, que uno no puede hacer de sí mismo, ni ha hecho. Uno no es el causante de su inteligencia (de ser una persona, en lugar de una oruga, ni de ser esta persona en lugar de aquella); uno no es el responsable de haber nacido con una “buena voluntad”, con un ánimo “emprendedor”, etc.

Se frères vous clamons, pas n’en devez
Avoir dédain, quoi que fûmes occis
Par justice. Toutefois, vous savez
Que tous hommes n’ont pas bon sens rassis;

Villon. Ballade des pendus

Si clamamos a vosotros, hermanos, no debéis
desdeñarnos, aunque fuimos muertos
por la justicia. En todo caso, sabéis
que no todos los hombres tienen buen sentido.

Mi conclusión es que la idea de mérito goza de un inmerecido reconocimiento. Solo tiene el dudoso mérito de ser piedra angular de la ideología y el sistema socio-depredador que disfrutamos desde que aparecimos en la tierra, más o menos. Merecería mucho más la pena hacer caso de las palabras del Logos hecho carne, que dijo lo de “no juzgues”, sabia verdad que, como es habitual, los sedicentes gestores de la Palabra, han invertido (en los dos sentidos –el espacial y el económico-) completamente.

Pero ¿cómo sería un mundo donde no hubiera juicios de méritos y de culpas, sino juicios sobre lo que debemos cambiar para ser más justos y felices?

martes, 6 de diciembre de 2011

¿Eugenesia o cacomanipulación?

En la última tertulia de las que suelo tener con jóvenes y no tan jóvenes en un café del pueblo, planteamos algunos supuestos imaginarios. Les he dado un poco de forma:

(Hijo y Madre conversan una tarde de domingo en el cuarto de estar. Fuera, llueve)

Hijo.- Pienso a menudo, mamá… ¡qué injusta es la vida! Veo a otras personas, triunfando en todo, guapos, ricos, inteligentes.... ¿Por qué yo he nacido tan malditamente inquieto e inútil para casi todo? Nunca he sido capaz de concentrarme mucho tiempo en nada. Cuando iba al colegio, a veces intentaba ponerme a estudiar, como algunos de mis compañeros. Pero no aguantaba un solo minuto. Como si me bullera la sangre. Mis profesores, y hasta vosotros a veces, creíais que lo que pasaba es que soy un vago. Pero no es verdad, ¡simplemente no podía! Aunque… un vago dirá lo mismo con su vagancia, que no puede evitarla… ¡Claro que peor es lo de mi hermana! Desde pequeña la he visto sufrir el desprecio o, cuando menos, la indiferencia de mucha gente, y estoy seguro que se debe a su obesidad. Su vida nunca puede ser tan feliz como la de otros. ¡Y ella sí que no tiene la culpa de cómo son sus tiroides! ¿Por qué nacemos como nacemos?

Madre.- Desde san Pablo hasta los calvinistas dicen que el Señor nos hace como quiere. A unos, buenos jarrones con decoraciones. A otros, piezas de barro casi inservibles. ¿Quiénes somos nosotros para pedirle cuentas? … Pero te voy a contar algo, algo que no sé si te va a gustar. Verás, cuando tu padre y yo fuimos a “planificación familiar”, dispuestos a tenerte, los médicos nos informaron de que ya había técnicas disponibles para evitar, mediante manipulación genética, que nacierais con propensiones a, por ejemplo, padecer hipotiroidismo, o hiperactividad. Tu padre y yo nos negamos a todo eso: no queríamos decidir cómo teníais que ser. No queríamos manipularos. ¡Que fuera como tenía que ser!

Hijo (tras un silencio).- ¿¡Cómo que “como tenía que ser”!? Nada tiene que ser de cierta manera. Vosotros mismos intervinisteis en muchas cosas. Decidisteis el momento de tenernos, con qué pareja nos ibais a tener… ¿Es que crees que la Naturaleza, o Dios, son más listos? ¡Pues mira lo que han hecho! No quiero juzgarte: tuvisteis vuestras razones. Pero yo no lo habría hecho así, y, si tengo hijos, no los condenaré a ser peores de lo que podrían serlo.

Madre.- ¿Peores, mejores? ¿Estás muy seguro de lo que es mejor o peor, como para decidir cómo debería nacer siendo una persona? ¿Quizá serías mejor y más feliz siendo como los que son ahora notarios? ¿Tu hermana sería mejor y más feliz siendo una modelo? Pues nosotros no teníamos nada claro qué era mejor. Fíjate. ¿Te acuerdas del hijo de nuestra vecina del quinto?

Hijo.- ¿El que está en la cárcel?

Madre.- Ese. ¿Qué te parece?

Hijo.- Me temo que sus padres también le dejaron de la mano de Dios, o a la mano de Dios, que es peor. Es un tipo muy violento. Siempre supe que acabaría así.

Madre.- Pues te contaré otra cosa. Sus padres sí aceptaron la “ayuda” médica para diseñarlo. Lo diseñaron para que fuese así, propenso a la violencia. La educación haría el resto. Sus padres decían “para que fuese luchador”. Tenían la idea de que se acercaban épocas difíciles, en las que solo prosperarían las personas agresivas. ¿Qué te parece?

Hijo.- Hicieron mal en hacerle agresivo, pero no en intervenir. Debieron hacerlo bueno.

Madre.- Tu padre y yo creíamos que no teníamos que hacerle, de ninguna manera. ¡Quién sabe si nos equivocamos!

viernes, 2 de diciembre de 2011

Ideas geniales sobre educación (Einstein)

"Detrás de cada triunfo está la motivación que constituye su fundamento y que a su vez se ve fortalecida por la consecución del fin del proyecto. Ahí residen las principales diferencias, esenciales para el valor educativo de la escueta. El mismo esfuerzo puede surgir del temor y la coacción, del deseo ambicioso de autoridad y honores, o de un interés afectivo y un deseo de verdad y comprensión, y por tanto de esa curiosidad divina que todo niño sano posee, si bien tan a menudo se debilita prematuramente. La influencia educativa que ejerce sobre el alumno la ejecución de un trabajo puede ser muy distinta, según provenga del miedo al castigo, la pasión egoísta o el deseo de placer y satisfacción. Y nadie sostendrá, creo, que la administración del centro de enseñanza y la actitud de los profesores no influye en la formación de la psicología de los alumnos.

Para mí lo peor de la escuela es que utiliza como fundamento el temor, la fuerza y la autoridad. Este tratamiento destruye los sentimientos sólidos, la sinceridad y la confianza del alumno en sí mismo. Crea un ser sumiso. No es extraño que tales escuelas sean comunes en Alemania y Rusia. Sé que los centros de enseñanza de este país están libres de este mal, que es el más dañino de todos; lo mismo sucede en Suiza y por cierto en todos los países con gobiernos democráticos. 

En cierto modo es fácil liberar a los centros de enseñanza de este grave mal. El poder del maestro debe basarse lo menos posible en medidas coactivas, de modo que la única fuente de respeto del alumno al profesor sean las cualidades humanas e intelectuales de éste.

El motivo que enunciamos en segundo lugar, la ambición, o dicho en forma más moderada, la busca de respeto y consideración de los demás, es algo que se halla muy enraizado en la naturaleza humana. Si no se diese un estímulo mental de este género, sería del todo imposible la cooperación entre los seres humanos. El deseo de obtener la aprobación del prójimo es, desde luego, uno de los poderes de cohesión más importantes de la sociedad. En este complejo de sentimientos, se hallan unidas de manera estrecha fuerzas constructivas y destructivas. El afán de aprobación y reconocimiento es un estímulo sano, pero el designio de ser reconocido como el mejor, el más fuerte o más inteligente que el prójimo o el compañero de estudios, conduce muy pronto a una actitud psicológica en exceso egoísta, que puede resultar dañosa para el individuo y la comunidad. Así, la institución de enseñanza y el profesor deben cuidarse de emplear el fácil método de fomentar la ambición personal para impulsar a los alumnos al trabajo diligente.

No pocas personas han citado en este sentido la teoría de la lucha por la vida y de la selección natural de Darwin como una autoridad para fomentar el espíritu de lucha. Hay quienes han intentado también demostrar de manera seudocientífica que es necesaria la destructiva lucha económica, fruto de la competencia entre los individuos. Esto es un error, pues el hombre debe su fuerza en la lucha por la vida al hecho de ser un animal social. Lo mismo que la contienda entre las hormigas de un mismo hormiguero impediría la supervivencia de éste, el enfrentamiento entre los miembros de una misma comunidad humana atenta contra su supervivencia.

Por consiguiente, tenemos que prevenirnos contra quienes predican a los jóvenes el éxito, en el sentido habitual, como objetivo de la vida. Pues el hombre que triunfa es aquel que recibe mucho de sus semejantes, por lo general mucho más de lo que corresponde al servicio que les presta. El valor de un hombre debería juzgarse en función de lo que da y no de lo que recibe.

La motivación más gratificante del trabajo, en la escuela, en la vida, es el placer que proporciona el trabajo mismo, el que ofrecen sus resultados y la certeza del valor que tienen estos logros para la comunidad.
Para mí la tarea decisiva de la enseñanza es despertar y fortalecer estas fuerzas psicológicas en el joven. Esta base psicológica genera por sí sola un deseo gozoso de obtener la posesión más valiosa que pueda alcanzar un ser humano: conocimiento y destreza artística.

Hacer surgir estos poderes psicológicos productivos es, por supuesto, más difícil que utilizar la fuerza o despertar la ambición individual, si bien tiene un mérito más elevado. Todo consiste en estimular la inclinación de los niños por el juego y el deseo infantil de reconocimiento y guiar al niño hacia dominios que sean beneficiosos para la sociedad; la educación se funda así en el anhelo de una actividad fecunda y de reconocimiento. Si la escuela consigue impulsar con éxito tales enfoques, se verá honrada por la nueva generación y las tareas que asigne a los educandos serán aceptadas como un don especial. He conocido niños que preferían la escuela a las vacaciones.

Una escuela de este tipo exige que el maestro sea una especie de artista en su actividad. ¿Qué puede hacerse para que prevalezca este espíritu en la escuela? No es fácil ofrecer aquí una solución universal que satisfaga a todos. Hay, sin embargo, condiciones fijas que deben cumplirse. En primer término, formar a los profesores para tales escuelas.
En segundo lugar, conceder amplia libertad al profesor para seleccionar el material de enseñanza y los métodos pedagógicos que desee emplear. Es cierto que también en su caso se aplica aquello de que el placer de la organización del propio trabajo se ve sofocado por la fuerza y la presión externas.

Quienes han seguido hasta aquí mis reflexiones con atención pueden formularse una pregunta. He hablado bastante del espíritu en que debe educarse a la juventud, según mi criterio. Nada he dicho, empero, sobre la elección de las disciplinas a enseñar ni sobre el método de enseñanza, ¿Debe predominar el idioma o la formación técnica de la ciencia?
Contesto: En mi opinión todo esto es de importancia secundaria. Si un joven ha adiestrado sus músculos y su resistencia física en la marcha y en la gimnasia, podrá más tarde realizar cualquier tarea ruda.
Lo mismo sucede con el empleo de la inteligencia y el ejercicio de la aptitud mental y manual. No se equivocaba, pues, quien expresó: "Educación es lo que queda cuando se olvida lo que se aprendió en la escuela". Por tal causa no me interesa tomar partido en absoluto en la lucha entre los que defienden la educación clásica filológico histórica y los que prefieren la educación orientada hacia las ciencias naturales.

Deseo impugnar, por otra parte, la idea de que la escuela debe enseñar de manera directa ese conocimiento especial y esas aptitudes específicas que se han de utilizar después en la vida. Las exigencias de la vida son demasiado múltiples para que resulte posible esta formación especializada en la escuela. Además considero censurable tratar al individuo como una herramienta inerte. La escuela tiene que plantearse siempre como objetivo que el joven salga de ella con una personalidad armónica, y no como un especialista. Pienso que este principio es aplicable, en cierto sentido, a las escuelas técnicas, cuyos alumnos se dedicarán a una profesión bien definida. Lo primero debería ser desarrollar la capacidad general para el pensamiento y el juicio independientes y no la adquisición simple de conocimientos especializados. Si un individuo domina los fundamentos de su disciplina y ha aprendido a pensar y a trabajar con autonomía, encontrará sin duda su camino, y además será mucho más hábil para adaptarse al progreso y los cambios, que el individuo cuya formación consista sólo en la adquisición de algunos conocimientos detallados.

En síntesis, quiero subrayar una vez más que lo dicho aquí de manera un tanto categórica no pretende ser más que la opinión personal de un hombre que únicamente se funda en su propia experiencia como alumno y como profesor".

A. Einstein Mis creencias, Discurso de 1936 (http://www.elalehp.com/)

jueves, 1 de diciembre de 2011

¡Come y calla!

El pensamiento y la legislación de los estados modernos lleva más de un siglo promoviendo la “liberación de la mujer” respecto del dominio del varón. En la carta de derechos humanos, y en las legislaciones de todos estos estados, se reconoce la igualdad de derechos independientemente de su sexo. Esto significa que una persona no puede ser discriminada en razón de su sexo, es decir, que su sexo no puede ser una variable a considerar cuando se trata de reconocerle facultades en los que el sexo de la persona no significa ninguna diferencia. Aún así, la situación real dista mucho de responder a ese deseo, sobre todo en los países no occidentales.

En principio, los derechos de los niños y adolescentes están igual de protegidos, e incluso existen textos como la Convención sobre los derechos del niño. Pero aquí la realidad, incluso la realidad legal y social, es todavía más diferente. Hay muchas facultades y derechos que no se le reconocen al menor ni siquiera legalmente (decidir sobre su educación, su salud o su sexualidad; expresarse libremente, votar, etc.), y que no tienen nada que ver con su condición de menor.

No hablemos de la situación de los niños en casi todo el mundo: en cualquier sitio donde hay y en la medida en que hay déficit de protección de derechos, eso afecta más al menor que a cualquier grupo de adultos. Pero la situación no es muchísimo mejor en muchos países occidentales, especialmente en el nuestro. Solo muy recientemente se ha prohibido completamente todo acto de violencia física contra un menor (el “cachete”), pero nuestra sociedad sigue viéndolo, mayoritariamente, como veían nuestros abuelos y ven todavía los menos educados de nuestros conciudadanos, el cachete a la mujer.

No se trata solo de algo propio del ámbito doméstico, sino de todos los ámbitos. Hay una verdadera situación de dominación del menor por parte del adulto. Los padres tienen hoy sobre los menores un dominio semejante al que los varones tenían y tienen sobre las mujeres, en sociedades anteriores al reconocimiento de los derechos universales. Muchos de los argumentos que el androcentrismo solía aducir contra la igualdad de las mujeres (su inferioridad racional, su debilidad por las bajas pasiones, su voluntad "infirme", su tendencia natural a la malignidad, etc.) se consideran argumentos obvios cuando se trata del menor. Y el trato al que se los somete es de clara falta de respeto personal, y asimétrico en cuestiones que no tienen nada que ver con la condición de adulto y menor. Si un adulto alza la voz a un menor, está ejerciendo la debida autoridad; si un menor alza la voz a un adulto, está dando muestras de una clara y culpable falta de respeto.

Tengo la intención de exponer, en varias entradas, diferentes aspectos de este dominio. Voy a empezar por un ámbito aparentemente intrascendente (solo aparentemente), y mucho menos grave que las manifiestas faltas de derechos básicos que los menores sufren en el planeta, pero que me parece un buen ejemplo de la dominación del adulto, dado que afecta a sociedades que, como las nuestras, suelen creer que no hay nada que avanzar en esto (incluso, según algunos “reaccionarios”, habría que retroceder algo). Se trata de la dieta, de los hábitos y actos dietéticos del menor.

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Es obvio que los adultos, especialmente los padres, tienen la responsabilidad de garantizar la mejor salud posible de los niños, y que para ello deben usar en la medida de lo posible los conocimientos que poseemos al respecto. Pero ¿cómo lo hacen? En general los padres imponen, obligatoriamente, el qué, el cómo y el cuándo de lo que el menor tiene que comer. Es muy habitual en cualquier casa o parque expresiones como: “¡Te lo comes todo! (tengas o no tengas hambre, te guste o no, te apetezca o no)”, “Hasta que no te lo comas, no harás otra cosa”, etc.

¿Es realmente la naturaleza humana del niño tan estúpida como para que su apetito no tenga que ver con qué y cuándo debe comer, es decir, con lo que y cuando le conviene comer? Esto es, a priori, muy improbable. Todos los animales saben eso, y nosotros somos animales muy recientes, con una enorme memoria genética.
Hay estudios que prueban que los niños, dejados a su propia iniciativa, en pocos días tienden a mantener una dieta equilibrada. No estoy informado al respecto, pero dudo que existan estudios que prueben que, salvo que los padres obliguen a sus hijos a comer, estos morirán de hambre o comerán perversamente.

Sin embargo los padres se arrogan el derecho a prescribir su dieta. Y solo en muy raras ocasiones (en casos en que los padres estén realmente provocando enfermedades en los hijos) las autoridades intervendrán para proteger al menor. Hasta entonces, el menor apenas podrá evitar tener que comer lo que y cuando se lo imponga el adulto.

La mayor parte de los padres no tiene apenas idea, ni obligación de informarse, de lo que es una buena dieta para menores. ¿Quizá es que lo saben bien? Observemos qué credenciales tienen los padres y adultos en general para prescribir dietas.
Los adultos de las sociedades mejor informadas padecen graves enfermedades, convertidas ya en epidémicas, debidas a malos hábitos alimentarios. Comen muchas grasas (saturadas), beben (mucho) alcohol, fuman, etc. Se muestran casi incapaces de controlar sus apetitos y seguir una dieta correcta. Comen, siempre que pueden, cuando les apetece y lo que les apetece, pero el resultado no es muy ejemplar.
Es verdad que también crecen, entre los menores, ciertas enfermedades, como la diabetes, pese al férreo control que sufren por parte de los mayores, pero “gracias” a los productos alimentarios que estos elaboran para ellos, movidos en buena parte por intereses puramente lucrativos, y a los hábitos sedentarios que les imponen con el sistema educativo que han diseñado para ellos sin pedirles opinión y sin respetar su derecho al juego y al movimiento.

Es posible que los malos hábitos alimentarios de todas las personas, desde los menores a los adultos, se deba principalmente, aparte de a la abundancia de alimentos (de mala calidad) disponibles y a una educación moral muchas veces hedonista en el sentido más básico, a la manera en que los adultos imponen, obligatoriamente, a los niños y adolescentes, qué, cómo y cuándo deben comer y beber:

     - Por una parte, la imposición de horarios descoordinados del apetito acaba, seguramente, incapacitando al propio apetito para ser la guía natural que debía ser. Así puede darse la consecuencia de personas que coman a todas horas, compulsivamente, o personas que se olviden de comer.

     - Por otra parte, la imposición de ciertos alimentos y la privación de ciertos otros, seguramente genera el afán obsesivo de consumir lo prohibido y rechazar lo impuesto. Todo animal que se ve habitualmente privado de una fuente de energía, se “atiborra” cuando tiene acceso a ella, en previsión para épocas de escasez. La conducta de los niños con respecto al azúcar es, probablemente, similar. Aquellos niños a los que se permitió tomar los alimentos que preferían, aunque comenzaron consumiendo excesivos alimentos dulces, en poco tiempo fueron regulando su dieta. Los adultos, creyendo que lo que es bueno para ellos (pero que ellos mismos no llegan a consumir), como las verduras, es bueno para toda edad, imponen a veces alimentos que no aportan gran cosa al niño.

Pero peor que todo eso (que ya es grave), es el método despótico y coactivo con que generalmente se les impone la dieta (y el resto de actividades). De esto hablaré en otra ocasión con más detenimiento.

Por supuesto, los adultos no quieren nada más que el bien para sus hijos. Pero caen fácilmente en la dominación, dado que el grupo social de los adultos detenta, respecto de los menores, un poder casi absoluto. Ellos legislan, ellos controlan los medios de comunicación y ellos poseen la fuerza.

Las irresponsabilidades alimentarias de los adultos, se llaman ejercicio de la libertad; los apetitos de los menores, se considera vicios innatos.

sábado, 26 de noviembre de 2011

¿En qué consiste respetar la voluntad o la naturaleza de los otros animales?

Estoy convencido de que nuestro trato a los demás animales es muchísimas veces incorrecto, moralmente incorrecto. Me bastaría con el argumento (de genealogía utilitarista, y tan defendido por Singer) de que un ser racional, que considere que el dolor es un mal, tiene la obligación moral de universalizar su juicio y considerar que el dolor es un mal allí donde se dé, independientemente de motivos irrelevantes, como serían la pertenencia a una u otra especie, porque lo contrario sería una discriminación injustificada (especismo). Es más, yo creo que, más allá de la capacidad de sentir dolor, las cosas tienen propiedades (por naturaleza) que las hacen intrínsecamente valiosas, y merecedoras de un determinado trato. El valor es una propiedad natural, superveniente a otras propiedades.

Ahora bien, esto deja muchísimo margen a la discusión.
Si nos limitásemos al argumento del dolor (y sin aceptar, ni mucho menos, la postura cartesiana -recientemente reconsiderada por algunos con el argumento del holismo de las actitudes intencionales-, según la cual los animales no tienen ningún tipo de consciencia), ¿habría realmente razones para no comer mejillones? ¿Es creíble que haya en los mejillones algo como la conciencia del dolor?

Pero ahora querría plantearme (y plantear al posible lector) otra cuestión, más radical o básica. A veces se dice que deberíamos tratar a los demás animales respetando su “voluntad”. No pongo en duda que la mayoría de los animales a los que domesticamos, usamos y nos comemos tienen, en mayor o menor grado, auténtica voluntad, entendida como la facultad de desear ciertas cosas y rechazar otras (y no meramente estados sentimentales, o sea, placer o dolor, sino cosas más sustantivas, o proyectos). Podría reformularse esta exigencia, incluso, como diciendo que deberíamos tratar a los demás animales (y cosas) según su naturaleza, respetando aquello que por naturaleza les es típico y adecuado. No pongo en duda esto. Lo que planteo es cómo determinar qué interacciones mías con otros animales (o cosas) respeta su “voluntad” o naturaleza. ¿Cómo determinar esto?

Por supuesto, hay cosas que son manifiestamente dañinas para un animal, y van contra su naturaleza. Es dañino para una vaca que se le retire su cría; es dañino para un cerdo vivir enjaulado y sobre una rejilla por la que se evacuan sus excrementos y donde mueren aplastadas sus crías; es dañino para una rata provocarle un cáncer o someterla a descargas eléctricas. Incluso es muy fácil ver que el animal encuentra esas cosas muy dañinas: su conducta es similar a la que tendría yo sometido a algo así: estrés, muestras de dolor, etc.

Pero ¿es simplemente dañina para una especie de animales cierta “domesticación”, entendida como el cuidado del animal (cuidado veterinario, por ejemplo), a cambio de obtener ciertos beneficios (en forma de trabajo, leche, etc.)? ¿No puede ser, más bien, muy beneficioso para ciertos animales trabajar para o en colaboración con el ser humano? Hay en la naturaleza muchísimos casos de mutualismo (hasta llegar a la simbiosis) que hace más fácil la vida a los animales implicados, y no parecen ir contra su naturaleza o la voluntad.

A veces se dice que los animales no trabajan por su voluntad. Seguramente. Ahora bien, ¿trabajan por su voluntad todos los humanos, cuando van a sus fábricas u oficinas? En parte sí, y en parte no, claro. ¿Cómo determinar si predomina ahí la voluntad de que sí?
¿Aceptarían ciertos animales, cierto trabajo no explotador, a cambio de cuidados humanos? ¿Aceptaría una cabra ser ordeñada de vez en cuando, a cambio de ser protegida contra depredadores o epidemias? ¿Aceptaría un perro o un gato vivir con una familia, “privado de libertad”, a cambio de cuidados, alimento ycariño? Creo que no hay serios motivos para dudar de que muchas posibles interacciones entre animales y humanos (incluidas muchas formas posibles de domesticación y uso) no solo no van contra la voluntad y la naturaleza de esos animales, sino que incluso les son beneficiosas.

Si existiese en la tierra una especie muy superior en inteligencia a nosotros, y nos ofreciesen trabajar para ellos en condiciones de no explotación, a cambio de proveernos de toda su tecnología y sus conocimientos en todos los terrenos, en la medida en que nosotros pudiésemos entenderlos y usarlos, ¿consideraríamos perjudicial ese contrato y preferiríamos nuestra independencia? (¿No nos convendría, a los españoles, por ejemplo, que los alemanes se hiciesen cargo de una vez de nuestra gestión?)

Incluso la prescripción kantiana de no tratar a nadie como medio, consiste realmente (y así lo expresa Kant) en no tratar a nadie meramente como medio. Pero ¡claro que podemos usar correctamente a otros como medios, siempre que eso responda a su voluntad, o, si no es escrutable su voluntad, a su naturaleza!

Aquí hay la tentación (en la que se cae a menudo, por parte de los más extremistas en la defensa de los derechos animales) de creer que ninguna especie nos “necesita” para nada, porque están perfectamente adaptadas a la naturaleza; en general, la naturaleza no nos necesitaría para nada, porque hasta la existencia del depredador es muy buena para el conjunto. Toda la naturaleza sería un paraíso de perfecta convivencia y buen funcionamiento, si no fuese por el hombre. Este rousseaunianismo o sacralización de la naturaleza no humana me parece ya completamente desencaminado. Nos sobreestima y nos infraestima a la vez. La naturaleza tiene tantas imperfecciones o más que el hombre, y el hombre es tan natural como el resto.

martes, 22 de noviembre de 2011

Soberanía nacional: una soberana necedad

¿Qué papel tendrá el nacionalismo en la política de los futuros años, tanto en España como en Europa? ¿Serán los “pueblos” una opción razonable y atractiva a una globalización que muchos creen puramente mercantil, y no “sustantiva”? ¿Es la división por pueblos o naciones la división justa (soberana) de la soberanía? ¿Debemos agruparnos, las personas, por nuestros rasgos “nacionales”, y ser representados, en último extremo, por gobiernos nacionales?

En las elecciones del día 20, varios partidos nacionalistas que dicen representar a naciones sin estado, han mejorado algo sus resultados. No voy a comentar el hecho de que, con pocos más de trescientos mil votos, la izquierda abertzale, o el PNV, tengan siete y seis diputados en el congreso, o Geroa-Bai o el Foro por Asturias tengan uno cada uno con solo cuarenta y dos mil, y noventa y pico mil votantes, respectivamente (frente a los partidos no localistas no principales, como Izquierda Unida o UPyD, cuyos votantes valen manifiestamente menos). Esto es algo por lo que ningún nacionalista (ni vasco ni español) va a protestar, podría apostarse. El oportunismo parece ser una cualidad cultural verdaderamente trasnacional, una especie de universal cultural-político.

Me gustaría reflexionar (mucho más en el vacío, se dirá) acerca de los conceptos de nación, estado y soberanía. Los ciudadanos de ideología nacionalista piden que se reconozca, como cuestión de justicia (o sea, como algo que todo ser racional debería reconocer) que son los miembros de un grupo nacional quienes deben, exclusivamente ellos, sin injerencias externas, decidir autónoma y soberanamente sobre sus destinos.
¿Por qué esto había de ser así? ¿Por qué no debería respetarse, por ejemplo, la decisión de independencia soberana para un pueblecito de catorce (o catorce mil) habitantes que así lo decidiesen? ¿Por qué no respetar la decisión de ser independiente, de un solo individuo (yo, por ejemplo)? (¿Permitiría el gobierno vasco o catalán de un futuro estado independiente de Euskadi o de Cataluña, un referendum de independencia de Álava o de un barrio de Barcelona, o de una persona o de su familia?) ¿Por qué la “nación” sí, y mi familia o yo no, puede decidir qué cosas de las que hago son delitos y qué penas le corresponden; qué relaciones comerciales debo establecer con quiénes, etc.?

La pregunta pertinente es: ¿en quién o qué reside la soberanía, y por qué?
Dejando a un lado toda respuesta “positivista” (que, como siempre, no tiene nada que ofrecer), y la “respuesta” teocrática (soy monarca por la gracia de Dios), la respuesta moderna dice que la soberanía reside en el Pueblo. Pero, ¿en qué pueblo? Se entiende que la soberanía reside, antes de nada, en CADA individuo, que es el sujeto atómico de voluntad racional (siendo todas las personas, en principio, detentadores por igual de voluntad racional): el Pueblo soberano sería cada individuo.
Pero, en cuanto que la política involucra a más de un individuo, el Pueblo debería ser, es de suponer, el conjunto de TODOS (y cada uno de) los individuos capaces de voluntad racional. O sea, el conjunto de las Personas.
El conjunto… ¿con qué restricciones? ¿Existe alguna razón lógica (como sería una instancia de las paradojas tipo-Russell) por la cual el Pueblo no pueda ser el conjunto de todos los individuos con voluntad, es decir, de todas las personas? No lo parece. ¿Existe alguna razón por la que la soberanía debería estar cualificada esencialmente? Tampoco resulta evidente esto.

El nacionalismo, sin embargo, debe dar por supuesto que ciertas características, culturales (o incluso étnicas), como la Lengua concreta que habla un grupo humano, o ciertas tradiciones, etc., cualifican esencialmente a la persona y, por tanto, a la (tenencia de) soberanía: justifican que el grupo social detentador de esas cualidades tenga derecho a decidir sus destinos, sin que haya una instancia jurídico-política superior. El Pueblo sería, entonces, el Pueblo cultural o étnico, el conjunto de todos y solo los individuos pertenecientes a una misma etnia o cultura. Ninguna otra instancia (por ejemplo, el imperio o el estado supranacionales, la familia, o el barrio, o la asociación de amigos) podría detentar la soberanía: solo el “pueblo” étnico y cultural.

¿Cómo se justifica esa pretensión? No se justifica de ninguna forma. Es injustificable.

Dejando a un lado que el concepto de lengua, tal como lo necesita el nacionalismo, es una noción política, es decir, posterior a la soberanía (en cuanto se prescribe cómo ha de hablarse, correctamente, y se proscribe las desviaciones -los idiolectos-, que amenazarían, con el tiempo, la integridad de esa Lengua), ¿cuál es la razón para considerar a ciertos rasgos culturales determinantes para la soberanía? ¿Cualifican esos rasgos de tal manera la voluntad del individuo, que la hacen esencialmente distinta de la voluntad propia de otro grupo?

Eso no puede ser (si es que alguien podría dudarlo) por una mera razón lógica: si las características nacionales (o étnicas, etc.) no fueran jurídicamente subsumibles a otras, la propia noción de soberanía no podría ser un derecho universal, de obligado reconocimiento y protección jurídica, o al menos de necesario respeto universal. O, en otros términos: si la soberanía (es decir, la capacidad de decidir de manera última e incondicionada) fuese por principio múltiple, no podría existir una norma jurídica superior (supranacional, por ejemplo), con lo que la propia reclamación, por parte de un grupo dado, del derecho a soberanía, sería incoherente.

A posteriori puede verse, también, que todas y cada una de las cualidades con las que podría identificarse el nacionalismo, son anecdóticas para la persona en cuanto tal, es decir, en cuanto sujeto capaz de decidir. Si no lo fuesen, sería peor aún, porque significaría que uno no puede universalizar sus juicios más allá de su grupo étnico. Pero todo esto es manifiestamente falso. Uno puede cambiar de territorio, de costumbres, de lengua… sin dejar de ser persona y, esencialmente, la misma persona. Uno puede ser español (en el sentido de criado en el seno de una comunidad castellana, o andaluza, o cualquier otra región dominada por el estado español) sin ser “español” en el sentido normativo que le interesa al nacionalismo, o sea, sin ser católico, sin que le gusten los toros (o los toreros), la jota ni la tortilla de patata, y gustándole, en cambio quizá, el son jarocho y la musaka. Ahora, si uno pierde la capacidad de elegir racionalmente, ya no sigue siendo ni la misma persona ni persona siquiera.

Por eso, hablando lógicamente, no quedan más que dos opciones para la soberanía, dos opciones que son, en verdad, la misma: que la soberanía reside en todas las personas por igual, y que, por tanto, el Pueblo es el conjunto de todas las personas. A esto se le llama Cosmopolitismo. Toda otra opción es, en pura lógica, secundaria, injusta en términos ideales, porque discrimina y segrega a las personas por razones irrelevantes.

(Igual de injusto sería pretender que quienes tienen derecho a decidir son los que habitan cierto territorio –aunque este no es un argumento que pueda utilizar el nacionalismo, o puede utilizarlo a muy duras penas, puesto que el territorio es algo todavía más arbitrario para la persona que cualquier rasgo étnico y cultural-. Antes de nada, es casi en todos los casos imposible delimitar un territorio de manera que justifique una división relevante. Pero, sobre todo es que no hay razón por la cuál unos individuos tengan más derecho que otros a habitar en un territorio dado).

Es obvio que no existe en este mundo un estado cosmopolita, y que, por tanto, los estados actuales se basan en alguna restricción y discriminación del todo del Pueblo, o lo que es lo mismo, en una cualificación del detentador del derecho de ciudadanía. Algunos de los estados modernos se basan, quizá, en características nacionales (en el sentido estricto de características étnico culturales), aunque muchos menos de los que parece. Es verdad que todos se llaman estados-naciones, pero la mayoría de los estados modernos no son naciones más que en un sentido completamente traslaticio de la palabra. La mayoría de los estados europeos (por no hablar de los estados americanos o africanos, donde, dado su pasado imperio-colonial, apenas tiene sentido hablar de naciones) son plurinacionales, o simplemente no tienen apenas nada que ver con rasgos nacionales en sentido estricto. Pero sí están basados en características arbitrarias desde el punto de vista relevante para el concepto de soberanía. Muchos de ellos dependen de un pasado monárquico, completamente inválido desde el concepto moderno de soberanía (casamientos reales, conquistas, etc.).

Podría decirse, sin embargo, que, por ideal que sea, es actualmente inviable un estado cosmopolita, y resulta conveniente una división, o varias, inferiores a la soberanía única universal. (Incluso los “mercados” tienen buenas razones para preferir algo así, por más globalizadores que sean de espíritu). Pero, en el mejor de los casos, eso debería considerarse un mal coyunturalmente inevitable, no como un ideal político. Si por algo habría que luchar, es por la eliminación lo más rápido posible de todas las fronteras y todas las divisiones de soberanía y derechos. En todo caso, son incompatibles una Europa (o un mundo) de los "pueblos" y un mundo (y una Europa) de las personas o ciudadanos. Uno no puede estar representado por sí mismo y a la vez por el cacique. Y no hay nada más capcioso que la dicotomía o globalización mercantil o nacionalismo.

El nacionalismo (y cuanto más estricto es, más) es quizá la ideología política más necia (como dijo Nietzsche). En algunos no es más que una ideología romántica primitivista, que apela a un presunto “sentimiento” de “pertenencia” mística a una comunidad. En otros, no es más que instrumento de dominio casi feudal. Cuanto más inculta políticamente es una persona, más fácilmente puede identificarse con un mito semejante. Y, entre los nacionalismos propios de presuntas naciones constituidas en estados grandes como España, Alemania, o Francia, y nacionalismos propios de presuntas naciones en sentido más estricto, como el de los vascos o el de los corsos, el segundo es peor, porque lucha por revitalizar lo que, en el caso de los primeros, está en vías de extinción.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Realismo moral para naturalistas (Michael Devitt)

¿Puede un naturalista (en el sentido moderno de la palabra), o sea, alguien que sostiene que todo conocimiento es empírico –tesis epistemológica- y que no hay más cosas que las que se dan en la naturaleza –tesis metafísica-, defender el REALISMO MORAL, es decir, que la ética es un discurso que se basa en cómo son objetivamente las cosas, que las cosas tienen naturalmente la propiedad de ser buenas o malas? Según Michael Devitt ("Realismo moral: una perspectiva naturalista" ARETÉ Revista de Filosofía Vol. XVI, N0 2, 2004 pp. 185-206), no solo puede, sino que, a día de hoy, es con mucho la mejor opción.


Para empezar, Devitt no cree que esto tenga nada que ver directamente con algún asunto semántico, como querría plantearlo todo el que es presa del giro lingüístico. Para un naturalista, no hay razones ni verdades a priori, por tanto, tampoco las hay para considerar al realismo moral como verdadero o falso, correcto o incorrecto. Según Devitt, deberíamos hacer nuestra la expresión de Moore, y decir que “el realismo moral está basado en fundamentos mucho más sólidos que cualquier doctrina semántica que crea poder socavarlo. Deberíamos, como me complace decir, “poner a la metafísica en primer lugar””.
El Realismo Moral, o sea, la afirmación de que existen, por naturaleza, cosas buenas o malas, tiene un aspecto “de independencia”, según el cual las características morales son objetivas, es decir independientes del sujeto (de sus opiniones, gustos, convenciones sociales…), y uno “de existencia”: hay hechos morales, o, si se quiere evitar el compromiso ontológico con los “hechos”, hay personas y acciones que son moralmente buenas, malas, honestas, crueles, debidas…
El no-cognitivismo se presenta como la tesis semántica según la cual los términos morales no tienen referencia clara y precisa, o no la tienen en absoluto. Ahora bien, dice Devitt, esta tesis esconde un presupuesto metafísico: la tesis, antirrealista, de que no existen propiedades morales. El realista debería mostrar que existen explicaciones realistas sobre la naturaleza moral, y que tienen un papel causal (por ejemplo, diciendo que millones de personas murieron por causa de la perversidad de Hitler), con lo que el no-cognitivista no podrá negar su realidad.

Teniendo esto en cuenta, la definición completa que Devitt da de Realismo Moral, dice que:

(RM3) Existen personas y acciones que son, en términos objetivos, moralmente buenas, malas, honestas, engañosas, amables, poco amables, etc. (virtudes y vicios); acciones que objetivamente deberían o no llevarse a cabo (deberes); personas que tienen objetivamente un derecho moral a la privacidad, a tener injerencia en sus propias vidas, etc. (derechos). Que esto sea así está sujeto a explicación y cumple un papel en las explicaciones causales.
¿Por qué creer en el Realismo Moral?

En principio, dice Devitt, es plausible. Forma parte de la manera general de entender el mundo, y “antes de la plaga postmoderna”, formaba parte central de las explicaciones en ciencias sociales. La crueldad de una persona, puede ser tan explicativa causalmente, como la inteligencia de otra.

¿Cómo se vinculan los hechos morales, con las personas, actividades, etc.? Devitt recurre al concepto de superveniencia:

“La respuesta debe ser que los hechos morales son parte del mundo natural. Esto equivale a afirmar que tales hechos deben depender en última instancia de los hechos de la física, tal como sucede con los de la química, la biología y la psicología. No se está afirmando aquí alguna burda reducción. La idea es, más bien, que existe una jerarquía de “niveles” de hechos, cada uno de los cuales es autónomo hasta cierto punto y, sin embargo, recaen o sobrevienen en un nivel “más bajo” hasta que llegamos a la física”.

Esto, dice, no conduce a la falacia naturalista, si nos abstenemos de dar definiciones a priori. Será una tesis empírica, como cualquier otra, si tan propiedad moral sobreviene a tales propiedades no morales.

La otra buenísima razón para aceptar el Realismo Moral es la incapacidad de las demás alternativas (eliminativismos, subjetivismos y relativismos) para dar cuenta del fenómeno moral. El no-cognitivismo, por su parte, no ha logrado dar cuenta de oraciones complejas con un elemento moral. “si romper una promesa está mal, entonces Fred debería haber hecho A”.

En resumen, el Realismo Moral es la mejor opción. Conviene, pues, defenderlo de las objeciones que habitualmente se presentan contra él.


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Uno de los principales argumentos contra el Realismo Moral es el de la extrañeza: los juicios morales serían extraños por incluir aspectos normativos y prescriptivos.
Para el naturalista no tiene, sin embargo, nada de extraño que algunos juicios tengan un carácter categórico, en el ámbito o nivel de cosas a que se refieren. La pregunta “¿Por qué debería yo hacer lo que debo hacer, hacer lo que es correcto, y promover el bien?” es una pregunta intrínseca a la moral y es respondida en el interior de la moral.
En cuanto a la vinculación entre hechos morales y sentimientos, no hay por qué pensar que es una vinculación sobrenatural. Simplemente, es parte de la naturaleza que hay esa vinculación (imperfecta). Puede darse luego de ella una explicación biológica (que sea adaptativa, etc.), pero es un hecho moral que las personas tienen sensibilidad moral (“empatía”), aunque algunas no la tengan.

Otra objeción típica al Realismo Moral es la pluralidad de códigos morales.
Devitt advierte, antes de responder a esto, que el problema para cualquier otra opción que el realismo, no es menor: “¿Por qué no expresamos simplemente nuestros sentimientos morales diciendo “¡Abajo!” o “¡Viva!”? ¿O podríamos, quizás, declarar nuestros sentimientos: “me siento complacido contigo” o “lo que estás haciendo me disgusta”? La respuesta de los antirealistas a estas interrogantes está inspirada en Hume y habla de “la proyección u objetivación de las actitudes morales”. Pero, ¿cuán convincente es esta historia psicológica?”
En cualquier caso, el realista puede responder fácilmente a la objeción:

      -Dado que los hechos morales sobrevienen a otros, la diversidad de opiniones puede explicarse mediante esos hechos adicionales. Por ejemplo, no es lo mismo estar en una sociedad cazadora-recolectora, que en una sociedad capitalista.
      -Además, el que los hechos morales sobrevengan a hechos naturales, hace complejo a veces discernir tales hechos, y a menudo se interponen, también, intereses sociales e individuales.
      -Los conflictos entre hechos morales relevantes puede generar indeterminación, como la hay también en epistemología.

Otro argumento en contra del Realismo Moral es que, como lo expresa Gilbert Harman, para explicar las observaciones que sustentan una teoría científica se necesita hacer suposiciones sobre ciertos hechos físicos. Según él, la situación es distinta en la ética: no hay una razón obvia para asumir nada sobre los ‘hechos morales’; no hay modo en que la “bondad o maldad reales de una situación dada pueda tener efecto alguno en el propio aparato perceptual”.
Ahora bien, como ha señalado Nicholas Sturgeon, “la perversión moral de Hitler… forma parte de una explicación razonable de por qué creemos que él era perverso”. A menos que se asuma por alguna otra razón que no hay hechos morales, ésta parece una explicación plausible y aceptable. Harman necesita el argumento independiente. Si se afirmase que conocemos los mecanismos por los que opera una causación física (pero no una moral), el realista moral debería decir que, puesto que los hechos morales sobrevienen a otras propiedades, los mecanismos de esas propiedades sirven para explicar el hecho moral. Esto es perfectamente comprensible, si se comprende el concepto de superveniencia.

Otro grupo de argumentos contra el realismo moral son los argumentos epistemológicos.
A veces se ha dicho, recuerda Devitt, que los principios morales no pueden ser probados como lo son los principios científicos. Ahora bien, para un holista (partidario de la tesis Duhem-Quine), ningún principio de ningún tipo puede ser probado aisladamente, sin muchas suposiciones de fondo. De los principios morales, en conjunto con otros, podemos derivar hechos empíricos.

También se objeta que haría falta una facultad especial para percibir hechos morales. Pero, si esto no implica la petición de principio de que no hay superveniencia, entonces el realismo moral puede perfectamente sostener que percibimos directamente hechos como las condiciones de vida miserable de ciertas personas, y, a través de ellos y de forma sobreviniente, la injusticia de tal situación.
Por supuesto, la observación de hechos morales está cargada de teoría, pero como lo está cualquier observación.

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Por tanto, el proyecto ético del realismo moral es, prima facie, aceptable, y superior a sus rivales.

El realista moral, añade Devitt, no debería preocuparse porque ese proyecto esté en pañales: al contrario, eso nos debe impulsar a desarrollarlo. Ninguna teoría científica habría prosperado si la contemplación de su precario desarrollo en los primeros momentos, hubiera disuadido de su viabilidad.

Creo que los argumentos de M. Devitt en defensa del Realismo Moral, son válidos, y que, como dice, no hay ninguna alternativa ni remotamente similar en capacidad para dar cuenta del hecho moral.
Ahora bien, creo que el naturalismo (la tesis de que todo conocimiento está atado a la empiria, y que no hay más cosas que las naturales) está equivocado (como he discutido otras muchas veces). Pero, para que un filósofo como Devitt esté de acuerdo, en cuanto a la viabilidad del realismo moral, con un no-naturalista como yo, basta apenas con sustituir, en la palabra “naturaleza” (naturalismo, natural) el significado nuevo (materialista, empirista) por su antiguo y, a mi juicio, correcto significado (‘natura’, esencia). El concepto de superveniencia equivale a la vieja noción escolástica de convertibilidad: verdadero y bueno son propiedades trascendentales convertibles: las cosas que puedan ser calificadas como buenas por un ser racional, son aquellas que tengan ciertas propiedades reales.

En todo caso, es muy importante hacer ver que naturalismo no implica, de ninguna manera, antirrealismo moral en ninguna de sus formas (no-cognitivismos, relativismos, etc.)

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El texto al que se refiere esta entrada puede leerse aquí

martes, 15 de noviembre de 2011

Geach, acerca de la objetividad de los juicios morales

Al hilo del debate que nos traemos aquí y aquí acerca de si son o no objetivos y racionales los juicios morales, he recordado este pasaje de Peter Geach (el gran lógico y filósofo, esposo de E. Amscombe y amigo, albaceas y editor de Wittgenstein)

[...] Se me dirá que los hechos y los valores son muy diferentes, que hay procedimientos de decisión como la ponderación y la medida para llegar a un acuerdo sobre hechos, pero que no hay procedimientos de decisión para poner en vigor un acuerdo sobre valores. Esta es una vieja historia en la filosofía: se remonta directamente al Eutifrón de Platón. Pero no es un ápice mejor por ser antigua.
De hecho, podemos llegar algunas veces y en asuntos importantes al acuerdo sobre valores y estrategias de actuación. Aquí, como sobre las cuestiones de hecho, disentimos sólo sobre un fondo de acuerdo. Es un error metodológico en la filosofía moral concentrarse sobre lo que es problemático y discutible, en lugar de en el estudio de los métodos para llegar al acuerdo; imperfectos y asistemáticos, pero que no deben descuidarse.
Por otra parte, puede haber desacuerdos irresolubles en cuestiones de hecho, pues la observación, la memoria y el testimonio son falibles. Para tener un ejemplo, basta considerar una discusión legal acerca de un accidente de tráfico: la gente discutirá sobre lo que sucedió exactamente, y también sobre si había sucedido o no de haberse tomado las medidas preventivas pertinentes. Y no hay procedimiento de decisión para reconciliar tales posturas.
La tesis de la naturaleza intratable de las discusiones sobre valores, y de la diferencia radical entre estas y las desavenencias sobre los hechos se apoya a veces en una argumentación curiosamente circular. Creo que fue Alan Gewirth le primero en darse cuenta de esto. Cuando decimos que todo el mundo está de acuerdo sobre alguna proposición física, sabemos muy bien, si limpiamos nuestra mente de hipocresías, que “todo el mundo” es una mera figura retórica. Un inmenso número de gente habrá oído hablar del tema, pero entre quienes lo han hecho, solo una minoría es realmente competente para formarse una opinión; el resto lo acepta por autoridad. […] Pero cuando se trata de una cuestión de juicio práctico, algunos filósofos nos querrían hacer pensar que la opinión de cualquiera o la de todos debe ser encuestada por igual; debemos consultar a los seguidores de la Ciencia Cristiana, a los azandes, a los habitantes de las islas Trobriand, a Herr Hitler, al viejo Tío José Stalin y a todos. No es en absoluto sorprendente que el resultado de la encuesta sea muy distinto cuando se encueste a un grupo diferente de personas.
A esto se replicará que el recurso a una población diferente para la encuesta de opinión se justifica porque en moral, a diferencia de hecho o de las matemáticas, no hay expertos o autoridades; cada hombre tiene tanto derecho a opinar como cualquier otro. Pero ¿cómo sabemos esto? ¿Porque las cuestiones morales son radicalmente distintas de las cuestiones factuales? Si esta es la respuesta, las supuestas diferencias entre los desacuerdos moral y teórico van a ser las que justifiquen las diferentes maneras de hacer una encuesta de opinión; pero entonces nos estaremos moviendo en un círculo vicioso por emplear los resultados de las diferentes encuestas de opinión para apoyar la tessis de que el desacuerdo moral es menos resoluble que el teórico.
Por lo que respecta a la tesis de que no hay expertos morales: nosotros juzgamos muy comúnmente que A es un tonto que no sigue más que sus propios consejos, o, lo que es equivalente, que sigue el consejo de amigos lisonjeros que le recomiendan hacer cualquier cosa que él quiera hacer. [...]

(Las virtudes, EUNSA, pp. 51 y 52)

Comentarios de un amigo a la entrada anterior

En la entrada anterior contaba que un amigo (J.) me había hecho la reflexión de que era preferible votar a partidos pequeños o con voto nulo, antes que no votar. Me ha escrito unas reflexiones-comentarios referidos a mi entrada, y me ha autorizado para que los publique aquí. Os copio estas reflexiones de J.:


Hay varias cosas que comentar.
1º ¿Qué es esto de lo que predican algunos indignados? Somos miles de personas los que llevamos pensando así desde hace años. Los indignados parece que se han caído del guindo ahora y también opinan así. Pues enhorabuena para ellos. Pero no puedes hacer ver que esta es una postura de ellos como si se les acabara de ocurrir después de sentarse en las plazas.

¿dónde está la contradicción entre ir a votar y ser mejor persona? Yo dedico todos los días de mi vida a reflexionar y a intentar ser mejor y eso no me impide ir a votar. Precisamente, creo que en este caso ir a votar es ser mejor persona. No en cualquier circunstancia. Pero en estas elecciones en concreto sí.
Pongamos por ejemplo. Hay elecciones al Senado. Es evidente que no pienso votar porque es un órgano inútil y sin relevancia ni significación ante el que la mejor protesta es obviarlo (No voy a hacer aquí una crítica del mismo). Pero también las hay al Congreso y ahí sí hay significación, por eso a esas SÍ voto.

¿“Quien crea que el sistema no le representa legítimamente”? Pero ¿y quién cree que le representa legítimamente? Si es que no es un problema de creencia o de fe. Es un hecho jurídico y político objetivo. A ti el sistema te representa legítimamente quieras o no. Como representa al tío que está en coma. Al enfermo terminal, al preso, al yonqui que está en el más allá,…La gracia de este sistema es que mientras no tenga un rechazo explícito es legítimo y te representa aunque te vayas de anacoreta al fondo de una cueva.

4º ¿Porque hay veces que hay que votar y veces que no? Sencillo, no todas las elecciones/votaciones son iguales. La posición maximalista de “el sistema no me gusta, no es justo, no va conmigo, no me representa, no voto,…” ¿Nunca? No sirve. La gracia del sistema precisamente es que quieras o no, estás en él y dándole legitimidad. Todas las opciones están incluidas y al sistema le valen.
No es cierto que una abstención alta haría cambiar el sistema. Es la utopía de los que se abstienen “ese mundo feliz en el que todo cambiará porque todos o muchos nos abstendremos”. Eso ya ha ocurrido y no se han anulado las elecciones. En USA (gran democracia) es habitual casi un 50% de abstenciones. En España hay cientos de comicios a ayuntamientos con más del 50% de abstención. Y no de poblaciones menores. Preguntadle a Álvarez del Manzano lo a gusto que gobernó con mayoría absoluta la alcaldía de Madrid; ni más ni menos que la capital de España.
También hay ejemplos cercanos Preguntad a Merkel, Sarkozy y Zapatero lo contentos que se pusieron cuando los españoles no fuisteis a votar el referéndum para la Constitución europea. Ese 70% de abstención es lo que les está legitimando para hacer lo que están haciendo ahora. Así, mientras que YO todavía puedo decir con la cabeza alta que les dije explícitamente que NO. En cambio, los abstencionistas son cómplices de los desmanes actuales porque cuando se les preguntó directamente si querían tener un sistema ultraliberal miraron para otro lado. Porque claro… como ellos no participan… Voîlà la consecuencia de su abstención antisistema. Todo por no saber discernir cuando hay que votar o cuando no, y a quién.

5º La abstención es muy interesante como reflexión filosófica. Pero también es interesante reflexionar sobre la consecuencia de nuestros actos. Hoy por hoy con un sistema en el que participas SÍ o SÍ, tu voto/abstención tiene consecuencias. Y la consecuencia hoy por hoy de la abstención tiene un nombre “colaboracionismo”. El sistema está ahí y para todos, votemos o no. Por tanto abstenerse no es igual a no participar del sistema. Es otra opción más que cuenta. Y además en este caso y con estas leyes cuenta muy favorablemente para el sistema.

6º ¿La abstención el fracaso de la democracia? Veamos. Desde un punto de vista formal idílico de ciudadanos libres la abstención sí es el fracaso de la democracia. Pero es que no estamos en la república de los filósofos. Estamos en España 2011. La abstención no solo no es el fracaso. En este tipo de democracia capitalista de partido doble, la abstención es un pilar fundamental. Es necesaria. Es la que sirve para crear mayorías, dar gobernabilidad y estabilidad al sistema. Es la forma de que la gente no luche, pero tampoco participe en gobernarse. Esto está ya estudiado por los politólogos. El sistema en España, USA, UK, etc… está hecho para que unos cuantos os abstengáis. En los sistemas presidencialistas de segunda vuelta como Francia o Iberoamérica el mecanismo es llevar el presidencialismo a la segunda vuelta entre dos. Los mecanismos legales son variados, por eso en cada país y en cada elección la postura a tomar debe ser distinta.
El fracaso de las democracias en general es que la ciudadanía “no participe”, y eso es intrínseco a los sistemas occidentales que ya están hechos para que no participemos. Porque participar no es votar. Participar es estar informado, reflexionar, proponer, protestar. Votar es como mucho un 1% de lo que es participar en una democracia. Porque el voto no arregla nada, no es útil más que como testimonio de una situación. (Si votar sirviera para algo ¿crees que nos dejarían votar?) El sistema esta hecho solo para que haya elecciones, es decir para que haya un 1% de democracia. Pero ese 1% que no sirve para casi nada más que para que cada 4 años podamos expresar dentro de la ley nuestro rechazo. En unas elecciones normales no importaría demasiado manifestar el rechazo, pero es que estas no son normales. Hay mucho en juego.

Por favor. De verdad no te creerás en serio que los políticos están todos de acuerdo de verdad en decir “vota”. Eso es como cuando dicen que van a acabar con el paro o a defender la Constitución. Son frases hechas obligadas dentro de la liturgia del sistema. Eso no lo puedes usar como argumento en serio.

8º Claro que con más partidos habría más pluralidad. Y ellos dirían que la democracia esta sana. También sabemos que los partidos pequeños podrían corromperse. Pero tú te pones la venda antes de la herida: “como pasaría eso entonces paso de votar”. No; la opción es reflexionar día a día, hoy votar, y el día de mañana cuando pase eso (si pasa) seguir reflexionando, denunciándolo y quizás votando.
9º Si además eres una persona más o menos informada e instruida, y por tanto, consciente de que tu abstención/voto (a quien sea) es utilizado por el sistema aunque sea sin tu consentimiento, lo coherente es actuar de la manera que más oposición suponga. Recuerda lo de B. Brecht. “Cuando la policía (sistema) sin razón viene a por mi vecino yo no digo nada (me abstengo) porque yo no tengo nada que ver (no estoy dentro del sistema)”. ¡Vaya postura! “Hasta que un día vinieron a por mi”. Eso es lo que pasa hoy el sistema está dando vueltas de tuerca muy fuertes y en cualquier momento el damnificado puedes ser tú que te estás absteniendo porque no te representa este sistema. Por eso la oposición más útil hoy por hoy es votar un partido minoritario con opciones a tener diputados pero que no vayan a gobernar (vease BNG, IU, Equo, ERC, UPD, Bildu o como se vayan a llamar esta vez,). Si votar a alguno de estos supone mucha indigestión la siguiente opción es votar nulo. Votar en blanco (a no ser dentro de una lista que ahora las hay) y abstenerse es apoyar al partido mayoritario (léase partido de gobierno: PP, PSOE, PNV, COCA o Convergencia). Esta es la consecuencia de nuestros actos.

10º La bonita reflexión de que tenemos que luchar contra nosotros mismos está muy bien. Pero te olvidas de una cosa. Este sistema no está aquí porque lo hayamos elegido libremente. No lo hemos colocado libremente unas personas de baja catadura moral y que hemos reflexionado poco. (Así que cuando reflexionemos la mayoría y nos miremos dentro se arregla). Es verdad que en la sociedad abunda la baja catadura moral y que es tan baja en los ciudadanos como en políticos y banqueros. Pero no puedes olvidar que el sistema está colocado por la fuerza y que esa fuerza es responsable de que tengamos tan baja catadura moral. Así, cada vez que puede peligrar el sistema emplea la fuerza. Fíjate que digo fuerza y no violencia. Para imponer un sistema por la fuerza no hace falta recurrir a la violencia. Y esa es la gracia de este sistema, que solo recurre a la violencia en la lejanía (Libia; Irak) o de forma indirecta mediante coacción (ej: contratos precarios) y nos hace creer que somos libres porque podemos comprarnos un coche o navegar por Internet.
A lo largo de mi vida no creo que me haya cruzado con 50 personas a las que pueda considerar realmente libres. Y sin embargo todos estamos en el sistema por igual. Los que somos libres y los que siguen con la moral del esclavo Tú te colocas por encima en una posición de ciudadano libre que reflexiona libremente desde su comodidad burguesa. Pero tienes el deber moral de expresar tu queja y denunciar. Ese deber no es por ti mismo que ya eres libre, es por todos aquellos que no son libres y que también están votando o absteniéndose cautivos y sin enterarse.
Tú propones la reflexión individual. Correcto. Pero no solo. Los procesos políticos son sociales. Yo creo que la reflexión que tú propones está muy cerca del liberalismo anglosajón que da a los individuos gran capacidad como si todos fueran libres. Y estás olvidando que éstos en su mayoría no son libres. Según tú el día 20 mejor quedarnos en casa reflexionando libremente como ser mejores personas. Así el día 21 todos seremos mejores y acabaremos poco a poco con esto. Esa libertad individualista que tú propones la puedes seguir teniendo el día que estés en la cárcel. Piensa que, aunque 20 reflexionen y se hagan mejores personas, el sistema que actúa mediante fuerza, va más rápido y ya tiene otros 20 mil cautivos nuevos con los que poder perpetuarse.

Resumiendo es tu deber reflexionar, y hacer reflexionar a los de tu alrededor; y para ello nada mejor que llamar su atención. Llamarás más su atención si el día 21 hay 4 diputados de un partido pequeño que si te has abstenido. Eso no quiere decir que creas que el sistema representa legítimamente tu voluntad. Ni siquiera que ese pequeño partido al que has votado te represente en un cien por cien.
No digo que la solución siempre sea votar ni que haya que votar en todas las elecciones. Pero sí en estas como punto de partida. Habría que hacer más cosas pero es evidente que la gente está dispuesta a ir más lejos, entre otras cosas porque no es libre.
Lo que se está jugando aquí no es el empleo, la crisis económica o la corrupción.
Estamos en una década histórica para la sociedad occidental. Un momento en el que no hay que perder ni una oportunidad de mostrar el rechazo:
Aunque esté todo perdido siempre queda molestar” Desde luego a mi nunca me podrán acusar de ser cómplice de este sistema por haber mirado hacia otro lado. Cada vez que puedo expreso mi rechazo de la forma que más conviene a cada situación

Pd: Ya a finales de los ochenta y primeros noventa Julio Anguita desde IU y en el Congreso proponía repartir empleo y sueldos. (pero tú no votabas) No se lo han inventado en Alemania con esta crisis. Lo que pasa es que era más fácil entonces oir a los del PSOE hablar de la “pinza” y de que quería pactar con Aznar y gilipolleces semejantes, que anticiparse a lo que tarde o temprano iba a llegar: la crisis. Mientras veinte años de Solbes-Rato-Solbes de ilusión. Si hasta decían que alcanzaríamos el pleno empleo.

Pd 2: Te lo he mandado cada vez que hay elecciones pero veo que no te acuerdas de como funciona el reparto de escaños. Los nacionalistas periféricos en España no están sobrerrepresentados. Los que están sobrerrepresentados son PP y PSOE en unos 15 o 20 diputados de más a costa de partidos como IU, los Verdes UPD o en su día el CDS. Si no estuvieran sobrerrepresentados PP y PSOE, los partidos autonomistas nunca habrían tenido el poder que tienen. Pero la culpa no es de ellos que sí están en sus números reales, es del sistema que defienden PP y PSOE.

domingo, 13 de noviembre de 2011

El 20-N no votes: utiliza el día para algo útil, como empezar a ser mejor persona

Un amigo mío piensa que, si no nos gusta la situación política, deberíamos hacer lo que predican algunos indignados: votar a pequeños partidos o votar nulo. Con eso fastidias a los grandes. Todo menos la abstención, que es, dicen, un signo de conformismo medio-burgués. Tenemos que luchar contra los que están arriba, robando a espuertas: los mercaderes y sus títeres, los políticos.

Yo, en cambio, pienso que contra los que tenemos que luchar es contra nosotros mismos, que los de arriba no tienen cualidades morales peores que los de abajo: simplemente tienen acceso a más posibilidades de defraudar al resto; y que la abstención es la única alternativa legítima para quien crea que el sistema no le representa intrínsecamente, como es mi caso.

¿Alguien puede aportar argumentos para sacarnos, a uno de los dos o a los dos, del error?

lunes, 17 de octubre de 2011

Razones y deseos. El realismo moral de Derek Partif

En su gran libro (grande en todos los sentidos) On what matters, Derek Parfit trata diversas cuestiones éticas. Una de ellas es su amado problema de la racionalidad moral. ¿Qué razones tenemos para actuar? ¿De qué tipo de razones hablamos en ese caso?



Somos seres que tenemos razones, razones tanto para creer como para hacer. Los hechos, cómo son las cosas, nos dan razones. Pero ¿qué relación hay entre las razones que hay para (creer o preferir y hacer) algo y nuestra creencia en que tal o cual es una (buena) razón para (creer o preferir y hacer) algo?

Tanto en el ámbito del conocimiento como en el de la decisión y la acción, hay quienes defienden que las razones para (creer o preferir) algo no tienen más remedio que reducirse a nuestras creencias. Llamemos a estas teorías “internalistas” o subjetivistas. En la versión más cruda y valiente (y consecuente) el internalismo dice que no hay más razones para creer algo o preferir algo que las que uno cree que lo son. Al fin y al cabo (este es el principal argumento internalista o subjetivista) nadie va a creer o elegir jamás aquello para lo que no “vea” (crea) que hay mejores razones.
El intermalismo o subjetivismo es mucho más corriente en el terreno de lo ético-político (en lo “práctico”) que en el de la epistemología, aunque no por fuertes “razones”. Por supuesto, uno puede decir que el internalismo debe ir unido a que el sujeto tenga toda la información relevante (aunque ya en la palabra “relevante” hay una trampa del internalismo, porque ¿qué es relevante más que lo que uno crea que lo es?). Pero, en último extremo, un sujeto perfectamente informado, solo tiene razones para creer y hacer aquello que el cree que justifica esas creencias y elecciones. No puede haber razones para que él crea algo y que sin embargo él, estando bien informado, las rechace. Es decir, no habría verdaderas razones imparciales. En el terreno moral, eso significa que no hay razones, objetivas e imparciales para considerar buena una acción.

A las teorías que reducen la justificación de las preferencias a meramente los deseos del que hace la preferencia, Parfit las llama “Basadas en deseos”, o internalistas. Las teorías que, al contrario, piensan que hay razones no subjetivas, externas a lo que crea o no tal o cual sujeto, para preferir algo, Parfit las llama “Basadas en Valores”.

Parfit cree que todas las teorías subjetivistas, “Basadas en deseos” (BD en adelante), están equivocadas, y que hay que defender alguna versión de teoría “Basada en Valores” (BV).

¿Por qué entonces, se pregunta, están tan extendidas las teorías BD, el internalismo? Parfit aduce diversas posibles causas. Una es que las teorías BD y las BV coinciden mucho a la hora de hacer propuestas de qué deberíamos preferir. Lo que pasa es que, para el internalismo o BD esto no puede pasar de ser un hecho psicológico o antropológico. Esto significa que el internalismo no distingue (no puede) lo normativo de lo fáctico: es un hecho que solemos preferir tales cosas, pero no hay razones imparciales y objetivas para ello: es una mera contingencia.

Otra razón es que hay un sentido trivial en que el internalismo es verdadero: todo lo que creemos tener razones para hacer es lo que creemos tener razones para hacer. Pero esto escamotea el verdadero asunto, que es cuáles son las razones últimas para nuestras creencias. ¿Creemos que la justificación última de nuestras creencias es, nada más que son las creencias en que creemos? ¿No tenemos razones, además de para actuar, para tener razones?

Hay que distinguir entre deseos instrumentales y deseos finales o télicos. Toda cadena de deseos instrumentales tiene que acabar en un deseo final. No es cierto, como creen algunos, que el deseo final sea siempre alguna forma de placer, pero aunque lo fuese, no significaría que esa fuese la razón por la que deseamos ese fin.

Según las teorías que basan la elección y la acción en los deseos (BD) todas nuestras razones las proveen los hechos que pueden satisfacer nuestros actuales deseos. No podemos tener ninguna razón BD de ser felices en el futuro sino como medio para satisfacer nuestro deseo actual. Nuestro querer la felicidad como un fin no puede darnos una razón para querer la felicidad como un fin. Los deseos no se auto-sustentan. Sólo nuestros deseos presentes dan valor a los demás. En las teorías BD las razones implican motivaciones, y sólo nuestros deseos presentes pueden motivarnos.
Esto implica, por ejemplo, que, aunque estemos perfectamente informados, si no tenemos un actual deseo de evitar una tortura futura, no tenemos razones para evitarla. Contestar, como hacen algunos internalistas, que nadie tiene tales deseos (por ejemplo, sufrir mañana) no explica por qué razones nadie los tiene. Es un mero hecho contingente, no basado en alguna razón. Además es falso que nadie los tenga: a los que tienen deseos de ese tipo los consideramos enfermos mentales. Pero, aunque no los hubiese, podría haberlos. Luego las teorías internalistas o subjetivistas no parecen evitar el resultado, muy anti-intuitivo, de que una persona no tiene verdaderamente, independientemente de que ella lo crea o no, razones para evitar un dolor futuro.

Las teorías BD suelen insistir en el importante matiz de que es preciso estar bien informado y haber deliberado racionalmente. Pero, dice Partif, esa tesis es es ambigua. Si se interpreta normativamente, es decir, que, si una persona deliberase adecuadamente, necesariamente tendría razones para evitar ese sufrimiento, entonces esta tesis coincide con lo que sostiene las teorías Basadas en Valores y objetivistas (BV): hay razones sustantivas para preferir algo, y el sujeto puede no conocerlas, pero si las conoce no puede ignorarlas.

Las teorías BD sólo pueden tomar la tesis de la buena-información como racionalidad procedimental, no como télica o final, pues según BD no podemos tener razones para tener deseos. Luego debe sostener que tras deliberación racional nadie tiene deseos de agonía futura. Esta, repetimos, es una cuestión de hecho, seguramente falso (al menos imaginablemente). Pero, lo que es esencial, no es una cuestión normativa. Para las teorías BD ningún futuro puede ser bueno o malo por implicación racional, imparcial.

Algunos partidarios de teorías BD definen de otra manera lo bueno. Así Rawls dice que bueno es para uno lo que es para él el mejor plan de vida (todo ello, claro, tras deliberación racional). Esta teoría es muy compartida, pero también ella reduce a meramente psicológico lo bueno para cada uno. Su único momento normativo es el procedimental. Aún en el caso de un ser idealmente racional, acepta Rawls, no se puede inferir nada acerca de sus preferencias. No hay razones para fines. Tras una total deliberación alguien podría, pues, elegir una vida consistente en contar la hierba, o en sufrir dolores continuos. No sirve de nada objetar, como hacen algunos subjetivistas, que esto es poco realista. Nuevamente se confunde una cuestión fáctica con una cuestión de razones. Estamos discutiendo de si existen razones para que una persona no tenga como plan de vida comer hierba o sufrir dolores. Según las teorías BD, no hay tales razones.

Nótese que Rawls, o cualquier otro, no puede sustituir su tesis por una que diga que la persona examinará qué le interesa, porque una teoría BD no puede considerar intereses objetivos. Muy a menudo el internalista intenta colar de contrabando algún concepto normativo (tales como relevancia, interés) para impedir el paso a las consecuencias contra-intuitivas de su teoría. En BD, insiste Parfit, no hay razones para querer que nuestra vida (o la de otros) sea feliz o cumpla otros buenos fines. Tampoco hay razones para tener preferencias últimas.

Algunos defensores de teorías BD apelan a que Debe implica Puede y argumentan que, dado que no podemos hacer algo si no lo deseamos, para que tengamos razones para hacer algo es necesario que la deliberación cause nuestra motivación. Pero, dice Parfit, además de que debemos rechazar la premisa de que no podemos hacer algo sin motivación, cuando estamos motivados eso no quiere decir que actuemos según dicen las teorías BD más bien que según dicen las teorías BV.

Muchos de los que aceptan teorías BD, señala Partif, lo hacen porque son naturalistas y creen (con razón) que las teorías objetivistas suponen principios normativos irreducibles, lo cual es inaceptable para un naturalista. En cambio los deseos les parecen reducibles a psicología.

Pero el naturalismo, dice Parfit, es un error. Sin entregarse a defender exhaustivamente esta tesis, hace notar que si realmente no hubiese principios normativos para hacer algo tampoco los habrá para creer algo. Por tanto no será verdad que debemos aceptar el naturalismo. Si es posible argüir racionalmente acerca de si el naturalismo es verdadero, entonces el naturalismo debe ser falso. Si el naturalismo es falso debemos aceptar alguna teoría objetivista, BV, acerca de la razón práctica. Si podemos tener razones para creer algo y para hacer algo, debemos tenerlas para desear algo.

Simpatizo plenamente con la crítica de Partif a los subjetivismos y naturalismos éticos. Aún queda el problema de justificar de alguna manera (más allá, quizá, de mostrar las anti-intuitivas consecuencias de esas teorías) que algunos fines son objetiva e imparcialmente (y normativamente) mejores y, por tanto, preferibles, incluso aunque no sean a veces preferidos. 

sábado, 1 de octubre de 2011

Los tontos al poder

En el ayuntamiento de mi pueblo, la nueva "corporación municipal" (¿de qué partido político?) se ha visto obligada a reducir drásticamente todas las partidas. Eso fue lo segundo que hicieron. Lo primero fue subirse el suelo. Una vecina preguntó el otro día, a alguno de ellos, cómo podía ser eso, y el buen hombre le contestó que, aunque efectivamente han subido el sueldo del alcalde y los concejales, el gasto en conjunto es menor porque han despedido a varias personas que trabajaban para ellos, como secretarias, etc. Y se quedó tan ancho.
¿No es esto una demostración infalible del intelectualismo moral?

jueves, 7 de julio de 2011

Dinero, poder y límite

Hay la tentación de describir lo que hoy pasa en la política diciendo que lo que pasa es que quien manda es el dinero, o su deseo (el deseo de él, en los dos sentidos, objetivo y subjetivo, de ese “de”). Se habría subvertido el orden de las prioridades políticas (o ético-políticas). Vivimos bajo una plutocracia. Pero esto, pese a ser tan claro, o precisamente por ello, es también muy oscuro. ¿Realmente hay gente tan ofuscada como para no pensar más que en el dinero? Y ¿cómo puede ser que estos pobres diablos dirijan a todos los demás, o sea, a una gran mayoría de personas sensatas que saben que las cosas verdaderamente valiosas apenas se pueden decorar, no digamos ya comprar, con una tarjeta de crédito? ¿Cómo puede ser que el poder lo tenga el dinero?

Acabo de releer un texto de Aristóteles (Política, 1257a y siguientes), en que el Filósofo se encarga de eso, del dinero, y especula sobre la especulación: sobre su nacimiento y su causa o principio, y sobre su “malversación”, sobre su inflación moral. Antaño, historia Aristóteles, fue el trueque, pero cuando creció la sociedad (lo cual era bueno) hizo falta un valor intermediario, algo que tuviese el valor de recorrer las distancias que había entre las cada vez más alejadas cosas producidas e intercambiables. Entonces:

    Se convino en dar y recibir en los cambios una materia que, además de ser útil por sí misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales de la vida; y así se tomaron el hierro, por ejemplo, la plata, u otra sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se fijaron desde luego, y después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se las marcó con un sello particular, que es el signo de su valor.

Este es el uso correcto, natural, domesticado, del dinero. Para eso vino al mundo, para facilitar el intercambio, es decir, el cambio en que no se gana ni se pierde, en que se mantiene igual no sólo la cantidad total de riqueza o valor material, sino también su distribución según los méritos y el trabajo. Pero el dinero no se conformó con ser un correveytráelo, sino que quiso dar a luz algo, producir: todas las cosas, en la medida de su perfección, desean reproducirse. ¿Por qué el dinero no iba a ser algo? ¿Acaso no había que trabajarlo?:

    Con la moneda, originada por los primeros cambios indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de adquisición excesivamente sencilla en el origen, pero perfeccionada bien pronto por la experiencia, que reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y fuente de ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de adquirir tiene principalmente por objeto el dinero, y cómo su fin principal es el de descubrir los medios de multiplicar los bienes, porque ella debe crear la riqueza y la opulencia.

Algunos se dieron cuenta de que se podía producir (mucho) de no producir (nada). La crematística (mal llamada, en nuestros crematísticos tiempos, “economía”) es completamente diversa (aunque, como veremos, completamente semejante) a la (auténtica) economía, porque toma como fin lo que es puro medio. Su fin es el medio, el medio de los medios. Pero, claro, un mero medio es algo en sí vacío, que sólo puede recibir su valor de un fin. Así que, pese a las apariencias, el dinero no vale nada:

    Esta es la causa de que se suponga muchas veces que la opulencia consiste en la abundancia de dinero, como que sobre el dinero giran las adquisiciones y las ventas; y, sin embargo, este dinero no es en sí mismo más que una cosa absolutamente vana, no teniendo otro valor que el que le da la ley, no la naturaleza, puesto que una modificación en las convenciones que tienen lugar entre los que se sirven de él, puede disminuir completamente su estimación y hacerle del todo incapaz para satisfacer ninguna de nuestras necesidades. En efecto, ¿no puede suceder que un hombre, a pesar de todo su dinero, carezca de los objetos de primera necesidad?, y ¿no es una riqueza ridícula aquella cuya abundancia no impide que el que la posee se muera de hambre? Es como el Midas de la mitología, que, llevado de su codicia desenfrenada, hizo convertir en oro todos los manjares de su mesa.

El dinero está, por naturaleza, sujeto al sujeto, o a los sujetos políticos: a quien le de valor. El dinero es vano, depende de nosotros… Ahora bien, ¿es esto realmente así, incluso en el aristotelismo? En cierto modo sí, pero también en cierto modo no. Las cosas, según Aristóteles, tienen un valor por naturaleza. No está en nuestra mano darles tal o cual valor. Está en nuestra mano equivocarnos o acertar con el valor que ellas tienen. Pero, si es así, el dinero debe heredar de las cosas ese valor: no le podemos dar el que “nos de la gana”. Al fin y al cabo, el dinero vale para algo, tiene un fin, y por tanto, una dignidad. Es cierto que, al no tener él un valor por sí mismo, el error en la asignación (o reconocimiento) de lo valioso que es, se puede duplicar. Podemos equivocarnos en que tal cosa tenga valor (y por tanto sea un fin deseable), y también en que tal medio sea el (más) apropiado para conseguirla. Pero ¿por qué iba a ser completamente arbitraria la valoración del dinero? Además, muchas otras cosas están en una situación semejante, no son puros fines, sino medios. ¿Qué persona, dentro del engranaje de la economía, trabaja en fines puros? ¿Quizá el agricultor? Pero no ya el envasador.

Convengamos, en todo caso, con Aristóteles en que el valor del dinero estará sujeto al valor que hayamos de conceder a las cosas por sí valiosas. Quien tenga dinero no tendrá aún nada que comprar con él, hasta que se le asigne precio a las cosas. En caso extremo, una sociedad rigorista, puede llegar a quemar todo el dinero. Esto quiere decir que, pese a lo que parecía, nadie, por muy loco que esté, puede valorar el dinero por sí mismo:

    Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y el origen de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y la adquisición naturales, objeto de la ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El comercio produce bienes, no de una manera absoluta, sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que son precisos por sí mismos. El dinero es el que parece preocupar al comercio, porque el dinero es el elemento y el fin de sus cambios; y la fortuna que nace de esta nueva rama de adquisición parece no tener realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar sus curas hasta el infinito, y como ella todas las artes colocan en el infinito el fin a que aspiran y pretenden alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos, los medios que les conducen a su fin especial son limitados, y este fin mismo sirve a todas de límite. Lejos de esto, la adquisición comercial no tiene por fin el objeto que se propone, puesto que su fin es precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero si el arte de esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los tiene, porque su objeto es muy diferente. Y así podría creerse, a primera vista, que toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente límites. Pero ahí están los hechos para probarnos lo contrario: todos los negociantes ven acrecentarse su dinero sin traba ni término. Estas dos especies de adquisición tan diferentes emplean el mismo capital a que ambas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene por objeto el acrecentamiento indefinido del dinero y la otra otro muy diverso.

Una cantidad infinita de dinero puede ser nada, mientras no reciba límite y medida. Es lo que le pasa a todo lo indefinido, según los griegos, a la pura cantidad sin orden. Necesitamos, como dice el Extranjero en el Político, una metrética, una ciencia de la medida de lo valioso. Curiosamente, hay gente que, ignorando eso, se dedican a acumular, y lo hacen exponencialmente. Pero, ¿cómo puede ser que alguien haya llegado a confundir un mero medio con un fin? Los “especuladores”, en cuanto tales, tienen que tener un completo desconocimiento (o, mejor -por más paradójico-, tienen que tener una absoluta falta de conocimiento) del valor de las cosas. Porque, ¿cómo quieren vivir? ¿Qué piensan sacar del dinero? Algún otro fin tienen que tener, porque el dinero ni se come, ni abriga, ni sirve, en sí mismo, para nada natural.

Aquí viene la otra parte de la explicación, casi inconsistente con lo anterior. Los especuladores son gente que vive para satisfacer su deseo de placeres corporales, que, como se sabe, son ilimitados (como la propia crematística) y costosos (lo que es la media naranja de la crematística). Aquí está el casamiento:

    Esta semejanza ha hecho creer a muchos que la ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y están firmemente persuadidos de que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso preocuparse únicamente del cuidado de vivir, sin curarse de vivir como se debe. No teniendo límites el deseo de la vida, se ve uno directamente arrastrado a desear, para satisfacerle, medios que no tiene. Los mismos que se proponen vivir moderadamente, corren también en busca de goces corporales, y como la propiedad parece asegurar estos goces, todo el cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde nace esta segunda rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de una excesiva abundancia, se buscan todos los medios que pueden procurarla. Cuando no se pueden conseguir éstos con adquisiciones naturales, se acude a otras, y aplica uno sus facultades a usos a que no estaban destinadas por la naturaleza. Y así, el agenciar dinero no es el objeto del valor [valentía], que sólo debe darnos una varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte militar ni de la medicina, que deben darnos, aquél la victoria, ésta la salud; y, sin embargo, todas estas profesiones se ven convertidas en un negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si todo debiese tender a él.

Al fin resulta que las personas que se dedican principalmente a la especulación crematística (o sea, todos, en alguna medida) no es que, como Midas, hayan tomado un mero medio por un auténtico fin, sino que tienen fines que, de por sí, carecen de límites. No saben vivir bien y como es debido. Se dedican meramente a vivir. Presuntamente, las necesidades propias de una vida decente y sabia son pocas, y necesitan pocos medios. Sobre todo, quien sabe vivir no piensa en los medios más que en los fines, y sólo contempla fines que tengan fin, o sea, que tengan límite, medida, orden. El sabio vivirá conforme a la medida de la razón, no conforme a la “razón” del dinero.

Hay que notar cómo lo que Aristóteles (siguiendo en esto a Sócrates y Platón, y precediendo a estoicos y epicúreos) considera vivir bien o saber vivir o vivir como es debido –para ser feliz y realizarse- es justo lo contrario de lo que la gente, entonces y ahora, suele llamar vivir bien. La gente llama malvivir o sobrevivir a lo que Aristóteles llama vivir bien; y Aristóteles dice que quienes se toman molestias en acumular dinero para intentar, al fin y al cabo, llenar el tonel sin fondo de los deseos, es que se dedican sólo a vivir (un poco “como cerdos”) y no a bien-vivir. Y así es como algunos filósofos se ven tentados a caer en una infravaloración del dinero, como algo propio de ignorantes, pero sin peso ético y político.

Todo esto es, a la vez, evidente y muy oscuro. Desde luego, si tuviesen razón esos filósofos (o esa tentación), los especuladores no serían un problema social importante: al que sabe-vivir-bien no le afectará gran cosa aquella ansia inmoderada de medios, que tienen algunos, para satisfacer ansias inmoderadas como fines. Sólo les afectará a ellos mismos, a los ansiosos. Y algo de razón solemos creer que hay en esto. Hoy muchos predican el “decrecimiento”, o, mejor sería decir, el crecimiento hacia el lado correcto (menos “consumistas”, más ecológico, etc.). Pero también tiene algo de muy dudoso. ¿Tiene toda crítica a la crematística que acabar con una alabanza del espartanismo? Pero, sobre todo, ¿es válido, moral y políticamente, ese desprecio “olímpico” del dinero, como si el dinero no tuviese nada que ver con la vida digna? ¿Son, entonces, los fines honestos (tales como, según los filósofos, el conocimiento, una buena organización política, una red de museos, una buena salud, etc.) cosas en sí baratas, con poca necesidad de medios (y, por tanto, de dinero)? ¿No es bestialmente evidente que mucha gente, que no tiene siquiera la posibilidad de elegir una vida digna y frugal (ya le ha sido asignada por el destino), muere de “desnutrición” en un mundo de opulentos especuladores?

Aristóteles nos recuerda algo muy sensato, pero muy difícil para el pensamiento moderno: no hay que confundir ni los medios con los fines, ni cuáles son nuestros fines propios. No hay que confundir, primero, la “economía” con el valor y fin de la vida (con la auténtica economía). No hay que confundir, segundo, la felicidad con la satisfacción.

Las dos confusiones tienen algo en común: son propias de un pensamiento de lo indefinido, un pensamiento que prioriza la cantidad sobre la calidad, la acumulación sobre el orden. Y las dos confusiones son propias de un pensamiento irracionalista de fondo, que cree que no hay nada racional que decir sobre fines adecuados, y la razón es una mera esclava contable de los deseos. Pero es necesario recordar que está en nuestra mano poner (o descubrir) orden en las prioridades morales y políticas; que, si hoy somos “esclavos del dinero” es porque somos esclavos en nosotros mismos; que si estamos perdidos en un “crecimiento” desordenado y sin límites, es porque creemos que nosotros mismos somos un magma de ansia indefinida.