sábado, 24 de diciembre de 2011

Elecciones vitales. Bajo el desvelo de ignorancia

Uno es un niño judío de unos ocho años. Sus padres llevaban unos meses preocupados por el camino que seguían los asuntos políticos. El führer de Alemania está tomando cada vez más descaradamente medidas de persecución contra los judíos y otros grupos (gitanos, homosexuales…). Los demás países se limitan a condenarlo de palabra, pero no hacen nada para evitarlo. Un día unos soldados cogen a este niño y a toda la familia y, sin darles explicación alguna y tratándolos como ganado, los meten en trenes atestados, los llevan a un campo de prisioneros, los distribuyen en grupos, los ordenan en filas, les obligan a desnudarse y los hacen entrar por diferentes puertas, en una los hombres, en otra, mujeres y niños para axifisiarlos con raticida y quemar después sus cuerpos.

Otro es un joven alemán, recién casado. Ha pasado los años de su juventud oyendo de sus padres que es un vago y que, en una situación como la que sufre Alemania, hostigada por todos y reducida a la pobreza, con todo el capital en manos judías, no podrá nunca formar una familia ni vivir dignamente. Su única salida (y que tampoco resultó fácil) fue entrar en el ejército. Ahora es respetado en casa, en la familia, entre los amigos, en la sociedad…, porque está participando en el destino de su nación, que por fin ha decidido tomar las riendas de su futuro y luchar valientemente contra todos los enemigos, empezando por ese cáncer que son los judíos. Pero las órdenes que está recibiendo últimamente no son nada fáciles de tragar, incluso drogado y borracho como se les permite estar para ejecutarlas: matar masivamente a miles de personas. La última orden le ha hecho pensar en el suicidio, y lleva días sin comer. Ni siquiera quiere pensar en el hijo que están buscando él y su mujer. Pero ¿qué puede hacer? Si no la ejecuta él, lo hará otro. Y él probablemente se condene a cárcel de por vida.

Otro es un individuo que, varios años después, en una sociedad en la que, de momento, no pasa nada parecido, lee sobre los destinos del uno y el otro. Según muchos testimonios de los campos de concentración nazis, cuando las cámaras de gas estaban demasiado llenas de personas, los soldados alemanes arrojaban a los niños directamente a los hornos crematorios. Sus gritos se oían “desde todas partes”.

Estás a punto de nacer, y tienes que elegir una de esas tres vidas. Cuando nazcas, se te olvidará la elección que has hecho. ¿Cuál de las tres vidas querrías que fuese la tuya?

jueves, 15 de diciembre de 2011

Mérito: una idea inmerecidamente bien considerada

A menudo se oye decir que debería tenerse en cuenta, más de lo que se tiene, el mérito de cada uno. En la educación o en el trabajo, por ejemplo, ha sido muy pernicioso (dicen los neojóvenes suficientemente espabilados) desatender el reconocimiento de los méritos en aras de una equivocada igualdad que solo sirve para dar cobijo a los vagos. En épocas de “crisis”, es decir, de estrés depredador y de lucha por la “supervivencia”, desde luego, este discurso viene por sí solo y resulta ser muy pregnante. No dudo de que estos próximos años lo vamos a tener hasta en la sopa en boca de nuestros salvadores liberales y católicos. Aunque la noción de mérito pueda tener alguna aplicación superficial, es, mirada un poco a fondo, una idea sin mérito alguno. Lo que voy a decir no es nada original, incluso debería resulta obvio (aunque quizá deberían resultar obvias también sus aporías). Me parece un hecho que nociones como Libertad, Mérito, y similares, están carentes de una reflexión profunda por parte de la ideología “liberalista” o “meritocrática” y similar.

¿Qué queremos decir cuando decimos que algo es mérito de alguien, que la persona P tiene el mérito (de) Q? Entiendo que queremos decir que hay que atribuirle a P la elección y la realización de Q (o tal vez siquiera la virtualidad de poder realizar Q), siendo Q algo bueno o positivo (cuando Q es algo considerado malo o negativo, al sujeto, P, se le atribuye una Culpa). Pero ¿qué significa “atribuirle”? Lo que queremos significar es que ha sido la voluntad de P, y solo ella, la que ha sido causa de Q. En los juicios morales, como lo son los juicios de méritos, se presupone que la voluntad es causa, tanto de elecciones como de las realizaciones de esas elecciones. Un mérito de uno es, pues, algo que uno HACE, algo de lo cual es causa la libre voluntad de uno. Pero ¿cómo podemos saber y determinar qué es lo que uno realmente hace, de qué es realmente causa la libre voluntad y solo la libre voluntad de uno? Es necesario, obviamente, discriminar qué es lo que realmente uno ha hecho de qué ha sido una mera coincidencia. Si alguien, por ejemplo, cruzando la calle sin mirar, es atropellado por un coche y, gracias a ello, un niño que jugaba un poco más allá salva la vida, eso no es un mérito del atropellado.

Lo que uno hace, lo hace dependiendo de dos cosas: de unas circunstancias, y de lo que uno es. Tanto las circunstancias de uno, como lo que uno es, pueden ser tales que no impidan la libre voluntad de uno, o bien podrían ser tales que sí lo hagan. Las circunstancias en que vivo pueden ser la ocasión de que yo decida hacer y haga esto o lo otro, o pueden ser tales que me impidan realizar e incluso elegir hacer ciertas cosas, en vez de otras.

Empiezo por las circunstancias. Si queremos atribuir cierto mérito a alguien (aunque sea a nosotros mismos) es imprescindible saber en qué medida las circunstancias en que vive y actúa le permiten o le impiden elegir y realizar ciertas cosas, en vez de otras. Es obvio que si tú y yo (o yo y yo) llevamos comida a nuestra abuelita, pero yo voy en taxi y tú (yo) tienes que atravesar un bosque lleno de lobos, no tenemos el mismo mérito cuando, todas las tardes, dejamos la comida en casa de la abuelita.

Pero no solo en el plano realizativo, sino en el electivo, las circunstancias pueden influir determinativamente en mi voluntad. Es obvio que si yo estoy perfectamente alimentado y aseado, si vivo en un entorno familiar tranquilo y amoroso, etc., mientras tú estás desnutrido o malnutrido, vives en un ambiente de violencia, etc., no tenemos la misma libertad para desear ciertas cosas en vez de otras.
(Si hay alguien que piense, en verdad, que las circunstancias solo pueden influir en la realización de mis elecciones, pero no en las elecciones mismas, debería explicar cómo es que no hay los mismos índices de delincuencia, fracaso escolar, etc., en todos los sectores sociales).

Por tanto, antes de emitir cualquier juicio de méritos, tendríamos que tener la completa seguridad de que las circunstancias en que uno vive, no determinan a uno en las elecciones y realizaciones que hace. Los pensadores liberales se han hecho, teóricamente, cargo de esto desde siempre, y han dicho que todos los sujetos deben tener las mismas oportunidades. Pero, desde luego, la práctica ha sido bastante diferente. Mientras existan herencias, escuelas de diferente nivel académico accesibles mediante nivel de ingresos familiares, etc., etc., todo juicio de méritos es una superchería. Ningún profesor actual, por ejemplo, está en condiciones de atribuir méritos a sus alumnos, porque ni siquiera conoce sus circunstancias vitales. Se limita a evaluar lo que sucede en clase, atribuyéndoselo íntegramente, en lo que a la moral se refiere, a la libre voluntad del alumno. Y lo mismo puede decirse en el ámbito laboral. Mientras no podamos ir los dos, tú y yo, en taxi a casa de la abuelita, o estudiar los dos en una habitación limpia y tranquila, con el apoyo amoroso de nuestros cultos progenitores, no hay lugar para juicio de méritos. Ahora bien, ¿cómo se llamaría a un estado que, antes de cualquier libre-competencia, garantizase a todos los ciudadanos la igualdad real de circunstancias? Seguramente los liberales anglosajones lo llamarían comunista. Quizá Finlandia es casi comunista, habida cuenta de que los ciudadanos-camaradas pagan un 50% de impuestos, y el número de escuelas privadas no llega al 1% y son todas igual de gratis…


Aparte de las circunstancias de uno, está lo que uno es. Ahora bien, ¿hasta dónde es mérito de uno lo que uno es? Existe una payasada capitalista que dice “yo me he hecho a mí mismo”. ¿¡Pueden ser lo mismo el creador y la criatura, salvo quizá en el caso de Dios!? Uno puede, en principio, haber hecho varias cosas de sí mismo. Puede, por lo general, amputarse una pierna, o puede hacerse una liposucción; puede dejarse barba; puede cultivar la memoria o ejercitar la paciencia. En principio. Porque hay ciertas cosas, precisamente las fundamentales a la hora de imputar responsabilidades o atribuir méritos, que uno no puede hacer de sí mismo, ni ha hecho. Uno no es el causante de su inteligencia (de ser una persona, en lugar de una oruga, ni de ser esta persona en lugar de aquella); uno no es el responsable de haber nacido con una “buena voluntad”, con un ánimo “emprendedor”, etc.

Se frères vous clamons, pas n’en devez
Avoir dédain, quoi que fûmes occis
Par justice. Toutefois, vous savez
Que tous hommes n’ont pas bon sens rassis;

Villon. Ballade des pendus

Si clamamos a vosotros, hermanos, no debéis
desdeñarnos, aunque fuimos muertos
por la justicia. En todo caso, sabéis
que no todos los hombres tienen buen sentido.

Mi conclusión es que la idea de mérito goza de un inmerecido reconocimiento. Solo tiene el dudoso mérito de ser piedra angular de la ideología y el sistema socio-depredador que disfrutamos desde que aparecimos en la tierra, más o menos. Merecería mucho más la pena hacer caso de las palabras del Logos hecho carne, que dijo lo de “no juzgues”, sabia verdad que, como es habitual, los sedicentes gestores de la Palabra, han invertido (en los dos sentidos –el espacial y el económico-) completamente.

Pero ¿cómo sería un mundo donde no hubiera juicios de méritos y de culpas, sino juicios sobre lo que debemos cambiar para ser más justos y felices?

martes, 6 de diciembre de 2011

¿Eugenesia o cacomanipulación?

En la última tertulia de las que suelo tener con jóvenes y no tan jóvenes en un café del pueblo, planteamos algunos supuestos imaginarios. Les he dado un poco de forma:

(Hijo y Madre conversan una tarde de domingo en el cuarto de estar. Fuera, llueve)

Hijo.- Pienso a menudo, mamá… ¡qué injusta es la vida! Veo a otras personas, triunfando en todo, guapos, ricos, inteligentes.... ¿Por qué yo he nacido tan malditamente inquieto e inútil para casi todo? Nunca he sido capaz de concentrarme mucho tiempo en nada. Cuando iba al colegio, a veces intentaba ponerme a estudiar, como algunos de mis compañeros. Pero no aguantaba un solo minuto. Como si me bullera la sangre. Mis profesores, y hasta vosotros a veces, creíais que lo que pasaba es que soy un vago. Pero no es verdad, ¡simplemente no podía! Aunque… un vago dirá lo mismo con su vagancia, que no puede evitarla… ¡Claro que peor es lo de mi hermana! Desde pequeña la he visto sufrir el desprecio o, cuando menos, la indiferencia de mucha gente, y estoy seguro que se debe a su obesidad. Su vida nunca puede ser tan feliz como la de otros. ¡Y ella sí que no tiene la culpa de cómo son sus tiroides! ¿Por qué nacemos como nacemos?

Madre.- Desde san Pablo hasta los calvinistas dicen que el Señor nos hace como quiere. A unos, buenos jarrones con decoraciones. A otros, piezas de barro casi inservibles. ¿Quiénes somos nosotros para pedirle cuentas? … Pero te voy a contar algo, algo que no sé si te va a gustar. Verás, cuando tu padre y yo fuimos a “planificación familiar”, dispuestos a tenerte, los médicos nos informaron de que ya había técnicas disponibles para evitar, mediante manipulación genética, que nacierais con propensiones a, por ejemplo, padecer hipotiroidismo, o hiperactividad. Tu padre y yo nos negamos a todo eso: no queríamos decidir cómo teníais que ser. No queríamos manipularos. ¡Que fuera como tenía que ser!

Hijo (tras un silencio).- ¿¡Cómo que “como tenía que ser”!? Nada tiene que ser de cierta manera. Vosotros mismos intervinisteis en muchas cosas. Decidisteis el momento de tenernos, con qué pareja nos ibais a tener… ¿Es que crees que la Naturaleza, o Dios, son más listos? ¡Pues mira lo que han hecho! No quiero juzgarte: tuvisteis vuestras razones. Pero yo no lo habría hecho así, y, si tengo hijos, no los condenaré a ser peores de lo que podrían serlo.

Madre.- ¿Peores, mejores? ¿Estás muy seguro de lo que es mejor o peor, como para decidir cómo debería nacer siendo una persona? ¿Quizá serías mejor y más feliz siendo como los que son ahora notarios? ¿Tu hermana sería mejor y más feliz siendo una modelo? Pues nosotros no teníamos nada claro qué era mejor. Fíjate. ¿Te acuerdas del hijo de nuestra vecina del quinto?

Hijo.- ¿El que está en la cárcel?

Madre.- Ese. ¿Qué te parece?

Hijo.- Me temo que sus padres también le dejaron de la mano de Dios, o a la mano de Dios, que es peor. Es un tipo muy violento. Siempre supe que acabaría así.

Madre.- Pues te contaré otra cosa. Sus padres sí aceptaron la “ayuda” médica para diseñarlo. Lo diseñaron para que fuese así, propenso a la violencia. La educación haría el resto. Sus padres decían “para que fuese luchador”. Tenían la idea de que se acercaban épocas difíciles, en las que solo prosperarían las personas agresivas. ¿Qué te parece?

Hijo.- Hicieron mal en hacerle agresivo, pero no en intervenir. Debieron hacerlo bueno.

Madre.- Tu padre y yo creíamos que no teníamos que hacerle, de ninguna manera. ¡Quién sabe si nos equivocamos!

viernes, 2 de diciembre de 2011

Ideas geniales sobre educación (Einstein)

"Detrás de cada triunfo está la motivación que constituye su fundamento y que a su vez se ve fortalecida por la consecución del fin del proyecto. Ahí residen las principales diferencias, esenciales para el valor educativo de la escueta. El mismo esfuerzo puede surgir del temor y la coacción, del deseo ambicioso de autoridad y honores, o de un interés afectivo y un deseo de verdad y comprensión, y por tanto de esa curiosidad divina que todo niño sano posee, si bien tan a menudo se debilita prematuramente. La influencia educativa que ejerce sobre el alumno la ejecución de un trabajo puede ser muy distinta, según provenga del miedo al castigo, la pasión egoísta o el deseo de placer y satisfacción. Y nadie sostendrá, creo, que la administración del centro de enseñanza y la actitud de los profesores no influye en la formación de la psicología de los alumnos.

Para mí lo peor de la escuela es que utiliza como fundamento el temor, la fuerza y la autoridad. Este tratamiento destruye los sentimientos sólidos, la sinceridad y la confianza del alumno en sí mismo. Crea un ser sumiso. No es extraño que tales escuelas sean comunes en Alemania y Rusia. Sé que los centros de enseñanza de este país están libres de este mal, que es el más dañino de todos; lo mismo sucede en Suiza y por cierto en todos los países con gobiernos democráticos. 

En cierto modo es fácil liberar a los centros de enseñanza de este grave mal. El poder del maestro debe basarse lo menos posible en medidas coactivas, de modo que la única fuente de respeto del alumno al profesor sean las cualidades humanas e intelectuales de éste.

El motivo que enunciamos en segundo lugar, la ambición, o dicho en forma más moderada, la busca de respeto y consideración de los demás, es algo que se halla muy enraizado en la naturaleza humana. Si no se diese un estímulo mental de este género, sería del todo imposible la cooperación entre los seres humanos. El deseo de obtener la aprobación del prójimo es, desde luego, uno de los poderes de cohesión más importantes de la sociedad. En este complejo de sentimientos, se hallan unidas de manera estrecha fuerzas constructivas y destructivas. El afán de aprobación y reconocimiento es un estímulo sano, pero el designio de ser reconocido como el mejor, el más fuerte o más inteligente que el prójimo o el compañero de estudios, conduce muy pronto a una actitud psicológica en exceso egoísta, que puede resultar dañosa para el individuo y la comunidad. Así, la institución de enseñanza y el profesor deben cuidarse de emplear el fácil método de fomentar la ambición personal para impulsar a los alumnos al trabajo diligente.

No pocas personas han citado en este sentido la teoría de la lucha por la vida y de la selección natural de Darwin como una autoridad para fomentar el espíritu de lucha. Hay quienes han intentado también demostrar de manera seudocientífica que es necesaria la destructiva lucha económica, fruto de la competencia entre los individuos. Esto es un error, pues el hombre debe su fuerza en la lucha por la vida al hecho de ser un animal social. Lo mismo que la contienda entre las hormigas de un mismo hormiguero impediría la supervivencia de éste, el enfrentamiento entre los miembros de una misma comunidad humana atenta contra su supervivencia.

Por consiguiente, tenemos que prevenirnos contra quienes predican a los jóvenes el éxito, en el sentido habitual, como objetivo de la vida. Pues el hombre que triunfa es aquel que recibe mucho de sus semejantes, por lo general mucho más de lo que corresponde al servicio que les presta. El valor de un hombre debería juzgarse en función de lo que da y no de lo que recibe.

La motivación más gratificante del trabajo, en la escuela, en la vida, es el placer que proporciona el trabajo mismo, el que ofrecen sus resultados y la certeza del valor que tienen estos logros para la comunidad.
Para mí la tarea decisiva de la enseñanza es despertar y fortalecer estas fuerzas psicológicas en el joven. Esta base psicológica genera por sí sola un deseo gozoso de obtener la posesión más valiosa que pueda alcanzar un ser humano: conocimiento y destreza artística.

Hacer surgir estos poderes psicológicos productivos es, por supuesto, más difícil que utilizar la fuerza o despertar la ambición individual, si bien tiene un mérito más elevado. Todo consiste en estimular la inclinación de los niños por el juego y el deseo infantil de reconocimiento y guiar al niño hacia dominios que sean beneficiosos para la sociedad; la educación se funda así en el anhelo de una actividad fecunda y de reconocimiento. Si la escuela consigue impulsar con éxito tales enfoques, se verá honrada por la nueva generación y las tareas que asigne a los educandos serán aceptadas como un don especial. He conocido niños que preferían la escuela a las vacaciones.

Una escuela de este tipo exige que el maestro sea una especie de artista en su actividad. ¿Qué puede hacerse para que prevalezca este espíritu en la escuela? No es fácil ofrecer aquí una solución universal que satisfaga a todos. Hay, sin embargo, condiciones fijas que deben cumplirse. En primer término, formar a los profesores para tales escuelas.
En segundo lugar, conceder amplia libertad al profesor para seleccionar el material de enseñanza y los métodos pedagógicos que desee emplear. Es cierto que también en su caso se aplica aquello de que el placer de la organización del propio trabajo se ve sofocado por la fuerza y la presión externas.

Quienes han seguido hasta aquí mis reflexiones con atención pueden formularse una pregunta. He hablado bastante del espíritu en que debe educarse a la juventud, según mi criterio. Nada he dicho, empero, sobre la elección de las disciplinas a enseñar ni sobre el método de enseñanza, ¿Debe predominar el idioma o la formación técnica de la ciencia?
Contesto: En mi opinión todo esto es de importancia secundaria. Si un joven ha adiestrado sus músculos y su resistencia física en la marcha y en la gimnasia, podrá más tarde realizar cualquier tarea ruda.
Lo mismo sucede con el empleo de la inteligencia y el ejercicio de la aptitud mental y manual. No se equivocaba, pues, quien expresó: "Educación es lo que queda cuando se olvida lo que se aprendió en la escuela". Por tal causa no me interesa tomar partido en absoluto en la lucha entre los que defienden la educación clásica filológico histórica y los que prefieren la educación orientada hacia las ciencias naturales.

Deseo impugnar, por otra parte, la idea de que la escuela debe enseñar de manera directa ese conocimiento especial y esas aptitudes específicas que se han de utilizar después en la vida. Las exigencias de la vida son demasiado múltiples para que resulte posible esta formación especializada en la escuela. Además considero censurable tratar al individuo como una herramienta inerte. La escuela tiene que plantearse siempre como objetivo que el joven salga de ella con una personalidad armónica, y no como un especialista. Pienso que este principio es aplicable, en cierto sentido, a las escuelas técnicas, cuyos alumnos se dedicarán a una profesión bien definida. Lo primero debería ser desarrollar la capacidad general para el pensamiento y el juicio independientes y no la adquisición simple de conocimientos especializados. Si un individuo domina los fundamentos de su disciplina y ha aprendido a pensar y a trabajar con autonomía, encontrará sin duda su camino, y además será mucho más hábil para adaptarse al progreso y los cambios, que el individuo cuya formación consista sólo en la adquisición de algunos conocimientos detallados.

En síntesis, quiero subrayar una vez más que lo dicho aquí de manera un tanto categórica no pretende ser más que la opinión personal de un hombre que únicamente se funda en su propia experiencia como alumno y como profesor".

A. Einstein Mis creencias, Discurso de 1936 (http://www.elalehp.com/)

jueves, 1 de diciembre de 2011

¡Come y calla!

El pensamiento y la legislación de los estados modernos lleva más de un siglo promoviendo la “liberación de la mujer” respecto del dominio del varón. En la carta de derechos humanos, y en las legislaciones de todos estos estados, se reconoce la igualdad de derechos independientemente de su sexo. Esto significa que una persona no puede ser discriminada en razón de su sexo, es decir, que su sexo no puede ser una variable a considerar cuando se trata de reconocerle facultades en los que el sexo de la persona no significa ninguna diferencia. Aún así, la situación real dista mucho de responder a ese deseo, sobre todo en los países no occidentales.

En principio, los derechos de los niños y adolescentes están igual de protegidos, e incluso existen textos como la Convención sobre los derechos del niño. Pero aquí la realidad, incluso la realidad legal y social, es todavía más diferente. Hay muchas facultades y derechos que no se le reconocen al menor ni siquiera legalmente (decidir sobre su educación, su salud o su sexualidad; expresarse libremente, votar, etc.), y que no tienen nada que ver con su condición de menor.

No hablemos de la situación de los niños en casi todo el mundo: en cualquier sitio donde hay y en la medida en que hay déficit de protección de derechos, eso afecta más al menor que a cualquier grupo de adultos. Pero la situación no es muchísimo mejor en muchos países occidentales, especialmente en el nuestro. Solo muy recientemente se ha prohibido completamente todo acto de violencia física contra un menor (el “cachete”), pero nuestra sociedad sigue viéndolo, mayoritariamente, como veían nuestros abuelos y ven todavía los menos educados de nuestros conciudadanos, el cachete a la mujer.

No se trata solo de algo propio del ámbito doméstico, sino de todos los ámbitos. Hay una verdadera situación de dominación del menor por parte del adulto. Los padres tienen hoy sobre los menores un dominio semejante al que los varones tenían y tienen sobre las mujeres, en sociedades anteriores al reconocimiento de los derechos universales. Muchos de los argumentos que el androcentrismo solía aducir contra la igualdad de las mujeres (su inferioridad racional, su debilidad por las bajas pasiones, su voluntad "infirme", su tendencia natural a la malignidad, etc.) se consideran argumentos obvios cuando se trata del menor. Y el trato al que se los somete es de clara falta de respeto personal, y asimétrico en cuestiones que no tienen nada que ver con la condición de adulto y menor. Si un adulto alza la voz a un menor, está ejerciendo la debida autoridad; si un menor alza la voz a un adulto, está dando muestras de una clara y culpable falta de respeto.

Tengo la intención de exponer, en varias entradas, diferentes aspectos de este dominio. Voy a empezar por un ámbito aparentemente intrascendente (solo aparentemente), y mucho menos grave que las manifiestas faltas de derechos básicos que los menores sufren en el planeta, pero que me parece un buen ejemplo de la dominación del adulto, dado que afecta a sociedades que, como las nuestras, suelen creer que no hay nada que avanzar en esto (incluso, según algunos “reaccionarios”, habría que retroceder algo). Se trata de la dieta, de los hábitos y actos dietéticos del menor.

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Es obvio que los adultos, especialmente los padres, tienen la responsabilidad de garantizar la mejor salud posible de los niños, y que para ello deben usar en la medida de lo posible los conocimientos que poseemos al respecto. Pero ¿cómo lo hacen? En general los padres imponen, obligatoriamente, el qué, el cómo y el cuándo de lo que el menor tiene que comer. Es muy habitual en cualquier casa o parque expresiones como: “¡Te lo comes todo! (tengas o no tengas hambre, te guste o no, te apetezca o no)”, “Hasta que no te lo comas, no harás otra cosa”, etc.

¿Es realmente la naturaleza humana del niño tan estúpida como para que su apetito no tenga que ver con qué y cuándo debe comer, es decir, con lo que y cuando le conviene comer? Esto es, a priori, muy improbable. Todos los animales saben eso, y nosotros somos animales muy recientes, con una enorme memoria genética.
Hay estudios que prueban que los niños, dejados a su propia iniciativa, en pocos días tienden a mantener una dieta equilibrada. No estoy informado al respecto, pero dudo que existan estudios que prueben que, salvo que los padres obliguen a sus hijos a comer, estos morirán de hambre o comerán perversamente.

Sin embargo los padres se arrogan el derecho a prescribir su dieta. Y solo en muy raras ocasiones (en casos en que los padres estén realmente provocando enfermedades en los hijos) las autoridades intervendrán para proteger al menor. Hasta entonces, el menor apenas podrá evitar tener que comer lo que y cuando se lo imponga el adulto.

La mayor parte de los padres no tiene apenas idea, ni obligación de informarse, de lo que es una buena dieta para menores. ¿Quizá es que lo saben bien? Observemos qué credenciales tienen los padres y adultos en general para prescribir dietas.
Los adultos de las sociedades mejor informadas padecen graves enfermedades, convertidas ya en epidémicas, debidas a malos hábitos alimentarios. Comen muchas grasas (saturadas), beben (mucho) alcohol, fuman, etc. Se muestran casi incapaces de controlar sus apetitos y seguir una dieta correcta. Comen, siempre que pueden, cuando les apetece y lo que les apetece, pero el resultado no es muy ejemplar.
Es verdad que también crecen, entre los menores, ciertas enfermedades, como la diabetes, pese al férreo control que sufren por parte de los mayores, pero “gracias” a los productos alimentarios que estos elaboran para ellos, movidos en buena parte por intereses puramente lucrativos, y a los hábitos sedentarios que les imponen con el sistema educativo que han diseñado para ellos sin pedirles opinión y sin respetar su derecho al juego y al movimiento.

Es posible que los malos hábitos alimentarios de todas las personas, desde los menores a los adultos, se deba principalmente, aparte de a la abundancia de alimentos (de mala calidad) disponibles y a una educación moral muchas veces hedonista en el sentido más básico, a la manera en que los adultos imponen, obligatoriamente, a los niños y adolescentes, qué, cómo y cuándo deben comer y beber:

     - Por una parte, la imposición de horarios descoordinados del apetito acaba, seguramente, incapacitando al propio apetito para ser la guía natural que debía ser. Así puede darse la consecuencia de personas que coman a todas horas, compulsivamente, o personas que se olviden de comer.

     - Por otra parte, la imposición de ciertos alimentos y la privación de ciertos otros, seguramente genera el afán obsesivo de consumir lo prohibido y rechazar lo impuesto. Todo animal que se ve habitualmente privado de una fuente de energía, se “atiborra” cuando tiene acceso a ella, en previsión para épocas de escasez. La conducta de los niños con respecto al azúcar es, probablemente, similar. Aquellos niños a los que se permitió tomar los alimentos que preferían, aunque comenzaron consumiendo excesivos alimentos dulces, en poco tiempo fueron regulando su dieta. Los adultos, creyendo que lo que es bueno para ellos (pero que ellos mismos no llegan a consumir), como las verduras, es bueno para toda edad, imponen a veces alimentos que no aportan gran cosa al niño.

Pero peor que todo eso (que ya es grave), es el método despótico y coactivo con que generalmente se les impone la dieta (y el resto de actividades). De esto hablaré en otra ocasión con más detenimiento.

Por supuesto, los adultos no quieren nada más que el bien para sus hijos. Pero caen fácilmente en la dominación, dado que el grupo social de los adultos detenta, respecto de los menores, un poder casi absoluto. Ellos legislan, ellos controlan los medios de comunicación y ellos poseen la fuerza.

Las irresponsabilidades alimentarias de los adultos, se llaman ejercicio de la libertad; los apetitos de los menores, se considera vicios innatos.