sábado, 14 de abril de 2012

¿Por qué ser filósofo (según Robert B. Brandom)?

No era inhabitual entre los antiguos que los filósofos hiciesen una alabanza de su propia forma de vida, de su dedicación a la reflexión filosófica, hasta considerarla la única manera de estar humanamente despierto (Sócrates, Platón) o la más libre de las maneras de vivir (Aristóteles, pero también, a su modo, Epicuro, y muchos otros). Entre los modernos, la desconfianza hacia la propia filosofía y la idea de que no hay unas maneras de vivir mejores que otras, han llevado a algunos filósofos a, más bien, pedir disculpas por su inútil y absurda enfermedad, e incluso a renegar de su propio título.

Hoy, con el renacimiento de (o recaída en, dirán otros) la filosofía sustantiva, y con la vuelta, en la ética, a posiciones claramente realistas, antirrelativistas y antisubjetivistas, vuelve a ser sensato preguntarse cómo deberíamos vivir, y, más en concreto, qué papel debería jugar la reflexión, la reflexión filosófica, en nuestras vidas.

El filósofo americano Robert B. Brandom, en el capítulo 5 de su libro Reason in philosophy. Animating ideas (y en el seno de su proyecto de un “racionalismo” analítico “hegeliano”), hace una defensa de la vita philosophica, recuperando la estrategia de Platón (y de otros después, como Aristóteles -o mi amigo Víctor Bermúdez-) de compararla con otras dos opciones vitales: una vida de placeres, y una vida dedicada a la política.
Pero Brandom no solo pretende recuperar esa estrategia, sino también todo lo esencial del sistema de ideas de la ética antigua, empezando por la esencial idea de que, cuál sea una manera buena o menos buena de vivir, es algo que depende de nuestra naturaleza, es decir, de qué somos y “qué nos conviene, por tanto, hacer y padecer”, como decía Sócrates. En los cuatro capítulos precedentes del libro (y en otras de sus obras), Brandom ha sostenido reiteradamente que la racionalidad es algo intrínsecamente normativo, así que la famosa, influyente y temible advertencia de Hume de que no podemos pasar, lógicamente, de un “es” a un “debe” (de un cómo-son-las-cosas a cómo-deben-ser), debe ser superada: toda actividad humana está ya en el terreno del debe ser, y toda explicación reductivamente psicologista (como la de Hume, o la del empirismo en general) es incapaz de explicar la actividad de dar y pedir razones que nos caracteriza.

Somos, pues, “metafísicamente”, criaturas conscientes, sentientes y pensantes. Solo un ser consciente puede, en verdad, pensar acerca de qué tipo de vida le conviene o debería llevar. ¿Cómo afecta este hecho, o sea, nuestro carácter intrínsecamente normativo, a la cuestión de los modos de vida mejores y peores?, se pregunta Brandom. ¿Es mejor, y en qué medida, una vida dedicada a la búsqueda de sentimientos positivos (al placer), o bien una vida entregada a la acción política, o bien una dedicada a la reflexión o “especulación”?

Los partidarios del placer pueden razonar así: somos seres dotados de sentimientos (que podemos denominar, en general, placer y dolor); los sentimientos, placer y dolor, tienen un carácter normativo, que identifica al uno como bueno y al otro como malo: un ser que sufre siente que debería no estar en ese estado; así pues, una vida de placer es buena.
Esta argumentación tiene mucho de correcta. Sin embargo, la tesis de la voluptuosidad ignora, dice Brandom, que somos algo más que seres que sienten: somos también seres pensantes. Y esto no es algo meramente sobreañadido, sino que la capacidad de pensar modifica sustancialmente la de sentir, transformando la mera sensación en percepción (es decir, envuelta en la actividad conceptual y, por tanto, inferencial). Toda nuestra actividad es actividad pensante, y nuestros placeres son intrínsecamente intelectuales (“el principal órgano sexual es el cerebro”). Entre los placeres, claro, los hay más o menos intelectuales. Ya se podría aquí (como hiciera Platón, recuerda Brandom) extraer un argumento puramente empírico a favor de la superioridad de los placeres intelectuales sobre los meramente fisiológicos del hecho de que, quienes conocen ambos, prefieren los primeros. Pero la argumentación que quiere presentar Brandom pretende incidir en algo más esencial. La pregunta es: ¿cómo determina nuestro carácter de criaturas intrínsecamente normativas, el lugar que debe ocupar en nuestros actos (la normatividad propia de) los sentimientos (del placer y el dolor)? Comparemos, propone Brandom, tres respuestas, la humeana, la kantiana y la hegeliana.

La tesis de Hume es que la normatividad propia de la razón es meramente instrumental. Lo bueno en sí, es lo que uno desea. Esto es un hecho psicológico, y bruto. Los conceptos pueden describir cuándo son satisfechos o frustrados nuestros deseos, pero no determinar qué deseos deberíamos tener. En el caso paradigmático de razonamiento práctico, los deseos, y las creencias acerca de cómo son las cosas, constituirían, según el esquema humeano, las premisas: “quiero estar seco, y creo que abriendo mi paraguas estaré seco”, luego “debería abrir mi paraguas”. La inteligencia es un instrumento para encontrar lo que uno desea, y el deseo libre es entendido como ausencia de constreñimiento físico o causal. La más sofisticada versión de esta filosofía es la teoría de la elección racional (para el caso de un individuo) y la teoría de juegos (para varios), dominante en muchos ámbitos intelectuales recientes (no solo en la economía, que es su casa natural).

Pero esta versión del asunto, cree Brandom, no recoge, ni mucho menos, todo lo que significa que seamos seres sapientes, es decir, capaces de dar y recibir razones. Necesitamos ir más allá de Hume, hasta Kant, para entender esto de una manera más correcta. Las criaturas racionales somos cognoscentes y agentes. Lo distintivo de tales seres es, como vio bien Kant, dar razones y responsabilizarse de ellas. Esto quiere decir que los seres sapientes son intrínsecamente normativos, en toda su actividad. Uno necesita razones para actuar como actúa. Ser sensibles a razones es, justo, lo que nos hace libres, es decir capaces de ligarnos a normas y responsabilizarnos de nuestros actos. La libertad no es, como para el psicologismo humeano (o para cualquier naturalismo reduccionista), ausencia de constreñimiento causal, sino autosujeción a razones. Aunque los irracionalistas y antiintelectualistas (por ejemplo, Nietzsche, o Foucault) han sostenido que el uso de razones no es más que una de las formas de ejercer la voluntad de poder, esto tiene que estar equivocado, porque falla como explicación de lo que es una criatura racional. Si Kant tiene razón (como cree Brandom que la tiene), dar y pedir razones no es una estrategia entre otras: es constitutivo de lo que es ser un ser humano.

Pero aún tenemos que avanzar un poco más allá de Kant, cree Brandom. Hegel modifica la gran idea kantiana, añadiendo tres elementos importantísimos:
-que la normatividad es algo de carácter social, consistente en lo que Hegel llama el Reconocimiento (Anerkennung, recognition), es decir, en la inter-atribución, entre individuos iguales, de la capacidad de dar y recibir razones;
-Que la expresión material de ese ámbito normativo global (que Hegel llama Geist, Espíritu) es el Lenguaje; y
-que los seres sapientes, como seres normativos que son, están en un proceso de progresiva auto-consciencia, es decir, de progresivo aumento de la coherencia y completitud de sus pensamientos.

Hasta aquí la imprescindible aportación del gran idealismo alemán, según Brandom.

¿Cómo afecta esto a nuestra cuestión inicial, sobre el valor de la vida de filósofo? Es evidente que, puestos en este nivel metafísico-ético, la actividad política y la actividad reflexiva tienen mucha importancia. ¿Qué razones podría tener uno para dedicarse a la reflexión (en la forma, por ejemplo, de la reflexión filosófica), más bien que a la actividad política? La respuesta, muy platónica (y aristotélica, y clásica en general), de Brandom, es que la política está coja si no cuenta con una base reflexiva acerca de lo que es una buena vida. Puesto que la actividad política, argumenta, tiene como objeto garantizar y promover una vida libre y buena (y, una vez que aceptamos las tesis kantianas y hegelianas acerca del carácter normativo del ser humano, ambas cosas, libertad y bondad, son inseparables), es necesario tener una idea (metafísica) de qué es una vida buena. La mejor versión es la hegeliana: una vida buena para un ser racional es una vida de progresiva auto-consciencia, es decir, de progresiva coherencia entre todos sus pensamientos y en las implicaciones inferenciales que estos comportan.

La peor versión de la política es, desde luego, la que se deduce de la tesis de la voluptuosidad. Una política que se basase en la búsqueda del placer (para la mayoría o para todos), sería una política pobre, porque confundiría un medio (la capacidad sensible) con el fin de la criatura humana. Además, puesto que la actividad política no es, ella misma, mera vida de placer, sino algo ya más exigente racionalmente, el político que buscase solo el placer de los ciudadanos aparecería como un adulto entre niños.

La política más sustantiva es la que garantiza y promueve la verdadera libertad de los ciudadanos, y la verdadera libertad, o autonomía, es la libertad entendida kantiana o, mejor, hegelianamente, como capacidad de compromiso normativo en el seno de una sociedad de ciudadanos igualmente libres.
Desde un punto de vista hegeliano, los filósofos, como dedicados que están al análisis de la razón, tienen un lugar privilegiado para la generación de auto-consciencia, lo que los hace importantes, imprescindibles, también para la política, pero buenos ya por sí. Los filósofos no tienen por objeto ni entender ni cambiar a los humanos, sino cambiar la manera de entenderlos (aunque no son los únicos en esto).

Creo que Robert Brandom desarrolla una interesante versión “racionalista hegeliana” en el ámbito de la filosofía analítica de inspiración más pragmatista (moderadamente pragmatista), con implicaciones ético-políticas deontologistas y “republicanas”. Creo que acierta básicamente al entroncar una visión así con Kant e incluso con Hegel (aunque me parece que tiende a desinflar metafísicamente a ambos), y que demuestra una gran habilidad para acercar con naturalidad a su sardina el ascua de la mejor ética antigua (como vienen haciendo, por lo demás, cada vez más filósofos contemporáneos).
Aunque el “racionalismo” deontológico de Brandom es relativamente novedoso en el ámbito de la filosofía analítica (donde quizás escandalice todavía a algunos declararse hegeliano), no creo que aporte nada sustancialmente nuevo a pensamientos como el de Karl Otto Apel o incluso Habermas. Tiene los problemas que tiene todo pensamiento deontológico (tanto en lo teórico como en lo práctico): ¿qué tipo de estatus ontológico tiene lo normativo? No se elimina la ontología simplemente ignorándola. Pero esta es una cuestión para otro momento. Por hoy me quedo con que, de acuerdo con la argumentación de Brandom, un filósofo no tiene que pedir disculpas por no dedicarse a algo (positivistamente) positivo.

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