lunes, 30 de julio de 2012

Educación, igualdad, justicia y beneficio


La educación debe ser completamente universal y gratuita, y el Estado debe garantizar exactamente las mismas posibilidades reales a todos los niños. Cualquier otra cosa es injusta, además de perjudicial para la sociedad.
Y esto aun asumiendo una de las perspectivas  menos propicias, en principio (y con importe ideológico real hoy día), a esa conclusión, a saber, la perspectiva liberalista pura, basada en los derechos individuales y la consideración meramente utilitarista de la sociedad. ¿Por qué?

Atendiendo al derecho de los individuos, cualquier desigualdad en el acceso a la educación es completamente injusta, como se puede argumentar así:

a)      Toda persona tiene en principio (antes de que haga méritos) el mismo derecho a acceder a un bien (principio de igualdad de derecho en las condiciones externas iniciales -fundamental, tanto para una ideología comunitarista como para el más puro liberalismo-);
b)      El derecho de acceso a un bien debe depender, si no de las necesidades de uno (“a cada uno según sus necesidades”), al menos de los méritos de las personas (“el que no trabaje, que no coma”);
c)      La educación es un bien (incluso un bien primario, necesario en nuestras sociedades o, quizás, en cualquier sociedad humana), que condiciona o incluso determina completamente los méritos o deméritos de una persona en cualquier otra actividad;
d)      El niño no tiene méritos o deméritos que le hagan merecedor de mayor o menor acceso a un bien (en verdad, esto debería valer para cualquier persona que no haya tenido antes un acceso justo a educación);
e)      Luego toda persona tiene el mismo derecho a acceder a la educación en las mismas condiciones.
f)        El que el acceso a la educación esté, en alguna medida (por ínfima que sea) condicionado por los méritos o deméritos  de otros individuos que el niño (por ejemplo, los padres o tutores) es una injusticia manifiesta.

En segundo lugar, la desigualdad, por pequeña que sea, en el acceso a la educación, es perjudicial para el bien común de la sociedad y, mediatamente, para todos y cada uno de los individuos, en la medida en que su beneficio y seguridad dependen de que la sociedad funcione de la mejor manera posible:

a)      Es de interés para el bien social común (incluso desde una concepción individualista) que cada persona desarrolle sin trabas y ejercite al máximo, en beneficio de la sociedad, sus capacidades o potencialidades naturales
b)      La educación es un factor necesario (en verdad, “vital”, esencial) en el desarrollo y ejercicio de las capacidades de una persona,
c)      Las desigualdades en el acceso a la educación impiden que los individuos realicen sin trabas y en igualdad de condiciones sus capacidades naturales
d)      Luego la sociedad resulta perjudicada si los individuos no tienen un acceso igualitario y sin trabas a la educación.

El coste económico en la educación, por ínfimo que sea, crea desigualdad en el acceso a la educación. Por tanto, está en el interés racional de incluso una ideología radicalmente liberal, empeñada en que cada uno demuestre sus méritos reales y aporte el mayor beneficio a todos y cada uno, que el Estado, por mínimo que sea, garantice plenamente la igualdad de oportunidades de todos los individuos en el acceso a la educación, no solo mediante la mera gratuidad y universalidad, sino incluso compensando las trabas que para un estudiante supone el entorno social desfavorable.

Así pues, tanto en lo que se refiere a los derechos individuales como en lo que se refiere a la utilidad de la sociedad, lo único justo y beneficioso es que la educación sea completamente universal y gratuita, y compense las trabas a que se ven sujetos los individuos que viven en entornos menos favorables no merecidos.

Este asunto es independiente (al menos relativamente) de si la educación de todos los ciudadanos de un Estado debería ser (y hasta qué punto) homogénea en contenidos y métodos. Tanto quien crea que sí como quien crea que no, debería abogar por un acceso igual para todos los niños (y, en verdad, personas en general) a la educación. Y esto solo lo puede garantizar la gratuidad total, acompañada de medidas económicas compensatorias para aquellos educandos que tuviesen un medio adverso.

La única alternativa ideológica a lo anterior sería alguna forma de aristocracia o elitismo hereditario o sanguíneo, es decir, que supusiese que los hijos heredan justamente las pobrezas o riquezas (es decir, presuntamente, los méritos o deméritos, de sus padres), antes de haber hecho ellos nada, y/o que ello es beneficioso para la sociedad. Eso significaría prácticamente un sistema de castas o, al menos, de estamentos.

En los próximos años, de manera todavía mucho más cruda que en los anteriores, los estudiantes españoles van a ser seleccionados en buena medida por las posibilidades económicas de las familias. Aunque se dice demagógicamente que ningún “buen estudiante” se va a quedar sin estudiar por falta de medios (lo cual, a la vez, es una mentira manifiesta), lo indudablemente cierto es que, si uno es un “vago” o “zoquete” pero hijo de un triunfador (de un especulador financiero, por ejemplo), podrá repetir los cursos que haga falta hasta llegar a ser cualquier cosa, mientras que un chico inteligente de clase “media-baja” tendrá que estudiar bajo la enorme presión de que no puede tener el más mínimo instante de desfallecimiento, además de estar constatando la gran injusticia de que algunos de sus compañeros se lo toman con mayor relajación.

No hace falta ser muy listo para pronosticar a dónde llevará eso a nuestra sociedad: será más injusta e infeliz. En los puestos de mayor responsabilidad habrá cada vez más ineptos, pero con apellidos que se repiten (porque la ineptitud y el egoísmo es, naturalmente, endogámico), y habrá más genios atendiendo en la caja de un supermercado o en la terraza de un bar.

Pero ¿qué se podría esperar de una sociedad en la que un individuo que, dedicándose a prestar dinero a cambio de intereses, o a la “dirección de empresa” (a veces, incluso, sin tener él ni idea de cómo se hace una cosa o la otra, sino teniendo a su cargo “empleados” que le hacen el trabajo), vale objetivamente más, según las cuentas que se hace la sociedad (o sea, el precio que se pone a las cosas) que, por ejemplo, una madre que cría a sus hijos, un músico, un maestro o un agricultor?

domingo, 29 de julio de 2012

¿Qué se puede vender y comprar?


¿Qué se puede vender y comprar (vender y comprar “sin más”, simplemente, absolutamente)? Algunos dicen que todo o casi todo; otros dicen que unas cosas sí y otras no; mi respuesta es que nada, nada se puede vender y comprar, o, por resultar menos paradójico, nada se puede vender y comprar sin más o en términos absolutos.

Con la expresión “vender-sin-más y comprar-sin-más” (o simplemente, o absolutamente) me refiero al concepto de un (inter)cambio, entre seres conscientes, de cosas o entidades en general (consideradas propiedades suyas), sin que se necesite más justificación que la simple voluntad de los que intercambian, es decir, sin consideraciones relativas a algo externo como, por ejemplo, el bien general, o las cualidades o “propiedades” de la cosa o entidad intercambiada. Algo es propiedad (absoluta) de alguien y pasa a serlo de otra persona por, meramente, sus “puras voluntades”. ¿Es esto moralmente lícito?

Que lo sea o no depende de si es lícita la propiedad absoluta o sin más. Podría creerse que hay cosas que son absolutamente mías y puedo hacer con ellas “lo que quiera”, sin que se requiera ninguna otra justificación. Si tú y yo, pues, hemos manifestado nuestra “libre voluntad” de intercambiar esto por aquello, y esto y aquello es completamente tuyo y mío, todo está perfecto.

Algunos creen que esta situación estaría básicamente exenta de toda moral (“no es moral ni inmoral, sino amoral”), pero eso es falso: el más crudo librecambismo se basa en un principio de derecho natural (moral), según el cual los seres con voluntad tienen derecho a que su voluntad sea respetada.

En coherencia con mi rechazo de que sea lícita la propiedad absoluta (que alguien sea dueño de algo, sin que se requiera ninguna justificación en términos de valor objetivo), voy a intentar ahora justificar por qué creo que en realidad nada puede venderse ni comprarse (de esa manera absoluta o “sin más”). Esto no impide que haya alguna forma moralmente aceptable de “comercio” o intercambio de “cosas”, tal como (y precisamente porque) hay una propiedad-relativa lícita (relativa a valores objetivos y justificaciones racionales).

¿Se puede vender cualquier cosa?

¿Puedo vender a “mi” hijo? Aunque hay sociedades moralmente primitivas en las que quizás está admitido vender los hijos (digo “quizás” porque no es fácil interpretar una institución lejana en el tiempo o en el espacio culturales), el progreso moral va en el camino de considerar  eso como aberrante y hasta monstruoso. Ninguna persona puede ser vendida (ni venderse), aunque sea “mi” hijo. ¿Por qué? Porque -se dice- un hijo, como cualquier persona, es una persona, tiene voluntad, y la voluntad convierte a uno en merecedor de respeto, en digno de no ser tratado como “mero medio”. En verdad, es puramente contradictorio vender la voluntad de otro. La voluntad del amo no puede nunca suplir la del esclavo: este no pierde su voluntad, ni puede realmente enajenarla, salvo voluntariamente y, por tanto, inconsecuentemente: su enajenación durará cuanto dure su voluntad de considerarse enajenado.

Esto no es solo cosa de Kant. El más anarco-liberal del mundo debería, en principio, admitir esto, ya que su principio (iusnaturalista) único es el respeto de las libertades individuales.

La única opción que le quedaría a cualquier partidario de una moral de la persona-fin (como el kantismo o el liberalismo extremo) para legitimar que unos padres puedan vender a su hijo, sería aducir que el niño, hasta cierta edad o madurez, aún no tiene, en verdad, voluntad. Podría decirse que el hijo “todavía no está terminado de hacer”, cosa que es, precisamente, tarea del padre. Si se considera así (como de hecho tácitamente lo consideran muchos padres, incluidos casi todos los liberales), si el hijo va a ser en buena medida labor del padre, que lo va a convertir, de un material personoide informe en una auténtica persona con sus valores para siempre, entonces no hay razón para rechazar que los padres puedan vender a su hijo, que todavía no es una persona plena (y ¿por qué no podría matarlo, como, con un argumento similar, se defiende en el aborto?). La inconsciencia (cuando no la hipocresía) del liberal mayoritario atribuye al hijo, sin embargo, la personalidad al efecto de no ser vendible, pero no a efectos de reconocerse su voluntad libre (puesto que puede ser plenamente adoctrinado y obligado, sin que se tenga apenas en cuenta su opinión). Esto demuestra lo errónea concepción que se tiene de la paternidad, que es, en verdad, una relación de dominación y cuasi-esclavitud.

Pero ¿con qué razones podría un partidario de la “simple voluntad”, negársela a un niño? Si el adulto liberal no necesita justificar sus deseos de una manera especial, sino que le basta con tenerlos (por eso puede hacer con sus cosas lo que le de la gana, sin demostrar que sus deseos forman parte de una vida razonable), ¿qué le falta al niño para ser un perfecto adulto liberal? Como mucho, le faltará cierta información fáctica. Pero esto no distingue al adulto del menor de manera moralmente sustantiva (no da al adulto derecho a obligar, sino obligación a informar). Por tanto, los padres no tienen derecho a educar a sus hijos “como les de la gana”. Esto que no quiere decir que sea un comité de sabios el que lo deba dictar. Como decíamos de la propiedad, se tratará, en verdad, de una “dialéctica” por la cual los individuos-padres intentan educar correctamente y, por tanto, se esmeran en justificar racionalmente sus elecciones educativas, respetando la voluntad del hijo, mientras que la sociedad, llevando la tolerancia al máximo posible, evita que los hijos sean tratados según la “real gana” de los padres, imponiendo unos mínimos, que habría que divulgar educativamente.

En fin, demos por adquirido que una persona (incluso si es un niño) no puede venderse y comprarse, ya que tiene una dignidad inalienable e incluso es una contradicción querer enajenar su voluntad; lo que significa que no es absolutamente mío, no es mi propiedad. Las situaciones de intercambio o compraventa tienen, por tanto, ciertas restricciones, o sea, exigen algo más que la consideración de las meras “voluntades” de vendedor y comprador (de los supuestos propietarios): hay que tener en cuenta algunas características del “objeto”, cosa o entidad a vender. Pero ¿no afecta eso solo a la diferencia entre personas y cosas?

¿Se puede (es lícito, moralmente correcto) vender un animal no humano? ¿Tengo derecho a vender (y, antes de eso, “poseer”, tener en propiedad) otro animal, por ejemplo un perro, y tú a comprarlo, sin tener en cuenta nada más que nuestros manifiestos deseos de ese intercambio (no los deseos del perro)? Mi respuesta es no, no tenemos derecho ni a la propiedad ni, por tanto, a la compraventa de animales, sean humanos o no humanos. (Esto no quiere decir que no tengamos derecho, y hasta obligación, de trato con ellos –y algunas de esas formas de trato podrían parecerse a la “explotación”, como se parece a la explotación el intercambio laboral entre humanos-).

Veamos la tesis (tradicional en las iglesias, en la ética kantiana, etc.) de que tenemos derecho, sin más, a tener y vender animales no humanos. Esta tesis se basa en las premisas de que a) solo los seres con voluntad-racional son objeto de respeto o derecho a no ser considerados como meros fines, y b) solo los humanos somos seres con voluntad-racional. Ambas premisas me parecen erróneas.


Empecemos por la menor (b): es difícil mantener que entre humanos y no humanos hay la diferencia radical autoconsciente-racional / no-autoconsciente-irracional. El argumento cartesiano (pero generalmente aceptado por quienes nos ven como islas de sobrenaturalidad en un mundo de mera carne), según el cual la tenencia de racionalidad es cosa de todo o nada, porque (como argumenta también Davidson) la racionalidad es “holística” (de manera que quien cree y desea unas cosas tiene que creer y desear “muchas otras” que están implicadas), está equivocado, salvo quizás si se refiere a Dios, porque no hay un solo individuo humano que sea plenamente consciente de todas las implicaciones, teóricas y prácticas, que tiene cada una de sus creencias. Ningún ser humano es plenamente racional, sino que unos son más racionales que otros. La racionalidad, como todo, tiene grados (aunque también, como todo, tenga umbrales, relevantes según para qué). La diferencia entre los humanos y otros animales (como entre unos humanos y otros) es de grado, porque todos tienen deseos, más o menos conscientes y justificados. Unos son más conscientes y libres que otros, pero no unos son completamente libres y otros completamente mecánicos. Hay que ver la consciencia (e incluso la auto-consciencia) como una cuestión de grado, sin negar por ello que hay diferencias de grados muy significativas.

Pasemos a la premisa mayor (a), según la cual solo los seres con voluntad deben ser respetados. Esto se argumenta diciendo que solo quien tiene voluntad puede querer ser respetado, y (se supone más que se explicita habitualmente) solo quien quiere ser respetado, merece serlo. Solo quien tiene voluntad, tiene voluntad de voluntad; y solo quien tiene voluntad de voluntad, tiene derechos y debe estar libre de ser mercancía. Esta argumentación me parece inválida, principalmente por la razón, lógica, de que (contra lo que piensa el voluntarismo moderno -Kant, Nietzsche…-) la voluntad no es la creadora del valor de las cosas (incluido el valor de ella misma), sino la simple reconocedora y aprobadora de ese valor. Si la voluntad fuera la creadora del valor, no habría voluntad mala, es decir, no habría un querer correcto y uno incorrecto. Esto acabaría con toda discusión sobre derechos y justicias.

Podría creerse que eso es, justo, lo que nos quiere decir, consecuentemente, Nietzsche, pero tampoco esto es verdad: Nietzsche es un afirmador del valor positivo de la Voluntad misma, y condena la voluntad negativa, pero, si esto no es una mera tautología (la voluntad negativa no es voluntad) entonces Nietzsche nos está diciendo que hay una voluntad correcta y una que no es correcta.

En realidad, la voluntad correcta es la que puede justificar sus deseos, es decir, la voluntad racional. Una voluntad irracional es un objeto imposible, indistinguible de la pura aleatoriedad (aunque esa aleatoriedad se mire siempre al ombligo). Eso quiere decir que la voluntad hereda los valores de otro sitio, a saber, de las propias cosas, apreciadas por la capacidad racional (o quizás por la emotiva, o por ambas).
La racionalidad, en la versión intelectualista que prefiero (pero que no argumentaré expresamente ahora), enseña o prescribe que ciertas cosas o propiedades de las cosas (existencia, unidad, actividad o libertad, autoconsciencia, sensibilidad…) son buenas y deseables, y que lo que es deseable para un caso, es deseable proporcionalmente para los casos análogos. No solo la voluntad es valiosa: lo son muchas otras cosas antes. Que un ser tenga (en alto grado) voluntad consciente es una condición suficiente para ser respetado, pero no es una condición necesaria. Un ser con emociones, es “merecedor” de respeto a sus emociones, y un ser con un proyecto vital o finalidad natural, como tienen las plantas, es merecedor de respeto por ese proyecto.

Esto no quiere decir, repito, que no haya, para con otros seres, posible trato justo alguno mediante el cual “obtengamos los beneficios” que solemos obtener de la propiedad y compraventa de seres. Podría justificarse, por ejemplo, el pastoreo de cabras, si es justificable que ese trato es un interés vital en el proyecto de las cabras, cosa que se podría verificar atendiendo a sus signos de aprobación o rechazo, etc.

No es moralmente lícito, pues, poseer ni vender en términos absolutos o “sin más” un animal humano, pero tampoco un animal no humano, ni en general, cualquier entidad que tenga una finalidad natural propia. Es decir, cualquier entidad, porque toda entidad es algo más que cosa al servicio del hombre. La racionalidad está obligada a (en realidad, quiere) reconocer el valor objetivo e independiente de las cosas, su valor no imantado antropocéntricamente. Nuestro trato para con las cosas es lícito en la medida en que nuestra voluntad para con ellas es la voluntad correcta, es decir, se funda en la consideración de lo que son y les conviene por naturaleza. En general, nuestra acción es buena y justa en la medida en que “se cuida del todo”, es decir, persigue el mayor bien universal. Pero ¿existe el mayor bien universal, o los bienes son particulares e incompatibles, de manera que mis intereses propios son realmente incompatibles con los de otros seres y, o ellos o yo, uno debe salir perdiendo?

martes, 24 de julio de 2012

¿De quién es qué? La propiedad apropiada

Pensamos, y con razón, que no es justo que tal o cual persona tenga tal o cual (tanta o cuanta) propiedad: que no le corresponde, o no lo merece, o algo así. ¿Cómo puede ser (justo) que algunos individuos tengan propiedades suficientes como para salvar la vida de otros muchos (y no lo hagan), otros muchos que carecen injustamente -creemos y decimos- de lo “mínimo”, de lo que –diríamos- les… corresponde, merecen, necesitan…? ¿Tanto más valen aquellos que estos? ¿Tienen lo que tienen justamente? ¿Qué puede legitimar algo así?
Cuando decimos que algo es justo o injusto, implicamos unos criterios de justicia. ¿Cuáles son los criterios correctos de lo que cada cual tenga o debiera en justicia tener, los criterios correctos de la propiedad?
Más fundamentalmente: ¿qué es la propiedad?, ¿de quién es qué, aunque injustamente no lo tenga? ¿Le corresponde a uno lo que tiene, lo que merece, lo que necesita…? Lo que tiene, obviamente no. Si no, toda propiedad actual sería justa. Y sería justo también que alguien se la arrebatase a otro y pasase a tenerla: ¿por qué la tenencia de hace un minuto iba a ser justa y no lo sería la de ahora, después de haber sido arrebatada? La propiedad arrebatada o robada en general, pensamos, no es justa. Pero ¿cuándo puede considerarse, entonces, que una propiedad no le ha sido arrebatada, de alguna u otra manera, a otros, a quienes en justicia le correspondería?

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¿Qué es la propiedad?
En un sentido máximamente amplio (que incluya mis miembros, mi cuerpo…), es propiedad mía todo aquello que expresa mi voluntad; todo aquello en que, y en la medida en que, está “puesta mi alma”, mi actividad, mi querer.
En sentido estrecho, es propiedad mía todo aquello que, sin ser directamente órgano mío, es medio que expresa mi voluntad (mediante lo que hago lo que quiero hacer).

Mi propiedad no coincide con todo aquello respecto de lo cual usamos el pronombre “posesivo” ‘mío’: hay muchos posibles casos de uso de ‘mío’ en que el asunto no tiene nada –o muy poco- que ver con la expresión de mi voluntad (esta es mi época, mi familia…).

La distinción entre propiedad en el sentido amplio (mis órganos) y en sentido estrecho puede tener fronteras difusas (¿un brazo ortopédico es un órgano mío?)

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¿Qué significa, entonces, tener justamente algo?

Partiendo del sujeto, podría pensarse, simplemente, que algo, P, es propiedad de alguien, A, si A puede hacer con P lo que quiera o le de la gana, su pura voluntad. Si puedo justamente coger una vajilla y hacerla añicos, o quemar una casa, es porque es mía (mi vajilla, mi casa). Propiedad mía sería lo que está (en justicia) bajo mi pura voluntad. Mi voluntad o deseo, unido a la posibilidad fáctica de realizarlo, sería todo lo necesario.
Pero la idea habitual de lo que es “pura voluntad” es unapura tontería, y esa tontería no da como para legitimar la propiedad sobre nada (legitimar, digo, en un sentido diferente a la “legitimidad” que da la fuerza: en este último sentido, está legitimado exactamente todo lo que ocurre, así que no hay un “debería ser” de otra manera). ¿Un loco que se pone a romper su vajilla o quemar su casa, está ejerciendo su voluntad? No mucho más que cuando un tornado se lleva unas cuantas casas. No puede considerarse voluntad lo que no es racional, es decir, lo que no procede (o en la medida en que no procede) de una reflexión sobre qué cosas deberían quererse o desearse, sobre el valor de las cosas (además del conocimiento adecuado de las circunstancias materiales de la acción concreta). No hay, por eso, más razones para respetar la “voluntad” de un irracional que la que hay para llamar libre a cualquier fenómeno aleatorio. Un sujeto no puede pedir respeto para (reclamar que se le reconozca como justa) su conducta, si no puede justificarla racionalmente.
Es verdad que, dado que no somos, ninguno, sujetos racionales puros y perfectos, no podemos ni dar ni pedir una justificación completa de nuestros deseos y actos, y debemos aplicar un principio de tolerancia ante la posibilidad de justificación. Pero la legitimidad de un deseo, un acto o una situación (por ejemplo, de una situación de propiedad) es proporcional a su justificación en términos de lo que sería correcto y deseable. Mientras no haya una justificación plena, tampoco puede considerarse que el derecho a la propiedad (o a cualquier otra cosa) sea pleno. Si, por ejemplo, alguna vez, por ignorancia, los humanos creyeron (o creen en algún lugar) que las hembras o las crías humanas son propiedad de los varones humanos, y se les reconoció socialmente el derecho de hacer su santa voluntad sobre ellos, una reflexión posterior sobre la naturaleza de las cosas abolió aquel estado, y debería ser abolido donde estuviese establecido. Mañana seguramente se verá aberrante considerar a los animales como propiedades, o que el agua, por ejemplo, sea de alguien…
Empezando, pues, por el sujeto, la reflexión parece apuntar a que uno solo tiene derecho a considerar propiedad legítima suya aquello que, y en la medida en que, justifique racionalmente como deseable, de manera que su voluntad sea, al respecto, la correcta. No es legítimamente (moralmente) de uno lo que a uno le apetezca y pueda, físicamente, conseguir y poseer, sino lo que debería querer conseguir y poseer. La legitimidad de la propiedad es relativa a la justificación moral racional. Como, además, no hay nadie que posea una justificación absoluta, no hay, “subjetivamente”, un derecho absoluto a la propiedad.

¿Qué hay que decir si empezamos nuestra consideración a partir, no del sujeto, sino de la naturaleza de las propias cosas susceptibles de convertirse en propiedad? ¿Qué cosas pueden y/o deben ser propiedad, y de quién?
Los filósofos más dispuestos a vernos, a los humanos, como islas sobrenaturales y autónomas en un mar de carne inconsciente (animales incluidos), han dicho normalmente que solo los humanos tenemos derecho a la propiedad (incluso derecho al derecho), y, a la vez y por lo mismo, derecho a no ser tratados como propiedad (como “cosas”). Solo nosotros, se dice, podemos formar la idea de cosa y de intereses a lo largo de un tiempo inacabable. Los animales están sujetos a deseos irracionales e instantáneos, inconscientes de todo proyecto vital (no digamos las plantas y las piedras, de las que incluso se puede, según algunos, dudar que existan, es decir, que sean entidades o sujetos reales, y no meras construcciones nuestras).
Yo prefiero la visión que parece traslucir el “todo está lleno de démones”, de Tales de Mileto, o el “también aquí hay dioses” que dijera Heráclito cuando se asombraron de verle mirando al fuego. En todo hay alma. Ni las piedras tienen una absoluta falta de identidad (mucho menos las plantas y los animales), ni los humanos tenemos una absoluta posesión de identidad. Aunque nuestras “aptitudes intencionales” están en una relación holística (de manera que, si creemos o queremos… esto, debemos lógicamente creer o querer… muchas otras cosas) nadie es consciente de todas las implicaciones que tienen sus creencias (salvo quizás ho theós, en su eterna noesis noeseos), y se puede, gradualmente, pasar de la persona al termostato sin perder la conciencia (como argumenta Chalmers). Sería preferible, pues, a mi juicio, considerar que, gradualmente, todas las cosas, en la medida (y precisamente en la medida) que son “cosas”, algos, “sujetos” (es decir, tienen identidad) tienen derecho a la propiedad, y también derecho a ser tratados según sus fines propios, y no como mera materia.
Pero, sin discutir esto ahora, si al menos queremos una mínima base racional-normativa para la propiedad, basada en ese mínimo (cristiano y kantiano, por ejemplos) del derecho racional de las personas, habrá que aceptar que, puesto que no se puede tratar a las personas (incluido uno mismo) “meramente como medios”, hay una manera correcta en la que tener propiedades, aunque solo sea por relación a las personas (y a mí mismo como persona). 
De forma que, siguiendo el análisis desde el punto de vista “objetivo” (de las cosas poseibles), el derecho a la propiedad depende de la naturaleza de las cosas (quizás mediando la naturaleza de las personas). También según este fundamento, el derecho de propiedad es relativo, puesto que nadie conoce perfectamente la naturaleza de las cosas (y su relación con los fines últimos racionales de las personas).

Uno debería tener lo que, subjetivamente, debería desear, y lo que objetivamente es deseable. Pero ¿qué es lo que uno, subjetivamente, debería desear, y, objetivamente, debería tener? Voy a examinar a continuación dos respuestas clásicas, pero inadecuadas o incompletas.

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Según algunos, es justo que yo posea todo y solo aquello que merezco. La propiedad justa depende del mérito. Esta idea meritocrática es muy común, desde las economías celestiales de las iglesias hasta la economía de mercado. Hay un sentido inocente del término “mérito”, en que equivale a “lo que por naturaleza le corresponde a alguien”. Un bebé, en ese sentido, “merece” que le cuiden, aunque solo un fanático bien armado de fe sabe que ya es pecador (o, más raramente, santo) para siempre. Pero el sentido interesante (y usual y equivocado) del término es el que hace depender el mérito de la voluntad buena o mala. Ya he argumentado alguna otra vez por qué esa idea de mérito no es una buena idea: ¿merece uno las cualidades naturales, incluida la “buena voluntad” que le hará un personaje emprendedor y buen especulador, o, por el contrario, un vago asalariado?; ¿eligen las almas su carácter moral, allí en el estado prenatal de la propia alma? A mi parecer, todo eso vuelve absurdo el concepto de mérito, y sus parientes culpa, pecado, etc. Pero, incluso suponiendo que tuviese algún valor en algún contexto, no puede ser un criterio de la propiedad. De pequeño no tengo aún ningún mérito en ese sentido, pero parece que en justicia tengo que ser propietario de ciertas cosas, como juegos y comidas. 
Por otra parte, ¿qué puedo merecer por hacer bien las cosas, más que lo que me conviene y le conviene a las cosas? ¿Puedo merecer el poder como para ordenar, por ejemplo, que se sacrifique a unos cuantos animales, o se arroje al suelo algunas vajillas chinas, “por diversión”? Si eso fuera así, mis buenas acciones serían meramente instrumentales, destinadas a conseguir el “derecho” a satisfacer los más irracionales deseos. Sería un buen personaje moderno, un liberal completo.

Otra opción es hacer depender la propiedad de la necesidad: a cada uno según sus necesidades. Esto hay también un sentido amplio en que es tautológico o casi. ¿Quién va a desear otra cosa que lo que le es necesario? El problema es qué es lo que uno necesita, aparte de lo que cree que necesita.

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Mi tesis, intelectualista, de qué propiedad es correcta, o de quién debería ser qué, puede expresarse, para más claridad dentro de la brevedad, en dos momentos o pasos:

Primer paso, parcial: Es propiedad legítima de alguien aquello que le corresponde por naturaleza, es decir, aquello que sirve y basta para hacerle objetivamente mejor.

Uno tiene derecho a desear tener todo aquello que le conviene por su naturaleza, sea consciente de ello o no. Si no lo desea, debería desearlo.

Por supuesto, habrá quienes digan que no hay tal cosa como la naturaleza (ideal) de alguien, sino que uno se inventa a sí mismo (o a sí diferente) de la nada. Quien crea eso, no tiene derecho racional alguno a reclamar lo suyo.

Hay un problema “fáctico” aquí: ¿quién determina qué es lo que corresponde a uno por naturaleza? Dos respuestas son lógicamente incorrectas, aunque verdaderas en cierto sentido: que lo puede y debe determinar solo uno mismo (como si nuestra opinión sobre lo que nos conviene fuese infalible, y lo que nos da la gana coincidiese con lo que realmente debemos querer –como cree el anarcoliberalismo-); y que puede decidirlo un comité de sabios humanos sin contar con nuestro beneplácito (como en los totalitarismos –incluido el totalitarismo liberal, claro está-). Ni el individuo tiene derecho a hacer lo que le de la gana, ni la sociedad tiene legitimidad a imponer a uno lo que no quiere. El problema es que parece que no hay más opciones. En cierto modo, así es. Pero, en cierto modo, no puede ser solo así: la cosa consistirá, más bien, en un proceso (dialéctico) en que el sujeto intenta justificar, ante los demás (pero primero ante sí mismo, ante el Sí mismo racional, que es al que se reduce el “los demás”) sus deseos, y los otros (la “sociedad”, o sea, el Otro que hay en mí) intentan justificar a cada uno lo que le obligan a aceptar. La sociedad debe ser lo más tolerante, y el individuo, lo más razonable, posible.

El segundo paso, absoluto, de mi tesis es que es propiedad legítima de alguien todo y solo aquello que, estando en sus manos, supone el mayor bien universal (no solo ni principalmente para él).

Dejando ahora el asunto de cuál es el bien universal, un verdadero problema para el intelectualista es si las realizaciones de cada individuo son incompatibles entre sí. ¿Es compatible la realización del hombre con la de sus víctimas que acaban en el plato? Y, limitándose al interior de la raza humana, ¿son compatibles las realizaciones de todos? Si no coincide el bien de todos con el de cada uno, habrá (en principio al menos) conflictos, y conflictos por la propiedad.

Mi tesis optimista-intelectualista (cuya justificación expondré en otro momento) es que todos los bienes verdaderos son compatibles, o, dicho más fuertemente, que nadie puede obtener un bien real si supone un mal para otro.

Ahora bien, aun admitiendo la posibilidad de que haya bienes incompatibles, hay que advertir que esto no es lo que curre prácticamente nunca (habría que ver en casos como los perdidos en una barca en medio del mar, que deben o bien comerse uno a otro, o perecer ambos –para un intelectualista, o para un kantiano, esto no ofrece dificultad: simplemente es preferible morir a cometer algo indigno-). Lo que ocurre habitualmente, en los presuntos conflictos de propiedad, es un reparto de la propiedad completamente irracional, donde unos poseen muchísimos más bienes materiales de los que pueden justificar como requeridos para su realización como personas (es decir, como sujetos que pueden exigir racionalmente ese respeto de la propiedad), y otros que apenas cuentan con lo mínimo.

sábado, 21 de julio de 2012

Amor y matrimonio en Hegel. En defensa del poliamor IV


Con Hegel vuelve la cordura y la sensibilidad para con el amor conyugal. Para empezar, la “familia” es (antes que un contrato sexual o económico o ambas cosas indistinguiblemente) una unidad amorosa:

“En cuanto sustancialidad inmediata del espíritu, la familia se determina por su unidad sentida, el amor”. 

Y agrega:

“Amor significa conciencia de mi unidad con otro…”

Por supuesto, el amor no es el mejor de los estados de conciencia, porque es en parte “irracional” y sentimental; por tanto, tampoco la familia es la última y más espiritual forma de relación humana, y solo alcanza la solución de sus contradicciones en el Estado (lo que no quiere decir –contra lo que, parece, quería Platón, y contra lo que dijeron luego los ideólogos comunistas, como Marx y Engels- que el Estado deba acabar con la familia, sino englobarla superando sus contradicciones):

“Pero el amor es sentimiento, es decir, la eticidad en la forma de lo natural. En el Estado no existe ya esa forma, pues en él se es consciente de la unidad en la ley: su contenido debe ser racional y yo debo saberlo”.

El amor, dice Hegel, es una contradicción viva:

“El primer momento en el amor es que no quiero ser una persona independiente para mí y que si lo fuera me sentiría carente e incompleto. El segundo momento consiste en que me conquisto a mí mismo en la otra persona y valgo en ella, lo cual le ocurre a esta a su vez en mí. El amor es por la tanto una enorme contradicción que el entendimiento no puede resolver, pues no hay nada más inconsistente que esa puntualidad de la autoconciencia que se niega y que sin embargo debo tener afirmativamente. El amor es al mismo tiempo la producción y la solución de la contradicción; en cuanto solución es la concordia ética”.

Yo, siendo uno, me siento, sin embargo, incompleto, y siento una irrefrenable pulsión a ligarme sentimentalmente a otra persona (no a enajenarme en ella o por ella); cuando conquisto esa unión, entonces alcanzo mi valor en ella (ella me ama, y así me hace ser algo). Paradójicamente, a la otra persona le pasa lo mismo: ¿cómo pueden dos seres carentes, volverse plenos al juntarse (puede la fusión de dos “bancos malos” dar uno bueno?) El amor es esta paradoja (que no se soluciona, como demuestra el Lisis de Platón, ni con la idea de complementación de contrarios, ni con la de afinidad de iguales), pero es también su propia “solución”, al menos momentánea: un círculo virtuoso de auto-hetero validación (que, sin embargo, siempre está amenazado por el hastío si no consigue alimento espiritual externo).

Pero, desde luego, el amor del que estamos hablando no es un amor incualificado, sino que es un amor (y aquí aparece la sombra de lo que nos decía Kant) íntimamente sexual, además de sexualmente íntimo. Porque en el amor (o en este tipo de amor, “de pareja” o conyugal) ama el individuo sexuado, es decir, el que no prescinde de su “parte” en la vida de la especie (su parte “hormonal”, como se dice hoy). No obstante, el matrimonio o vida conyugal logra sublimar y dar todo su sentido, dentro de la vida humana, a esa sexualidad:

“En cuanto relación ética inmediata el matrimonio contiene, en primer lugar, el momento de la vida natural y, más concretamente, en cuanto relación sustancial, la vida en su totalidad como realidad de la especie y su proceso. Pero, en segundo lugar, la unidad solo interior o en sí de los sexos naturales, y precisamente por ello sólo exterior en su existencia, se transforma en autoconciencia en una unidad espiritual, en amor autonconsciente”.

Lo mejor de un romanticismo racionalizado. Hegel rechaza, como primitivas, las concepciones “naturalistas”, que ven al matrimonio como algo puramente físico. Y especialmente sobre Kant, dice:

“Igualmente primario es considerarlo meramente como un contrato civil, representación que aparece incluso en Kant (…) con lo que se rebaja el matrimonio a la forma de un uso recíproco de acuerdo con un contrato”.

El “amor consciente de sí”, se materializa en la institución del matrimonio, donde se elimina todo lo pasajero:

“El matrimonio debe determinarse, por lo tanto, de modo más exacto como el amor jurídico ético, en el cual desaparece lo pasajero, caprichoso y meramente subjetivo del mismo”.

El amor tiende a la perpetuidad, y un amor eventual es un fracaso. No obstante, Hegel se muestra sensible a la posibilidad de la disolución del matrimonio, pero piensa que el Estado debe dificultar eso lo más posible.

En lo que no transige Hegel es en la necesidad de que el matrimonio sea de uno a uno (a una). La monogamia es intocable:

“El matrimonio es esencialmente monogamia porque es la personalidad, la inmediata individualidad exclusiva, la que se coloca y se entrega en esa relación, cuya verdad e interioridad (la forma subjetiva de la sustancialidad) solo surge, por lo tanto, con la entrega recíproca e indivisa de esa personalidad. Esta alcanza su derecho de ser consciente de sí mismo en otro solo si el otro está en esta identidad como persona, como individualidad atómica”.

Es complicado (como cabía esperar). Si yo me entrego entero y tú solo en parte, yo no me recupero, una parte de mí queda sin recomponer. En una verdadera relación de amor, uno solo puede entregarse completo y solo a uno.
Esto es más romántico todavía. Podría añadirse, como toque final, lo de quemarse juntos en una pira, o alguna otra manera de éxtasis amoroso.

Sin embargo, ¿por qué un argumento exactamente paralelo no serviría para demostrar que uno solo puede tener un amigo, o un hijo? A un amigo también se entrega uno completamente en aquellos aspectos en los que estriba la amistad: si uno es amigo tuyo “en la virtud”, se entrega en toda su persona moral a esa relación contigo. Y si uno es tu padre se entrega, igualmente, todo entero. La diferencia sexual (que es la única que parece relevante) no justifica que el argumento de la entrega total sea válido.
Más bien parece que el sentimiento de exclusividad es una pulsión muy básica de dominancia sexual, fundada más en el sentimiento de competencia que en el de amor.

En realidad, el amor no debe ser celoso, y debe entregarse al otro pidiendo que todo lo que ame el otro sea digno. Y los individuos humanos no se parten, de manera que si se entrega amor a este se le quite a aquel (esto sería una concepción materialista de la persona), sino que, como mónada, se proyectan en todas direcciones e interactúan con múltiples de ellas en múltiples aspectos.

La monogamia o mono-amor parece además una fijación obsesiva y un afán excesivo de pureza, es decir, excesivo para un tipo de seres, como los humanos, donde las diferencias entre ellos no son nunca tan abismales como para que no sea irracional amar solo y completamente a uno (cosa que parece apropiada solo para con un dios). Y no parece que sea nunca el amor a fulanito o fulanita lo que impide amar a menganita o menganito a la vez, sino la prohibición basada en el egoísmo.

sábado, 14 de julio de 2012

El uso de los miembros de otro, según Kant. En defensa del poliamor, III



¿Cuál es, para Kant, el carácter y estatuto moral del amor conyugal, y qué se deduce de ello para la justificación de la monogamia? Cito parte de los parágrafos 24, 25 y 26 de la Metafísica de las Costumbres:

La comunidad sexual (commercium sexuale) es el uso recíproco que un hombre hace de los órganos y capacidades sexuales de otro (usus membrorum et facultatum sexualium alterius), y es un uso o bien natural (por el que puede engendrarse un semejante) o contranatural, y este, a su vez, o bien el uso de una persona del mismo sexo o bien el de un animal de una especie diferente a la humana; estas transgresiones de las leyes son vicios contra la naturaleza (crimina carnis contra natura) que se califican también como innominables; en tanto que lesión a la humanidad en nuestra propia persona, no pueden librarse de una total reprobación por restricción ni excepción alguna.
La comunidad sexual natural es, pues, o bien la comunidad según la mera naturaleza animal (vaga libido, venus vulgivaga, fornicario) o bien la comunidad según la ley. – Esta última es el matrimonio (matrimonium), es decir, la unión de dos personas de distinto sexo con vistas a poseer mutuamente sus capacidades sexuales durante toda su vida – El fin de engendrar hijos y educarlos siempre puede ser un fin de la naturaleza, con vistas al cual inculca esta la inclinación recíproca de los sexos, pero para la legitimidad de la unión no se exige que el hombre que se casa tenga que proponerse este fin; porque, en caso contrario, cuando la procreación termina, el matrimonio se disolvería simultáneamente por sí mismo. …
El uso natural que hace un sexo de los órganos sexuales del otro es un goce, con vistas al cual una parte se entrega a la otra. En este acto un hombre se convierte a sí mismo en cosa, lo cual contradice al derecho de la humanidad en su propia persona. Esto es solo posible con la condición de que, al ser adquirida una persona por otra como cosa, aquella por su parte, adquiera a esta recíprocamente; porque así se recupera a sí mismo de nuevo y reconstruye su personalidad. Pero la adquisición de un miembro del cuerpo de un hombre es a la vez adquisición de la persona entera, porque esta es una unidad absoluta; por consiguiente, la entrega y la aceptación de un sexo para goce del otro no sólo es lícita con la condición del matrimonio, sino que solo es posible con esta condición….
Por las mismas razones, la relación de los casados es una relación de igualdad en cuanto a la posesión, tanto de las personas que se poseen recíprocamente (por tanto, solo en la monogamia, porque en la poligamia la persona que se entrega solo obtiene una parte de aquél al que ella se entrega totalmente, convirtiéndose, por tanto, en una simple cosa), como también de los bienes (…)

La fama que de poco romántico tiene Kant, se ve confirmada en este texto. También queda en evidencia lo añejos que resultan los discursos morales de los filósofos por los que ha pasado más de medio siglo, y lo dependiente que es una aparente arquitectura sistemática, de casuísticas sociales. Personalmente encuentro sorprendente y desagradable (casi diría esperpéntica) esa mezcla de pretendida pulcritud moral junto a la más cruda falta de espiritualidad que, acerca del amor, se encuentra en este y otros pasajes de Kant el rigorista. ¿Qué nos dice este texto?

Aquí ya, a diferencia de en Tomás de Aquino, no es la “natural” finalidad de la procreación de la especie, la causa racional o moral del matrimonio (puede ser una causa inconsciente, de los “designios de la naturaleza”), sino que el origen de la relación conyugal es el deseo de gozar “de los miembros y las capacidades sexuales” de otro. El asunto es, pues, más individualista; también, más mecánico (o mecanicista), sin sublimaciones (¿más “ilustrado”…?) Desde una perspectiva espiritual, parece un manifiesto paso atrás: el motivo del matrimonio no es principalmente ni la amistad ni siquiera los hijos, sino el puro goce sexual (lo que, en Kant, no significa algo muy noble).

Paradójicamente, o, más bien, contradictoriamente, se consideran contra natura y abominables aquellas relaciones que no pueden dar hijos, como la homosexualidad. ¿Por qué es, según Kant, anti-natural una relación conyugal homosexual, si el matrimonio no se define por la procreación ni la necesita para nada, sino por el goce de miembros y capacidades sexuales (esto dejando a un lado la cuestión del nivel ínfimo que Kant atribuye a las relaciones amorosas conyugales)? Kant no lo explica. Pero, para Kant, el argumento de lo “natural” es, en verdad, todavía menos útil que para Tomás de Aquino: le es prácticamente contrario. La “naturaleza” moral del hombre es la racionalidad, y es desde la racionalidad desde donde debería deducirse qué le es natural o anti-natural.
Ahora bien, Kant sitúa el origen de la vida conyugal en la “felicidad”, es decir, aquello “irracional” a lo que no tenemos que hacer concesiones, y cuya justificación máxima (cuando se trata de nuestra propia felicidad, no de la del prójimo) es que no entre en colisión con el imperativo categórico.
Visto así, el amor conyugal es deseo sexual de usar órganos y capacidades de otro, pero para que eso no destruya el carácter moral de la persona, tiene que hacerse un contrato, de acuerdo con una ley racional que garantice que la persona no se convierta en un objeto. Y eso, al parecer, implica que, junto al miembro sexual, tenga uno que llevarse a toda la persona para siempre y a solas el uno para el otro. (Sin embargo, de aquí no se deduce, insistamos, que la homosexualidad sea “contra natura”).

Todo esto, digo, dejando al margen dónde sitúa Kant el origen del amor conyugal. Y esto es lo que no hay que dejar al margen: el argumento más obvio contra la visión kantiana del asunto es que sencillamente Kant no ha entendido nada de lo que es la vida conyugal y el amor y la afectividad de las personas. No es extraño, teniendo en cuenta el intransigente dualismo radical que Kant, luteranamente, introduce entre el mundo del espíritu y el de la “carne”. Frente a la concepción, analogista, clásica y (con sus dudas) católica, según la cual la carne es imagen, y la felicidad se deduce de la virtud, Kant piensa que todo móvil que parezca carnal es sospechoso.

Sin embargo, el amor conyugal (sea heterosexual u homosexual, monoamoroso o poliamoroso) nace de la amistad completa, que incluye afinidad o “encaje” moral, intelectual, caracterial y afectivo-sexual.

La concepción kantiana del matrimonio es completamente inútil y, diría yo, amoral: el matrimonio, en esa concepción, es tolerado, si, en su deseo de satisfacción sexual, se aviene al respeto hacia la otra persona, mediante un contrato. No hay la más leve sensibilidad por el impulso amoroso, por el amor de ese género (al que seguramente se interpreta como una sublimación del deseo).

La justificación kantiana de la monogamia es más errónea aún, ya que añade, a la pobre concepción del amor, un argumento equivocado: la monogamia no es la única manera (si es que es siquiera manera) de conservar la igualdad entre los “contratantes”. Análogamente a como padres e hijos, o amigos entre sí, no pierden su igualdad porque sean en número diverso, no se pierde ninguna libertad (al contrario, se gana) si todos los implicados en una relación amorosa son libres de amar a cuantos encuentren dignos de ello.

jueves, 12 de julio de 2012

Los argumentos de Tomás de Aquino a favor de la monogamia. En defensa del poliamor, II


¿Qué argumentos pueden aducirse a favor de la monogamia y contra el poliamor, es decir, contra la tesis de que el amor (en el sentido específico de amor conyugal, cuya diferencia principal con la “mera” amistad es la sexualidad, y que es constitutivo de la familia)  no tiene por qué ser de uno a uno o “monógamo”, sino que tan moral o más puede serlo siendo múltiple?

Empezaré remontándome hasta Tomás de Aquino, no solo ni principalmente (aunque también) por ser un gran pensador y sistematizador del pensamiento antiguo, sobre todo el aristotélico (en este asunto hay diferencia con Platón, quien, en La República, defendió la familia común para todos los guardianes y guardianas), sino por ser el principal referente filosófico-moral para mucha gente, al menos subconscientemente, a través de su magisterio principal en la iglesia católica.
(En este caso, por cierto, más quizás que en ninguno, a la Iglesia le conviene apelar a la luz natural, y dejar un poco en la sombra el texto sagrado, ya que los patriarcas hebreos eran polígamos). 
Según Tomás (sigo aquí la Suma contra los gentiles, CXXIV):

1. Es instintivo en todos los animales no consentir que otros machos compartan sexualmente a “su hembra”, y la razón, al parecer, es que todos quieren disfrutar de la libertad de cohabitar con la hembra cuando lo deseen (de manera similar y por semejantes razones a como no les gusta que nadie toque su comida). Si varios machos pudiesen copular con una sola hembra, eso iría en perjuicio de la libertad de cada uno de ellos. Por ello, dice Tomás, se pelean los machos.

2. Además de esta, hay otra razón por la que de forma natural rechazamos compartir la hembra: el hombre (especialmente, se entiende, el varón), como parte de su plan de vida, necesita estar seguro de cuál es su prole (solo sus verdaderos hijos heredarán, porque son su continuidad, etc.), y esa seguridad se perdería si la hembra pudiese copular con otros machos. Es verdad, dice Tomás, que este segundo problema solo afecta a la posibilidad de la poliandria, y no excluye la poliginia. Pero la primera razón sirve para proscribir ambas posibilidades, pues la mujer sería privada del goce libre de la cópula, si su necesariamente único esposo pudiese copular con otras mujeres.

3. Además, los animales que cuidan de la cría no se permiten la “poligamia”, como puede observarse “en las aves”, según Tomás. Y el hombre está en ese caso.

4. Una razón más es que la amistad requiere “cierta igualdad”. Pero si al hombre le estuviera permitida la poligamia, la mujer, más que una amiga sería una esclava (como prueba la experiencia, según Tomás).

5. Una razón más: una amistad profunda no puede sostenerse con muchos, según afirma el Filósofo en el libro 8 de la Ética a Nicómaco.

6. Por último, la poligamia es contraria a las “buenas costumbres”, como prueba el hecho de que da lugar a muchas discordias.

¿Qué decir de este argumentario tomista como contra la poligamia, o contra el poliamor?

Antes de nada, quiero hacer una observación general acerca de cierto tipo de estrategia argumentativa que usa Tomás y, con él, muchos partidarios de la moral “natural”. Me refiero a la argumentación por analogía con otros animales o, en general, con “la naturaleza”. Debería ser obvio que este tipo de argumentos no solo no es útil sino que es contraproducente (dejando a un lado que, además, la mayor parte de las veces incurre en un desconocimiento profundo de los hechos naturales).

     - No es útil porque, en primer lugar, puede encontrarse ejemplos animales o naturales para todo o casi todo, y especialmente para muchas de las cosas que los teólogos y filósofos están interesados en proscribir como “anti-naturales”: hay animales que se comen a sus crías, o a su “cónyuge”, que practican la homosexualidad, que son muy liberales en materia sexual (con mucho éxito social); hay razas humanas donde se ve de lo más natural la poligamia, donde la pareja no es perenne, donde se ve bien la copulación sagrada… ¿Deberíamos ir desnudos, como hacen todos los animales? Si quisiéramos actuar en analogía con nuestros primeros padres, incluido quien firmó con Dios la Alianza, tendríamos que ver como totalmente “natural” la poligamia. ¿Haremos caso a estos hechos naturales? Seguramente no: condenaremos algunos como “salvajes” o “bestiales”. Pero entonces necesitamos otro argumento, distinto al hecho efectivo de que se den, y que permita discriminar entre correcto e incorrecto, de entre lo que efectivamente se da.
En verdad (y en segundo lugar), en la argumentación moral por analogía con otros hechos naturales, subyace la falacia naturalista. Aunque encontrásemos una conducta completamente común y sin excepciones en todos los animales y demás hombres, de ahí no se deduciría en lo más mínimo que eso es lo bueno y correcto.

     - Además es contraproducente para, por ejemplo, Tomás de Aquino, razonar así, porque trabaja contra una tesis fundamental del interés de los más de los teólogos y filósofos anejos: el carácter “sobrenatural” del hombre. En términos sencillos: no se puede decir “te comportas como un animal” cuando se quiere condenar moralmente a alguien, y “compórtate como cualquier animal” cuando se le quiere conminar a algo.

La caída en ese tipo de argumentos falaces por parte de teólogos y filósofos es tan poco casual como perniciosa. Se trata de la confusión entre naturaleza y naturaleza, y la caída en el materialismo. Una moral “idealista-naturalista” (como la que sostuvieron Platón, Aristóteles, etc., y que yo defiendo) cree que hay, por naturaleza, cosas que son buenas y malas para tal o cual (tipo, individuo y circunstancia de) entidad. Pero esta naturaleza no es la naturaleza de hecho, “lo que es”, sino la naturaleza ideal, “lo que debe ser”.
Nunca es válido, pues, un argumento moral por analogía con lo “natural”, salvo si esa naturaleza es precisamente la naturaleza ideal humana (y de cada uno).

Quienes no vemos una diferencia tan grande entre humanos y otros seres como para establecer una sima entre unos y otros (naturales / sobrenaturales), podemos y tenemos, no obstante, que notar la especificidad de cada ser, y, por tanto, tenemos que sostener que, lo que es “natural” para un ser humano (dada su esencia o naturaleza), no lo es para una mariposa (dada la suya), y lo que es natural para mí (dada mi esencia o naturaleza) no lo es para ti (dada la tuya).

Pero vayamos a los argumentos de Tomás:. Algunos de ellos me parecen manifiestamente débiles y prácticamente desechables:

Por ejemplo, el último (6), según el cual la poligamia (podemos leer también poliamor) sería contrario a las “buenas costumbres”, como se prueba en que da lugar a mayores conflictos. Suponiendo (pero no concediendo) que esa discordia fuese un hecho (habría que estudiar, sin embargo, el calvario que, a lo largo del tiempo y del espacio, ha supuesto y supone el matrimonio monogámico e indisoluble para muchas personas, sobre todo las mujeres), no es un argumento válido, porque las disensiones se deberían, seguramente, a motivos egoístas, y estos deben ser combatidos más que admitidos como causa para abandonar algo que se considere bueno y correcto. Seguramente, además, las disensiones y conflictos a las que se refiere Tomás sean, sobre todo, las que surgen cuando, en el interior de una sociedad endoculturizada en la monogamia, se dan situaciones no-monogámicas. Y eso significa que el argumento es circular: la poligamia da lugar a discordias porque la (esta) sociedad la persigue.

El argumento 5, que dice que (como dijo el Filósofo) la amistad auténtica es muy difícil, es casi peor. ¿Es acaso, la dificultad que hay en conseguir una buena amistad, un buen argumento para prescribir que toda persona tenga a lo más un solo amigo?  Obviamente, no. La amistad no es difícil porque la dedicación a un amigo vaya en detrimento de los demás amigos, sino porque es difícil encontrar personas cuyo principal móvil sea la virtud (o, al menos, en que sean afines caracteriológicamente, a uno). Más bien, “entre los amigos todo es común”, y la propiedad transitiva hace que, en la amistad por virtud (o por afinidad o compatibilidad de caracteres), a diferencia de en la amistad por interés o por placer, los bienes fluyan entre toda la comunidad amistosa. Si teníamos un “amigo en la virtud” y encontramos a otra persona digna de esa amistad, es moralmente debido otorgársela, y sería una discriminación irracional e injusta no hacerlo. Y nadie se atrevería a aducir que, con el nuevo amigo, el primero saldrá perjudicado. Con el poliamor ocurre lo mismo, porque se trata de la amistad completa (incluyendo la sexualidad). Puede ser difícil encontrar a una persona digna de ser nuestra auténtica conyuge, pero si tenemos la suerte de encontrar a dos o más, no existe ninguna razón de amistad para reducirnos a una.

El argumento 4 (según el cual, la amistad requiere “cierta igualdad” y, por tanto, si la mujer no tiene derecho a la poliandria, el varón no puede tenerla para la poliginia), es algo mejor, aunque resulta curioso oírselo a alguien que solo unos capítulos antes ha insistido en que la mujer está naturalmente subordinada al varón. Claro que el término “cierta” permite estar en misa y repicando. En cualquier caso, es obvio que la falta a la igualdad se produciría solo si la relación amorosa múltiple le estuviese permitida a unas personas pero no a otras. Y, en efecto, Tomás cree que es mucho pero la poliandria que la poliginia (por el argumento 2). Por eso, este argumento (4) solo es válido en dependencia de las razones que apoyen que la poligamia para la mujer sería peor que la poligamia para el varón.

El argumento 3, por analogía con “las aves” que crían,  no es tampoco muy bueno, a mi juicio. Obviamente, para la cría y educación de los hijos, es, en principio (estando todo lo demás igual) beneficiosa la estabilidad familiar. Pero ¿por qué esa estabilidad vendría garantizada por la monogamia, más bien que por una familia poliamorosa? La experiencia hoy es, más bien, la contraria: la mayoría de las parejas se rompen cuando surge una nueva relación amorosa, suponiendo ello un perjuicio para los hijos. Si el poliamor estuviese bien visto, seguramente muchas familias serían más estables, además de más felices y respetuosas (la alternativa que nos ofrecen los medios conservadores, desde la Iglesia hasta el extremo o “pureza” de los talibanes, es rechazar el divorcio, cosa que no merece siquiera la atención de una breve discusión).

El argumento principal parece ser el 2 (en combinación con el 1): el hombre está, como parte de su proyecto vital, interesado en identificar con seguridad en todo momento a sus descendientes. Este es un hecho poderoso: nuestros hijos son algo así como nuestra continuación natural (la única manera de subsistir que tiene lo material, según Platón en el Banquete). En algunas especies, incluso, el macho dominante recién llegado mata a las crías de machos anteriores. La explicación en términos de aptitud genética inclusiva es que no hay sitio para todos los genes, y que la competencia es la ley. Aunque esto no tiene un aspecto muy espiritual (ni evangélico).
Sin embargo hay que hacer varias observaciones adversas:

     - Por empezar por lo menos importante, hoy ya es posible identificar genéticamente a nuestros descendientes. Si esa fuese toda la preocupación, bastaría con un análisis genético.

     - Tampoco sería un argumento útil contra aquellas uniones amorosas que no tienen interés en tener descendencia, o para los padres que no sintiesen una especial pulsión por identificar, por vía genética, a sus descendientes.

     - Pero lo más importante es que esa visión nos considera (de una manera muy “materialista”) atados a lo genético. Con ella, la adopción de hijos debería considerarse, en el mejor de los casos, una opción inferior. Y, desde luego, mucha gente lo cree así. Sin embargo, hay pocas razones para sentir una especialísima relación con el descendiente genético, más que con el mimético. Los seres humanos, como entidades altamente espirituales que son, son mucho más el resultado de la comunicación ontogenética que de la filogénesis. La relación entre las cualidades genéticas con que uno nace y lo que uno llega a ser como persona, son mucho más contingentes, casi anecdóticas, que en los otros animales, y que lo que parece creer, de manera instintiva y más bien inconsciente, la tradición. 
No tiene, pues, nada de menos moral, sino acaso al contrario, una familia en la que los padres, un grupo múltiple de amigos y afines, crían y educan a sus hijos.

Por último, tampoco parece muy bueno el argumento (1) de la libertad de uso sexual, contra el cuál parecería ir la posibilidad de compartir el cónyuge. ¿Si yo tengo un ejemplar de la Suma contra los Gentiles, y tengo que (o, mejor sería decir –para que la analogía con el poliamor sea correcta- decido) compartirlo contigo, pierdo, en parte, la libertad de disfrutar de él cuando yo lo desee? Sí, en un sentido poco recomendable moralmente. Por lo demás, no parece más que una muestra de egoísmo y de afán de posesión.

Mi conclusión es que los argumentos que Tomás de Aquino ofrece a favor de la monogamia necesaria y “natural”, no son convincentes. Aún así, hay que reconocer en su visión cierta virtud: cierta apelación a la amistad como base de la vida conyugal, y cierta apelación a “cierta igualdad entre los cónyuges.
Los argumentos de Tomás parecen más bien encaminados a justificar lo convencionalmente sancionado por cierto estado social patriarcal, en un momento histórico determinado y con determinada estructura económica. Hoy es muy difícil ver eso como lo más deseable para el amor conyugal entre humanos.

sábado, 7 de julio de 2012

Uno para todos, todos para uno. En defensa del poliamor, I

Imaginemos una sociedad en la que, por razones que nadie o casi nadie conociera, estuviese tradicionalmente establecido, y sancionado por la ley, que cada progenitor (madre o padre) no pudiera tener más de un hijo simultáneamente. Aunque se sabría de épocas arcaicas y sociedades (de las que esa sociedad, además, se consideraría heredera en aspectos esenciales) en las que no se veía mal, sino al contrario, cuidar y educar simultáneamente a varios hijos, en nuestra sociedad imaginaria eso se vería como contranatural, por varias razones, tanto de utilidad como morales (de respeto…). Es mucho más fácil, se diría, criar a solo uno que a varios, así que los hijos múltiples sufren un agravio, comparados con los hijos únicos; además, no es posible amar simultáneamente a dos personas por igual y en el mismo aspecto, así que los hijos únicos son, caeteris paribus, más amados y cuidados que los numerosos; es inconcebible que si uno ama a su hijo pueda siquiera imaginarse amando, cuidando y besando a otro; etc.
Algunas personas de esa sociedad imaginaria tendrían, sí, hijos paralelos (porque pocos conseguirían mantenerse “puros” al respecto), pero los tendrían furtivamente. No los podrían reconocer legalmente (aunque ellos, y sus co-progenitores se lo pedirían encarecidamente), y sería muy mal visto socialmente.
Si un padre o una madre de esa sociedad anunciase a su hijo (de, pongamos, ocho, diez, doce o quince años), que iba a ser padre o madre otra vez (que estaba embarazada, por ejemplo), la reacción “natural” del hijo, alimentada continuamente por la cultura de toda su sociedad, sería la de sentirse traicionado y celoso, además de maldito para su sociedad. En vano la madre o el padre le dirían que el nuevo hijo será una compañía y amistad para él, o que su llegada no significará la menor merma de amor paterno porque “el amor no se divide, sino que se multiplica”. El hijo único (cosa que sería casi un pleonasmo en esa sociedad) replicaría que, para compañía, ya tiene amigos, y se los busca él, con los cuales no está obligado a compartir lo que no quiera; y que es imposible amar y atender a dos personas igual que a una sola.
 Sin embargo, igual que aunque tenemos por naturaleza tanto tendencias violentas como empáticas, intentamos (salvo en circunstancias adversas excepcionales) fomentar las segundas y reprimir las primeras, de manera análoga, aunque todos tenemos una cierta tendencia natural a la exclusividad y también nuestros hijos tienen a veces celos por los hermanos, y aunque conocemos los ejemplos de especies donde unas crías “eliminan” a sus hermanos (y hasta es habitual que ocurra esto en la placenta de la madre humana), etc., nosotros, sin embargo, en nuestra sociedad no monofílica, potenciamos más bien los sentimientos filiales y reprimimos los celos entre hermanos, y consideramos, en general, una bendición la familia numerosa (en hijos).

En cambio, aunque existen sociedades (con algunas de las cuales, como la hebrea antigua, buena parte de nuestra sociedad se siente espiritualmente filiada) y casos de especies animales en las que está instituida y sancionada la familia múltiple (de progenitores), y aunque la familia absolutamente monogámica conoce bastantes excepciones, no obstante en nuestra sociedad se considera muy mayoritariamente como casi monstruosa la posibilidad del Poliamor Contra ella se aducen (si es que siquiera se aviene a considerarla) tanto razones de utilidad como de respeto. ¿Qué hay de diferente en el caso del amor filial y el del amor conyugal, para que los argumentos que son blancos en el caso del hijo, sean negros en el caso de la “pareja”, y viceversa? ¿Cuáles son los argumentos para la bondad del Mono-amor?

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 Voy a precisar, primero, cómo entenderé, en esta discusión, el término Poliamor. En pocas palabras, el poliamor, tal como lo voy a usar aquí, es la pluralidad de relaciones amorosas simultáneas, conocidas, consentidas y aprobadas moralmente por los implicados.

Pero es necesario hacer las siguientes matizaciones o precisiones:

El poliamor no es, por una parte, lo mismo que la poligamia, en cuanto la poligamia es una institución que, en muchos lugares donde ha existido o existe, si no en todos, tiene poco que ver quizás con el amor, y sí más con unas relaciones familiares propias de morales arcaicas, donde, por ejemplo, las mujeres son casi propiedad del varón, o tienen una relación jurídica de pseudo-personas.
Sin embargo, en cierto sentido el poliamor, tal como lo voy a entender aquí, es una forma de “gamia” o relación conyugal, en el sentido de que pertenece a ese ámbito general de relaciones humanas orientadas al mantenimiento de un “hogar”, con hijos a los que se cría y educa, es decir, a la Familia.

La otra confrontación a la que hay que someter al poliamor es con las relaciones “puramente” sexuales. El poliamor no es un tipo de relaciones sexuales por número, ni pertenece al ámbito del “erotismo”, sino al del amor y la relación conuygal. Pero, desde luego, el poliamor no es ni puede ser asexuado. A diferencia de las relaciones de “mera” amistad, donde el sexo es un extraño (aunque no tiene por qué ser incompatible), las relaciones poliamorosas son “amorosas” en el sentido restringido en que lo son las relaciones conyugales habituales, es decir, intrínsecamente sexualizadas, lo que no significa, sino todo lo contrario, que no impliquen amistad.

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La Familia, decía, es una categoría fundamental de las relaciones humanas, consagrada como institución por todas las sociedades (que yo sepa), y que tiene como esencia la convivencia (conyugal) para la educación y cría de los hijos. Esto no quiere decir ni que toda familia tenga que tener hijos, de manera que si no los tiene se trataría de un caso frustrado (puede haber muchas circunstancias que hagan razonable que una relación conyugal no desee ni deba desear hijos) ni que la esencia de la relación conyugal sea la “procreación”, como si esta pudiera, realmente, desligarse de la mayor afinidad espiritual y amistad. El amor conyugal puede ser una de las formas más perfectas y espirituales de amor. Pero las personas que se “enamoran”, en el sentido pertinente aquí, incluso en los más sublimes de los casos, se orientan a una relación espiritual-sexual que tiene como realización natural la convivencia familiar, forma nuclear de toda sociedad.

Ahora bien, todo evoluciona y mejora, o puede y debe hacerlo. La familia puede adoptar numerosas formas. Propongo dividir esas formas en dos grandes categorías, a saber: grados (o niveles) y modos (o “modalidades”).

Con grados o niveles quiero referirme, principalmente, al nivel moral (y, político) que supone y en el que se incardina una familia. Lo que en algunas sociedades actuales, o en la nuestra en épocas pasadas, es considerado una familia moralmente normal (por ejemplo, las agresiones físicas, la subordinación de la mujer…), otros lo consideraríamos moralmente inaceptable para nuestra relación conyugal, y lo mismo pero a la inversa nos pasa a nosotros respecto de sociedades, actuales y futuras,  moralmente más evolucionadas que la nuestra.

Con modalidades entiendo las diferentes formas en que puede organizarse una familia (homo- o heterosexual, mono- o poliparental, mono- o poligámica, a perpetuidad o no…).

Por supuesto, cada sociedad tiende a considerar como la más natural la que está establecida en su lugar y momento, aunque también toda sociedad está dispuesta a reflexionar críticamente y cambiar, y, en cualquier caso, hay cosas mejores que otras. Aquí doy por supuesto que la ética tiene unfundamento natural y es objetiva y racional.

Hay dos maneras de apartarse de la familia tradicional o establecida. Una es deconstruirla. La otra, sublimarla. El deconstruccionista se encamina al “todo vale” (de manera que, ¿por qué no?, una persona podría unirse conyugalmente a su microondas), porque lo único que se requiere es el libre consentimiento de los involucrados. Como he argumentado otras veces, este concepto de libertad (muy propio del irracionalismo moderno y postmoderno) no puede apenas ser más vacuo. No lo volveré a discutir aquí.
Mi interés es, no deconstruir la familia o la relación amorosa conyugal, sino (al contrario) defender que el poliamor, es decir, la relación amoroso-conyugal múltiple, donde se entiende que el amor conyugal no tiene por qué ser exclusivo, supone una concepción más moral y espiritual, más sublime, superior en una palabra, respecto de la familia tradicional (y respecto de cualquier tipo de familia que haya existido hasta ahora).

Obviamente, esto no significa que una relación conyugal monoamorosa o monógama sea intrínsecamente menos buena que una poliamorosa. Antes bien, quizás la relación ideal sea monoamorosa (es discutible). Lo que es intrínsecamente peor, según intentaré defender, es el monogamismo obligatorio o excluyente. El poliamor no excluye, sino que subsume al mono-amor.

Dado que el poliamor, tal como lo entiendo aquí, presupone un determinado nivel moral (en que las personas son consideradas libres e iguales en derechos, y dignas de respeto, etc.), el poliamor no tiene que ser confrontado con cualquier relación pre-occidental, porque incluso la pareja conyugal monogámica de los países occidentales actuales es superior a cualquiera de esas formas, aunque solo sea por el grado o nivel moral en que se sitúan. El poliamor solo tiene que confrontarse con la pareja occidental. Ni siquiera tiene que confrontarse con la concepción que, de la relación conyugal, tiene la Iglesia católica (por ejemplo), dado que esta sigue manteniendo que la mujer está “naturalmente” subordinada al varón y es, en varios aspectos, pre-moral.

En próximas entradas revisaré críticamente los argumentos que, a favor de la monogamia han presentado los mejores pensadores (desde Tomás de Aquino, a Kant y Hegel).


domingo, 1 de julio de 2012

¿A dónde va Europa? (¿Y España?)

Dando por descontado que es verdad que los seres humanos somos en general (aunque unos más que otros) egoístas e ignorantes, y que la situación política en cualquier lugar del mundo es muy injusta y perfectible, y que los especuladores causan mucha injusticia e infelicidad, etc., creo, no obstante, que hay maneras menos demagógicas de describir lo que pasa últimamente en la política y economía europea, que las que se oyen en casi todas partes, sobre todo en España (y los otros países que pasan una mala situación): que los malvados bancos alemanes estrangulan a los pobres e inocentes habitantes del Mediterráneo, e intentan incluso quitarles su soberanía. Pensar en ello es pensar a dónde queremos que vaya Europa, y el mundo.

Los estados germanos o, mejor dicho, de Europa norte continental, son, en la historia reciente, los mejores estados del mundo. Son los estados en que hay mayor justicia y educación, además de bienestar y riqueza. En ningún otro lugar hay algo más parecido al ciudadano. Son los estados en que la gente tiene más cultura (el arte, la ciencia y tecnología, y la filosofía, están más desarrollados que en ningún otro lugar); donde hay menos fraude, tanto político como económico; donde el estado provee, gracias a altísimo impuestos, la mayor protección educativa y sanitaria del mundo. No obstante, las vidas de esos ciudadanos son, en general, bastante más austeras que en otros lugares, ricos y pobres, del mundo. Aunque se les considera parte del “sistema capitalista”, son muy diferentes al modelo anglo-estadounidense, que es mucho más voraz, desigualitario, inculto, violento y lejano al bienestar, pese a que cuenta con el poder militar sobre todo el mundo y la manufactura de dinero.

Cuando se promovió la unidad de los estados europeos, había que sintetizar las formas político-económicas del norte con las de los países mediterráneos y con las del Reino Unido. El Reino Unido, ya se sabe, es un tumor en Europa, y sería, quizás, deseable que, por algún movimiento tectónico, se desplazase de repente a través del Atlántico, hasta abrazarse con su familia natural, la USA formada por colonos procedentes de las capas más desestructuradas de la propia Inglaterra.

Los países del Mediterráneo son muy diferentes de los países nórdicos. Escasamente “ilustrados”, tienen una ciudadanía menos culta, educada y política, mucho más tramposa y dada al fraude en todos los niveles, y menos eficiente, aunque mucho más dada a los lujos y los espectáculos vistosos.
España, por ejemplo y por centrarnos, salió hace poco (en términos históricos) de un sistema totalitario y “paternalista” (o paterfamilista), y se encontró de pronto con una democracia que “miraba a Europa”. No se ha conseguido una verdadera educación cívica remotamente comparable a la de los países nórdicos. Los españoles nos quejamos por pagar los impuestos más bajos de Europa (y no nos quejamos, obviamente, de que sean bajos), los evitamos fraudulentamente cuando podemos, dando lugar así a la economía “sumergida” más abultada; malgastamos en sanidad, en energía, y en todo aquello de lo cual no somos conscientes, al parecer, de dónde viene, porque aún seguimos presos en buena medida de la idea paternalista del estado; padecemos gran desigualdad (comparados con los países nórdicos) y leemos menos pero gastamos más en futbol que cualquier otro país de Europa. Por si fuera poco, y como era de prever, cuando intentamos imitar un modelo “liberal”, nos fijamos en el anglosajón, en lugar de fijarnos en el germano: hasta los partidos de izquierda bajan impuestos y abogan por el endeudamiento…, y todos permiten que se privatice la educación y la sanidad. En nuestras mejores épocas, incluso vamos junto a Estados Unidos e Inglaterra, y contra el parecer del resto de Europa, a la guerra.

Desde hace unos años se vive una crisis económica de las que ocurren periódicamente. Lo que ha supuesto un “mero” bache para Alemania y sus hermanos pequeños, en cambio para España, Italia, Portugal, Grecia… está significando el riesgo de quiebra. Si la especulación es el gran mal, en España ese mal ha sido mayor que en cualquier otro estado de Europa, exceptuando Grecia. La bonanza española a la que se refería Aznar mientras nos colocaba en el centro del eje del bien, y de la que se sirvió después Rodríguez Zapatero para hacernos el país más avanzado en derechos sociales del mundo, se apoyaba en el aire. Parte de la riqueza vino de Europa (sobre todo de Alemania), como “ayuda” para que nos pusiésemos a la altura de poder ayudar nosotros a que se hiciesen europeas también Rumanía, Bulgaria, etc. La otra parte era pura especulación, sobre todo con la vivienda.

Para evitar la quiebra, necesitamos, otra vez, dinero alemán. Los alemanes se preguntan qué es lo que hemos hecho. Comprueban que, en los años de crecimiento y bonanza, en parte con “su” dinero, España ha mejorado mucho su bienestar, aunque con sombras:

     - Hay un muy buen sistema sanitario, aunque también un gran despilfarro farmacéutico y un mal uso generalizado de los carísimos medios.
     - la educación (pese a lo que dicen los conservadores españoles) ha mejorado continuamente, aunque sigue anclada en un modelo memorístico-magistral, poco funcional, y es muy penalizadora (más de la tercera parte de los estudiantes no obtienen el título de ESO, se repite mucho de curso, etc.)
     - Se han construido infraestructuras (autovías, trenes de alta velocidad), aunque se ha hecho muy poco para mejorar el sistema productivo. Con dinero europeo, por ejemplo, se dejó de explotar el campo y algunos terratenientes se han forrado replantando bonitas dehesas de encinas, pero se ha innovado poco en empresas tecnológicas adecuadas para el nivel social que pretende tener España.
     - Se pagan pocos impuestos (los españoles tienen mucho dinero para futbol, alcohol y tabaco) y existe un nivel muy alto de fraude…

¿Qué debe hacer Europa, con Alemania a la cabeza? Seguramente, el error que se cometió al principio, cuando la fundación de la unión europea, fue no fijar unos sistemas supra-estatales más férreos de control. Quizás la historia del siglo XX no permitía ni insinuarlo, y quizás también los noreuropeos confiaban en que los mediterráneos sabríamos crecer en todos los sentidos. Ahora, muchos de ellos tienen la clara sensación de que Europa contrae deudas y ellos las pagan, y no están muy dispuestos, con razón, a seguir construyendo Europa sin que eso comporte compromisos de “austeridad” y control por parte de los receptores. Los países que, como España, han dilapidado el crédito europeo anterior, apelan a que sin que nos asistamos unos a otros en los malos momentos, no es posible mantener el grupo, pero, eso sí, quien presta no debe inmiscuirse en cómo se lo gasta el otro, porque nadie puede meterse en la “soberanía” de nadie. Ese es el discurso del “jeta” de toda pandilla.

Europa exige a España que recorte gastos que no se puede permitir y suba unos impuestos demasiado bajos para tanto como quiere cubrir con ellos. Como el gobierno español no puede ni, en parte (dada su ideología liberal-anglosajona) quiere subir impuestos y recortar de manera justa (es decir, evitando el fraude, en todos los niveles, desde el chapuzas-sin-IVA al evasor de grandes fortunas, pasando por el acumulador compulsivo de medicamentos) lo hace generando mayor injusticia y desigualdad: masificando las aulas de la escuela pública y dificultando o impidiendo el estudio de los hijos de familias más pobres (en lugar de garantizar una educación pública de calidad y bien gestionada), haciendo pagar a todos la medicina (en lugar de hacérsela pagar al que no la necesita), recortando los derechos laborales (en lugar de controlar la eficiencia, tanto del empleado como, más aún, del contratador), etc.

Lo cierto es que, para Europa, pero sobre todo para España (o Italia o Portugal o Grecia), sería muy bueno que los estados-naciones “perdiesen soberanía”, y se pareciesen más a los estados y ciudadanías noreuropeos. Europa podría, entonces, representar un modelo alternativo al anglosajón. Por desgracia, eso no se consigue en un día. La cultura avanza muy despacio. Pero poblaciones humanas como la española y las otras mediterráneas están, quizás, en una disyuntiva importante: o acercarse realmente a los europeos del norte (liderados por Alemania y Francia –que puede hacer un poco de puente-), o dejarse caer en cualquier otra cosa, por ejemplo y sobre todo la depredadora cosmovisión anglosajona. Solo la primera opción me parece, realmente, una Europa por la que merezca alegrarse.

El discurso demagógico y victimista no es buen síntoma. Pero sí lo es ese otro discurso, que también se oye entre nosotros, por ejemplo y sobre todo entre personas del 15M y similares, que dice que tenemos un problema moral, y que todos debemos hacernos mejores, más austeros, menos especuladores, menos fraudulentos y más críticos, es decir, mejores ciudadanos. Y esto, aunque nos afecta a todos, no afecta a todos por igual. Los españoles somos más pobres en ciudadanía que los alemanes.

De fondo queda el mayor problema: ¿puede Europa dar de sí, ideológicamente, como para suponer una mejora moral? Pero esa es ya una cuestión filosófica demasiado gorda para esta ocasión.