miércoles, 1 de agosto de 2012

Violencia y estado de derecho: ¿es legítima la rebelión civil?


Los gobernantes españoles están preocupados, últimamente más que nunca, por la violencia de algunos ciudadanos indignados. Se sabe que en épocas de crisis económica, de mayor pobreza y (lo que es menos justificable) mayor desigualdad, aumenta la violencia social y política, y es para el gobernante una fuerte tentación (al menos para el nivel político que tiene la humanidad cercana) intentar erradicarla con violencia legal.

No obstante, los gobernantes no deberían preocuparse mucho: no es fácil que haya ninguna revolución, y la gente, en España por ejemplo, llegaría a morirse bastante pacíficamente de hambre en un banco público frente a un palacio, como pasa en otros sitios del mundo.

Se están criminalizando muchas actividades que eran consideradas conductas normales o hasta deseables entre ciudadanos políticamente comprometidos, y aumentando la consideración penal de otras que eran tenidas por leves. No es demagogia, sino la pura verdad, decir que sale “más caro” a un ciudadano romper una papelera (si lo hace, eso sí, en el contexto de una protesta política o ciudadana antigubernamental) o cortar la calle (si no es para comprar entradas para un espectáculo de masas) que defraudar a la Hacienda del Estado (sobre todo si uno posee un gran capital que evadir) o estafar a los clientes (sobre todo si uno es directivo de un Banco). Tomar, en el ejercicio del gobierno, decisiones contrarias a lo que se anunció o “prometió” a los electores, no está siquiera tipificado como delito o falta.

Los gobernantes y sus panegiristas dicen que la violencia o fuerza “no legal” es intolerable. Algunos indignados se lo creen. Otros dicen, tímidamente, que “violencia” es (también) dejar desprotegidos los derechos elementales de los ciudadanos, recogidos incluso en las leyes básicas (o sea, no elucubrados en un plano ideal, sino consagrados legalmente). ¿Qué puede decirse de la violencia en la política? ¿Deben los ciudadanos permanecer impasibles, haga lo que haga el gobierno, o los “tres poderes”? ¿Quién garantiza la legitimidad de los gobernantes? ¿Es legítima la rebelión civil? He aquí algunas reflexiones personales al respecto de todo esto.

Antes de nada, creo que sería necesario distinguir dos tipos de consideraciones acerca de la violencia, es decir, de cualquier acción física sobre una persona, contra su voluntad. Un tipo de consideración, que podríamos llamar absoluto, se pregunta si es moralmente aceptable cualquier tipo de violencia o deberíamos, más bien, no devolver nunca mal por mal, entendiendo esto pacifistamente: no resistir a  ninguna violencia y no violentar a nadie por ningún motivo. El otro tipo de consideración de la violencia, que llamaré relativo, parte del supuesto (provisional) de que sea admisible algún tipo de violencia, y se plantea cuándo es legítima la violencia. Para el tema político "del día", este segundo tipo de consideración es el más importante, así que me centraré en él.

Vivimos (como “sabemos”, si no somos sordos) bajo el “imperio de la ley”, o “estado de derecho”. Esto significa(ría) que hay un “orden de jurídico” (¿un orden justo?), “establecido” fácticamente, que garantiza los derechos de los ciudadanos legalmente sujetos a ese orden, mediante, si es preciso, el uso de la fuerza, que es considerada entonces fuerza legal. El orden jurídico no admite (idealmente) excepción alguna. Cualquier acto contra el orden establecido es violencia (va contra la voluntad establecida y sancionada), y toda violencia debe ser perseguida por la ley. Si, pues, los ciudadanos sienten indignación por algo, deben manifestarla por los cauces establecidos en el orden jurídico en que viven (¿aunque estos sean nulos o prácticamente nulos?). “Critica libremente pero obedece puntualmente”. Y esto se puede justificar tanto desde una óptica utilitarista (desde Hume y Bentham en adelante) como desde una que se cuide, exclusivamente, de lo justo (Kant y compañía). ¿Qué puede haber de equivocado en esto?

El error fundamental en que, cuando se refiere a la política fáctica, incurre este discurso es que confunde legalidad establecida con legitimidad, o “lo que es” con “lo que debería ser”. La premisa errónea es que el orden establecido debe ser respetado, porque es el legítimo. La ambigüedad del ‘debe’ esconde la falacia. ¿En qué sentido “debe” ser respetado: porque es justo, o porque puede ser obligado por la fuerza? ¿En qué sentido es “legítimo”, especialmente para individuos que no lo encuentran justo y respetable?

Quien está en el poder tiene siempre la tentación de incurrir en esa confusión de la legalidad con la legitimidad. Debería no ser necesario recordar que esto lleva directamente a que, por ejemplo, el régimen nazi era legítimo, y que lo sería cualquier régimen fácticamente establecido, es decir, cualquier ejercicio de poder físico que cuente o contase con la fuerza suficiente como para doblegar las voluntades de los ciudadanos o, si no, de eliminarlos. Si queremos, en cambio, creer que una banda de canallas o mafia no lo es menos porque tengan fuerza para imponerse y cuenten con uniformes, entonces la legalidad establecida tiene que ser justificada exhaustivamente a partir de una legitimidad suprapositiva o “ideal” (normativa, trascendental…) Y cualquier gobierno debe estar preocupado, antes que por cualquier otra cosa, por justificar lo más plenamente posible ante el ciudadano (ante todos y cada uno, idealmente) su auténtica legitimidad.

No hay ni ha habido, de hecho, gobierno alguno, por tiránico que fuese, que creyese realmente y diese a entender que su legitimidad consistía en el mero hecho de tener la fuerza para obligar o estar “investido” con la parafernalia oficial. Los tiranos, ciertamente, son lo que están más cerca de creer (o quieren hacer creer) que ellos son la excepción a (l sometimiento a) la ley, puesto que la ley son ellos. Pero incluso los “buenos reyes absolutos” (cuando la democracia no existía) se consideraban los primeros servidores de la ley. Ser un “buen rey”, no obstante, es, como toda cosa, en buena parte un ideal (en este caso, quizás un imposible lógico).

Lo mismo pasa con un gobierno democrático. Puede darse una justificación moral ideal de la democracia, ya partiendo de posturas, “kantianas”, como la igualdad de las personas en cuanto personas (aunque Kant no era demócrata, y no hay contradicción inmediata en ello), ya partiendo de posturas utilitaristas, “humeanas”, como que a todos o la mayoría nos irá mejor si todos o la mayoría tenemos ocasión de ver representada políticamente nuestra voluntad. Pero en el tránsito que lleva desde esa justificación ideal a su realización material, como en todo tránsito de lo ideal a lo material, se pierde “pureza” o, en términos políticos, legitimidad, y es necesario estar continuamente corrigiendo las imperfecciones que se producen en la expresión material de nuestro ideal.
Cuánto más teniendo en cuenta que la evolución (moral como en todos los sentidos) de la humanidad, camina desde lo menos hacia lo más justo: la historia, en la medida en que supone un progreso moral, es la progresiva y costosa materialización del ideal, y nunca la situación actual es completamente legítima, es decir, completamente justificada.

La ley es sagrada, sí, pero ninguno somos santos. En un mundo de ángeles, sería intolerable saltarse la ley, pero en un mundo de ángeles nadie querría ni vería motivos para saltarse la ley. En mundos de no-ángeles o desangelados, como es este nuestro, la ley, como todo lo puro, es un ideal.
En último extremo, un gobierno carece de legitimación ante un individuo si este se ve coaccionado y no convencido. El Estado, como lugar donde se realizan en armonía los proyectos vitales de todos, tiene como ideal resultar no coactivo para nadie, sino ser querido por todos. Desde luego, eso es un ideal, y la coerción es un mal necesario (y, en esa medida, un bien), pero siempre hay que ver esto como un déficit político. El imperio de la ley debe realizarse convergentemente a la aceptación, por parte del individuo, de esa ley. Necesidad y libertad deben coincidir, que diría Hegel.

Como nadie puede arrogarse ser el representante perfecto de la legitimidad ideal, nadie puede, aunque esté (o, mejor dicho, menos aún si está) en puestos de gobierno, mostrarse rígidamente inflexible con las violencias sociales, ni debe ahorrarse el esfuerzo de justificarse y legitimarse constantemente ante los demás (especialmente ante los gobernados). Un gobierno que se preocupa por justificarse y no se considera plenamente legitimado nunca, no solo no pierde sino que gana autoridad, moral y política. La legitimidad fáctica debe considerarse siempre relativa y perfectible, y los que ejercen el gobierno deben entregarse a la difícil pero imprescindible dialéctica de lo ideal y lo fáctico. Eso implica que no puede, rigurosamente, condenarse cualquier violencia cívica, sino que hay que considerarla como parte natural del proceso de desarrollo político, y saber “absorberla” o sublimarla, como elemento positivo y no meramente negativo que es.

En la medida, pues, en que lo establecido tiene déficit de legitimidad, es relativamente legítima la violencia. Por tanto, los ciudadanos indignados tienen relativo derecho a la rebeldía civil, y esta violencia no hace más que legitimarse en la medida en que el gobierno pretende acallarla por medios puramente policiales. Hasta santo Tomás aceptaba la rebelión, como último recurso. Y Kant, el rigorista, la rechazaba, porque confundió al soberano efectivo conel ideal.

Es evidente que nuestro gobierno “democrático” (como todos los gobiernos del mundo en una u otra medida, pero nuestro gobierno español, concretamente, en mayor medida que los gobiernos de nuestro entorno, europeo-occidental) tiene un importante déficit de legitimidad. Objetivamente, por todas partes y a todas horas puede comprobarse que los que ejercen el poder, y los que tienen mayores “fortunas” tienen mucha menos sujeción a la ley que la que se les impone a los demás  ciudadanos, que en esa medida quedan reducidos a cuasi-súbditos. Subjetivamente, muchos ciudadanos consideran bastante ilegítima la situación política, sobre todo si se cuenta entre quienes se sienten seres políticos o ciudadanos y reflexionan sobre lo que eso implica.

La legitimidad, por cierto, no se incrementa por el hecho de que los que ocupan el poder sean capaces de convencer a todo el mundo de que son sus legítimos representantes. Una masa desinformada y políticamente incultano es una democracia, es un esperpento que aparenta ser una democracia.
Los representantes políticos dicen que la legitimidad está en las urnas, pero esto es falso. En las urnas, a lo sumo, está la legalidad, o la parte más importante de ella. No hay ningún argumento (que yo conozca) por el cuál sea legítima la conducta de un gobernante que no cumple las “promesas” electorales, o sea, que defrauda a sus votantes. Y esto, digo, aunque la gente vuelva luego a votarle. Esto no aumenta la legitimidad de esos políticos, sino que disminuye la legitimidad o capacidad política de los electores.

¿Quiénes están más urgidos a respetar, de la manera más pura posible, la ley? Aquellos que están encargados de administrarla. Y no por pedagogía, sino porque han sido elegidos (sea por Dios o por el Pueblo) para ocupar ese “sagrado” lugar. La corrupción de lo mejor, es la peor.
Sin embargo, en una situación políticamente imperfecta y bastante carente de legitimidad, como la que vivimos, ocurre lo contrario. Podemos estar seguros de que, en la política efectiva actual, quienes reclaman con más contundencia que se respete la ley son en general los que la están incumpliendo desde una posición social de mayor impunidad y menor legitimidad tienen para reclamarla.

Dicho esto, también añadiría yo que la violencia política o social no es, en términos absolutos o ideales, ni justa ni beneficiosa, y denota una violencia intrínseca a las personas y a las situaciones políticas, que es una situación de “imperfección espiritual”, pero a la que tampoco hay que demonizar, sino corregir adecuadamente, es decir, mediante la racionalidad y la auténtica libertad, no mediante zanahorias y palos. En esta labor, los gobernantes españoles actuales no están ni remotamente a la altura de sus gobernados indignados.

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