lunes, 26 de noviembre de 2012

¿Dónde está Europa?, II. La tesis de la secularización


¿En qué lugar está Europa? ¿Hacia dónde cabe esperar que camine, y, sobre todo, hacia dónde debería caminar? Proponía en la entrada anterior que viésemos a Europa como una civilización ya madurita, que hace tiempo que dejó atrás su adolescencia y juventud, y alcanzó su “mayoría de edad” o autonomía, esto es, el uso pleno de su razón y su libertad y derechos cívicos, en lo que llamamos Ilustración. Y me preguntaba qué ha sido de Europa, de entonces para acá, y qué cabe esperar de ella.

Sin embargo, antes de seguir por ahí habría que atender a ciertas interpretaciones muy autorizadas de la Historia, que rechazarían, en todo o en aspectos esenciales, el cuadro que he trazado (y que no tiene, por otra parte, nada de original). En concreto, creo que es necesario afrontar la interpretación que de la historia de Europa (y de la Historia en general) hace Nietzsche. Su tesis, muy influyente, en diversas versiones, en la filosofía posterior a él (desde Heidegger hasta la posmodernidad y más acá), es incompatible con la versión clásica o “ilustrada” a la que estratégicamente me he acogido, y, sobre todo, implica previsiones muy diferentes de lo que cabe esperar que pase y de lo que debería pasar con Europa.

Nietzsche sostiene que la Europa Moderna e Ilustrada, y toda su descendencia (democracia, socialismo…) es una secularización de la “moral cristiana” (o moral sin más –el cristianismo sería su forma más sofisticada-), y anuncia que todo eso está ya en sus estertores y que llega irremediablemente el nihilismo que dividirá drásticamente la historia de la humanidad, porque acabará, no con esta o aquella moral, sino con la moral sin más, con la interpretación moral del mundo. De otras maneras, muchos otros “nietzscheanos” anuncian el final de la Modernidad, entendida como última fase de la cosmovisión europea tradicional, metafísica y racionalista, y la llegada de algo “totalmente otro”, una desconocida actitud o relación con la vida, el Ser… (o lo que sea que constituya la noción ontológica última que uno maneje).

Así pues, exactamente los mismos valores de la religión cristiana, según Nietzsche, se conservan en la modernidad, pero traídos a este mundo: Dios se convierte en el Hombre, pero sigue siendo un ideal anti-vital, o simplemente un ideal. Todos los que creen que la Edad Moderna es el progresivo desprenderse del yugo de la fe por parte de la razón, están en una completa ilusión. Hay básicamente continuidad, no ruptura. Los mismos santos, con otros hábitos: la Razón es lo mismo que la Fe. ¿Por qué creía Nietzsche esto?

Según él, hay dos actitudes opuestas ante la vida: la actitud metafísico-moral y la “vitalista”-amoral. La primera, la actitud moral, hija de la debilidad de la voluntad (de la falta de Voluntad de Voluntad) y el rechazo al devenir, es una actitud que idealiza, es decir, “inventa” o “finge” una realidad más verdadera que ésta del cambio constante, un mundo auténtico (platónico), universal y eterno, situado fuera del tiempo presente, donde no existen el sufrimiento o la muerte, y en el que se refugia la alienada voluntad débil para dejar de vivir. La visión moral del mundo es lo mismo, pues, que la concepción metafísica de la realidad. Esta actitud psicológica ha introducido la interpretación moral en el mundo, calificando a ciertas cosas como buenas y a otras como malas. En especial ha inventado los valores, contrarios a la vida, de la justicia-igualdad y la caridad: la idea de que todos somos iguales, merecemos el mismo respeto y tenemos los mismos derechos. En “verdad”, dice el desenmascarador, no hay tal igualdad, ni existen universales, tales como Dios, Hombre o incluso Yo. Solo “existe” el instante. No hay, pues, diferencia entre lo que sucede y lo que debería suceder, entre lo fáctico y lo legítimo, entre lo efectivo y lo ideal. Contra la interpretación metafísico-moral del mundo, Nietzsche nos propone una actitud amoral, en que “el hombre” vive en el instante presente que vuelve eternamente, al que ama incondicionalmente (amor fati), y se olvida de todo pasado y de todo futuro, de toda justicia-venganza y de toda promesa-crédito. “La ley es la fuerza” es la consecuencia radicalmente positivista de esa tesis.

La moral y política moderna e ilustrada compartirían, entonces, con el cristianismo (y con las morales filosóficas antiguas desde Sócrates en general –excepción hecha de Calicles y poco más-) lo fundamental: la igualdad ideal, la racionalidad y la universalidad. No importa que los ilustrados y los socialistas quisiesen y quieran el paraíso en la Tierra: no deja de ser el sueño de un paraíso que no está en el presente, sino en el reino de lo racional y universal. Fuera de esta visión moral del mundo solo está, advierte Nietzsche, la visión amoral (o, a lo sumo, una moral sin moralina, la “moral de señores”), la que redime al mundo mostrando que no existen valores en él, que “Dios ha muerto”, que la realidad no tiene, en sí, un sentido o un contenido moral, sino que está ahí para que la Voluntad introduzca el sentido y cree el valor.

La tesis de Nietzsche, recordaba, ha tenido muchos defensores en cierto sentido. Sin embargo yo diría que, paradójicamente, no existe casi ningún nietzscheano que sea nietzscheano, es decir, nadie que crea verdaderamente que la realidad no tiene sentido moral, que no hay nada bueno ni malo, que igual da causar dolor que placer, que la legitimidad la hace la fuerza (lo más cercano que sé, Mussolini, quien sí declaró ser relativista y verse a sí mismo como un creador de valores en un mundo donde no preexisten). La mayoría de los nietzscheanos, por ejemplo, son gente de izquierda, que sueña con un futuro de justicia e igualdad, y que, con toda seguridad, habrían resultado despreciables al propio Nietzsche (al menos al de ciertos pasajes, políticos), quien gusta de presentarse como una especie de anarco-elitista. Esos “nietzscheanos” piensan que cuando Nietzsche pone como ejemplares de personas “sanas” a aquellos papas del Renacimiento que se deshacían de sus rivales sin que les temblara el pulso, está haciendo literatura, porque realmente quiere decir casi todo lo contrario (que debemos respetar incondicionalmente al Otro, o algo semejante). En esto no dejan de recordar a los sutiles teólogos medievales que podían hacer decir cualquier cosa a cualquier santo maestro.

Por supuesto, como todo el mundo sabe, Nietzsche tiene infinitas lecturas (con la que quizás corra el “riesgo” de no tener ninguna, si no es eso lo que –especulan algunos- él mismo deseaba), y hay en él diversos niveles más o menos exotéricos. Unas veces la ciencia ha desmontado a la metafísica, otras es una víctima más de ella o incluso su propio vástago; unas veces la metafísica es falsa, otras no existe ninguna verdad (incluida esta); unas veces todo es Voluntad, otras la voluntad es un mito (como toda la psique) y todo acaece sin por qué ni para qué; unas veces hay que rechazar toda teleología y toda esperanza de futuro, pero otras se nos anuncia el ultrahombre, como un futuro prometedor... Quizás el “auténtico” Nietzsche, si existe algo así (aunque sea pese al Nietzsche sujeto humano escritor) es un místico que predica la gran liberación mediante la asunción de la nada del ahora eternamente girando sobre sí mismo (o sí otro). Pero no podemos olvidarnos de ese nivel del discurso en el que Nietzsche se burla de Kant por aplaudir la revolución francesa e interpretarla como prueba de la moralidad en el hombre; ese en el que desprecia todos los socialismos como idealismos; o en que se queja de que, con la democracia, se le haya hecho creer al pueblo que puede ir a la escuela y tener derechos; ese nivel en que el héroe que nos propone Nietzsche es Maquiavelo o Cesar Borgia… Hay que tener presente ese nivel, porque es el nivel en que tiene sentido una tesis historigráfica. Con el nivel esotérico, o místico, no tenemos nada que hacer. ¿Qué política podemos deducir de ahí? Pero Nietzsche habla de política, para denigrar el socialismo o la democracia, para admirar a Cesar Borgia… A los intérpretes de Nietzsche que no se sientan cómodos, habrá que decirles que, si él escribió estas cosas, por algo sería.

Desde luego, no se puede ser, por ejemplo, socialista, o demócrata, o algo así, si se acepta la tesis de Nietzsche. Si no existe el Ideal, si no hay un ámbito ideal de justicia que pueda y deba medir a “este mundo”, si solo hay lo que deviene, entonces todo, completamente todo, lo que deviene, es bueno, o, más bien, ni bueno ni malo. Cualquier juicio que se haga acerca de lo que sucede, será un juicio moral, ideal. Pero, quizás peor, tampoco se puede ser nietzscheano. Tampoco Nietzsche puede juzgar, como hace a menudo, la historia o el presente, ni proponernos un futuro mejor (el del ultra-hombre). Todo eso es cosa del momento exotérico, inconsistente (y no olvidemos que las argumentaciones de Nietzsche recurren fundamentalmente a la denuncia de inconsistencias en el otro). El amor fati implica la aceptación completa de lo que sucede, porque fatum es factum. Quien juzga y condena al mundo, idealiza, moraliza. Quien no quiere moralizar, debe callar. “De lo que no se puede juzgar, hay que callar” podríamos decir. Fuera de la moral, no hay nada.

La tesis de que toda moral moderna es secularización, pues, es solo solidaria de la tesis completamente irracionalista de que no hay moral posible, que nada puede ser juzgado. También es solidaria necesariamente de la tesis de que nada puede ser pensado, porque todo pensamiento es de lo universal o ideal. Ambas tesis son completamente inadmisibles: De hecho, “Dios ha muerto”ha muerto.

Hoy podemos y debemos considerar cosa del pasado ese estrés por el final de la moral, de Europa, de Occidente, de la Metafísica… Hoy seguimos con el viejo problema de cómo conjugar lo ideal y lo dado, lo universal y lo particular, lo uno y lo otro, la justicia y el interés. Hoy, todo ese estrés apocalíptico puede verse como una hipertrofia del voluntarismo y el irracionalismo filosófico, que ha acabado en el callejón sin salida del discurso de la muerte de todos los discursos. Entonces tenemos que volver a considerar la historia de Europa como algo vivo, algo no acabado, algo que no camina hacia lo totalmente otro. Hoy podemos seguir creyendo que hay alguna manera de juzgar a los hechos y a la historia, de acuerdo con valores ideales a los que este mundo debería responder, si no quiere ser feo e injusto.  

Nietzsche hizo mal (hay que hablar en pasado) al burlarse de Kant. Y Kant (y Fichte, y demás) hicieron bien (casi un gesto heroico) en aplaudir la Ilustración, como salida de la oscuridad de la sociedad paternalista, cuyo abuelo era la bestia rubia. Lo que no quiere decir, sino todo lo contrario, que la Ilustración sea la última palabra. Es lícito creer que deberíamos caminar (como el propio Nietzsche decía, en algunos momentos) hacia la emancipación de la voluntad, no solo de la del sujeto, sino del momento. Pero no llegamos allí sin pasar por el intermedio del reconocimiento de la universalidad racional y retrocediendo al mito o lanzándonos a la vacuidad intransigente.

¿Esto quiere decir que haya que bajar a Nietzsche del pedestal? No, si no le creemos algo así como un profeta, infalible y temible. Nietzsche es el grandísimo filósofo que más vivamente ha expresado el “negativo” de Parménides, el devenir. Es el místico del Devenir. Pero el Pensamiento es dialéctico, aunque también analógico.

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