sábado, 31 de marzo de 2012

Contra el Liberalismo

Lo que sigue es un boceto de ataque radical (aunque quizás inocuo) contra la ética y (por tanto) la política liberal, entendida de la manera en que se definirá a continuación. Aunque el ataque se dirige contra una versión muy (lo más) éticamente sustantiva (posible) del liberalismo –como la que representa, por ejemplo, Dworkin-, las versiones más débiles están sujetas, a fortiori, a la misma crítica. Lo que sigue ataca a la tesis de la bondad de la tolerancia y a la idea “moderna” de libertad. Por tanto, debería disgustar a todo o casi todo el mundo.

Caractericemos el Liberalismo con tres rasgos, bastante solidarios entre sí, pero que no excluyen otras posibilidades:

El liberalismo supone, esencialmente, que:
  1. diversos proyectos de vida, diversas maneras de valorar las cosas y de vivir, son igual de legítimos y merecedores de respeto. Esta es la tesis de la bondad de la tolerancia.
  2. Las elecciones de una persona son un compuesto de dos factores: las determinaciones (de diversos tipos, físicas, psicológicas…) extrínsecas a su voluntad, y su propia libre voluntad. Esta es la tesis de la libertad de la voluntad.
  3. La voluntad libre es, en cierto grado o aspecto esencial, inescrutable: es decir, no hay razones suficientes que determinen unívoca y necesariamente lo que una persona tiene que elegir. Esta es la tesis de la inescrutabilidad de la voluntad.

Libertad, inescrutabilidad de la libertad y, por tanto, tolerancia. Expliquémoslo un poco:

La tolerancia, que es seguramente la característica más llamativa y también la más querida por los liberales (con ella se diferencian de todo despotismo, paternalismo y totalitarismo), consiste en el respeto a la libertad inalienable e inescrutable de cada persona.

Los límites de la tolerancia son la tolerancia misma, es decir, el respeto (hasta donde sea posible, si es que no lo es completamente) de toda libertad individual por igual, independientemente de cualquier otro valor moral que no se deduzca de esa libertad inalienable e inescrutable.

Incluso en su versión más “anarquista” o minimal, el liberalismo reconoce un valor intrínseco a (un aspecto de) la persona: su libertad. (Este es un punto irreduciblemente “iusnaturalista” del liberalismo, se sea consciente de ello o no. Más allá de él está el simple positivismo, que carece de fuerza normativa). La Libertad es la esencia de la ética liberalista, por lo que su nombre no está mal escogido.

Incluso en su versión más éticamente sustantiva (“aristotélica”), el liberal sostiene que no hay una sola opción vital valiosa, buena, respetable…, sino que, cada uno optamos por un reto vital propio, que (según el modelo interpretativo de la vida como desafío, del que habla Dworkin) podemos realizar con mayor o menor destreza. El hecho de vivir la vida como un reto propio, con “intereses críticos” o normativos (en la versión de Dworkin, esto significaba que la noción de “bienestar” o vida buena, es compleja, que tenemos intereses acerca de cómo deberíamos desear actuar, además de meros “intereses volitivos” o actuales), implica que aceptamos “parámetros” de conducta no meramente subjetivos, como la justicia (es decir, la igualdad de los recursos entre personas), pero cuál sea nuestra opción vital es algo intransferiblemente privado.

Nótese bien que la bondad y legitimidad de que haya diversos proyectos de vida, no se basa en la diversidad de las características de los individuos y/o de sus circunstancias. Si así fuese, no habría realmente lugar para la tolerancia, sino que, una vez conocidas las características “naturales” de un individuo y de su entorno, se le podría determinar y prescribir la única manera buena de desear actuar y de actuar. A lo sumo podría darse indeterminación por el hecho de que no conociésemos con toda precisión “la naturaleza de las cosas”, incluida la de cada individuo. Pero lo que el liberalismo supone, con su tesis de la bondad de la tolerancia, es que hay un ámbito intrínsecamente inobjetivable de lo que es deseable para una persona, o sea, que ninguna cantidad de información puede reducir la indeterminación de la voluntad del sujeto.

Aquí está presente la idea “moderna” de libertad. ¿Qué es ser libre, según la concepción liberal? Un ser libre es aquel que elige entre al menos dos opciones, sin que esté o pudiera o debiera estar determinado por nada más que su voluntad. Libertad es, al menos en uno de sus aspectos esenciales, indeterminación. No solo indeterminación física (por supuesto, toda tesis moral y política presupone que el sujeto es, de alguna manera, libre respecto de toda determinación material, incluido el azar); y no solo indeterminación psicopatológica (un ser libre tiene que ser “dueño” de sí mismo), sino indeterminación, incluso, racional-cognitiva. Aunque un ser libre es un ser “racional”, capaz de evaluar de forma argumentada las diversas alternativas posibles, y, por tanto, en la moral y la política el conocimiento juega un papel esencial como informador, no puede ser que el conocimiento determine a la voluntad, diciéndole qué es lo valioso y deseable, como quiere el intelectualismo (por ejemplo, el socrático-platónico, o estoico), porque en ese caso no podría haber diversas alternativas vitales igual de valiosas independientemente de la “naturaleza de las cosas”. No se trata de que tengamos que ser pedagógicos en nuestro afán de mostrar a los otros el camino correcto que deberían seguir: es que hay un momento esencial en que no hay un cómo es mejor vivir, salvo por decisión del sujeto. En esto se fundamental la bondad de la tolerancia liberal.

Esta idea de libertad como acto indeterminado e inescrutable, aunque es tan vieja como el mundo, puede llamarse moderna porque es la que triunfó, sin complejos, con el voluntarismo protestante (donde Dios, modelo de toda persona, no está sujeto a que el Intelecto le dicte qué es lo que debe querer, como sostiene más bien el “intelectualismo” católico, sino que su voluntad es “inescrutable”). Aunque muchas éticas antiguas (incluida la aristotélica y la agustiniana y cristiana en general) reconocían un margen de indeterminación a la voluntad, veían como culpa que la persona eligiese cualquier cosa salvo una, la que era la buena. La tolerancia es un fruto protestante, aunque no siempre bien digerido.

                                                           ***
Pues bien (aquí viene mi tesis): la idea de Libertad como indeterminación es pobre e incorrecta: hace a la elección esencialmente irracional, y no explica cómo se llega a producir siquiera la elección. Por tanto, la idea de tolerancia, que se deduce de ella, es inaceptable.

La libertad como indeterminación o inescrutabilidad, presenta al acto de elección como esencialmente irracional: por mucha información con que cuente, y mucha ponderación argumental que le dedique, la “razón” o causa por la que uno elegirá esto o lo otro será, en último extremo, solo su inescrutable voluntad. Si no fuese así, no podría ser que para una persona haya, en algún momento, dos opciones morales igual de buenas, ni, por tanto, que para dos personas iguales y en iguales circunstancias haya dos opciones igual de legítimas. Si un sujeto libre es un sujeto racional, no puede ser que la libertad no se vea determinada por la razón. Un sujeto que, en último extremo, elige A o B sin una razón completa, es un ejemplo de acción irracional o incluso de puro azar.

La libertad como indeterminación o inescrutabilidad hace imposible la explicación de cualquier elección: no es inteligible una acción (ni siquiera aunque sea espiritual) en una situación de completa indiferencia.
Por supuesto, el liberal no cree que las personas actúen con indiferencia, sino que, o bien (en versión sentimentalista), a unas les gustan unas cosas y a otras, otras; o bien (en versión más intelectualista), unas personas “ven” racionalmente la mayor bondad de esto que de aquello. Pero, empezando por la versión sentimentalista, si no quieren que se trate de una motivación “patológica” de la voluntad por parte de los gustos, el sujeto tiene que poder elegir sus gustos; y, en la versión más intelectualista, la única manera de evitar el despotismo moral y salvar la tolerancia, para un liberal, es reconocer que proyectos morales distintos son igual de buenos racionalmente. Luego sigue resultando que la libertad opera donde ya no hay motivación suficiente, sea emocional o intelectual. Y esto vuelve ininteligible la acción, además de, por supuesto, presentarla como algo intrínsecamente irracional, y no propia de seres cuya esencia es la razón.

Veámoslo en otros términos: ¿Puede uno, aunque sea liberal, ser tolerante con sus propios deseos, gustos, voliciones? Uno adopta, en cada momento, una posición moral, que excluye todas las demás. Puede cambiar de opción moral de un momento a otro, pero en cada momento solo puede mantener una. Ahora bien, ¿cuál es la motivación suficiente para mantener precisamente esta, y no otra, opción? Si reconoce que no hay motivación y expresamente una motivación racional y razonable (que se apoye en características asumidas como objetivas y objetivamente valiosas), declara que su conducta es irracional. Uno no puede, en ningún momento, ser “tolerante” con su opción moral y política.

Y, si no puede serlo consigo, ¿cómo puede serlo con los deseos de los demás? Por la exigencia de universalización de las máximas (que acepta cualquier moral liberal, incluso en su versión consecuencialista o utilitarista), si yo no puedo creer que haya, para mí, dos modelos de acción igual de correctos y deseables, tampoco puedo creerlo para cualquiera que sea igual que yo, o sea, para cualquier persona en abstracto. Si uno cree, por ejemplo, que la homosexualidad o la práctica de ritos religiosos o comer animales, son degradantes para él, con independencia de sus circunstancias, y que está en su “interés crítico” no tolerárselos a sí mismo (aunque pueda ser comprensivo con sus eventuales incumplimientos), tiene que pensar que son degradantes para cualquier persona, y, por tanto, que no es correcto tolerarlos. Otra cuestión es cuál sea el medio más apropiado para combatirlos, pero deberá considerarlos intolerables.

El gran escollo para la ética liberal ha sido siempre su deseo de salvar la pluralidad de proyectos éticos, la no ingerencia en las vidas de los demás. Pero esa tesis implica la inescrutabilidad de la voluntad, y presenta la elección humana como algo intrínsecamente irracional. Esto deja, de paso, sin justificación a la propia ética mínima del liberalismo: el respeto incondicional de la libertad de cada uno. También esto es un proyecto ético, entre otros (otras alternativas son los despotismos, dictaduras, teocracias, anarquismos, etc.). Si un proyecto ético excluye a todos los demás (como el liberalismo pretende excluir al totalitarismo o al despotismo o a cualquier otra opción que no sea el Estado liberal), no puede ser que la libertad sea indeterminada e inescrutable; si un proyecto ético no excluye a los demás, entonces el liberalismo no puede fundamentarse contra los totalitarismos; si es que el caso del respeto de la libertad es una excepción, un valor que, a diferencia de todos los demás, es innegociable, habría que justificar por qué.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Mañana haré huelga

Porque lo de la bondad y justicia del “mercado “libre”” es un cuento chino, en el sentido prácticamente literal de la palabra y en los dos sentidos principales de la expresión: es un cuento que haya ni vaya a haber “libre” mercado (en ninguno de los sentidos de la palabra “libre”, incluido el más pobre, que es precisamente el que tienen en la cabeza las cabezas vacías del libremercantilismo), sino que hay una dictadura pura y dura; y porque, si lo hubiese, sería casi tan malo o casi más malo que no habiéndolo (salvo si lo hubiese en el sentido correcto de “libre”, que es el que las vacías cabezas burguesas, esclavas como son del interés, no pueden apenas ni comprender);

porque el “especulador” (salvo que especule acerca de la existencia de las mentes), el “emprendedor” (salvo que emprenda un viaje o una aventura por la selva) y demás personajes que tienen como objeto social “producir riqueza” (es decir, obtener dinero) y que, a juicio de los mercados, son más valiosos que los maestros o los niños, son el tipo de personaje más inmoral y asqueroso de la sociedad, tanto en sí mismos como por lo contagiosa que es su enfermedad;

porque cuando los líderes mundiales de la democracia dicen que algo es inevitable es segurísimo que no lo es, es más, es segurísimo que merece la pena evitarlo y atacarlo;

y por ciento catorce razones más (más o menos), entre que las quizás no es la menor que la mayoría de los que me rodean no lo ven así o simplemente no lo ven.

martes, 27 de marzo de 2012

Liberalismo y ética. La fundamentación ética de la política, según Ronald Dworkin

¿Cuánta moral puede soportar un liberal? ¿Y cuánta necesita?

Los liberales de los últimos… cuarenta años, han hecho más esfuerzos que nunca por moralizarse, o, más bien, han ido tomando cada vez más consciencia de que el liberalismo no tiene nada de moralmente exento. Si alguna vez (pero no en sus orígenes) hubo quien creyó que la esencia del liberalismo implicaba una absoluta neutralidad moral, después tuvo que admitirse que cualquier proyecto político implicaba una moral (aunque se la intentó mantener en mínimos), otros, más tarde, han sabido hacer de la necesidad virtud, o, lo que es mejor, han sabido hacer de la virtud necesidad. El liberalismo del siglo XX se ha ido, primero kantianizando y después aristotelizando (¿acabará por platonizarse?) Voy a recordar la teoría de Ronald Dworkin acerca de los fundamentos morales del liberalismo (tal como lo expone en Ética privada e igualitarismo político, Paidós, 1993). En futuras entradas me gustaría hacer algunos comentarios en torno al liberalismo.

El liberalismo parece condenado a la esquizofrenia: por una parte, un liberal es alguien que pretende ser completamente neutral respecto de los proyectos de vida de cada individuo; pero, por otra y a la vez, una persona no puede vivir sin una propia moral, y parece lo más natural que intentemos que otros vivan de acuerdo con lo que nosotros mismos creemos que hace buena a una vida. Es más, el propio liberalismo político debe tener alguna base. ¿Qué justifica al pensamiento liberal? ¿Por qué habría uno de ser políticamente tolerante? ¿Qué relación debe haber entre moral y política, en la mente de un liberal? ¿Cómo puede justificarse el liberalismo como mejor teoría política, si no es sobre una base moral?

Los intentos de fundarlo en algo pre-moral (la astucia, el interés), o en algo blandamente moral, fracasan, según Dworkin. La versión cruda del contrato no tiene fuerza categórica, porque, aunque aceptásemos sus tesis contrafácticas (o sea, que todos preferiríamos firmar el contrato, si nos encontrásemos en el estado de naturaleza que describe Hobbes) no tenemos razones para aceptar la situación política actual:

     “Un contrato hipotético, aunque esté en el interés de todos y cada uno, no es una forma menguada de contrato; no es un contrato en absoluto” (pg. 71)

Hace falta alguna base moral para nuestros principios políticos, como han reconocido, cada uno a su modo, Rawls o Scanlon, pero no pueden ser los mismos que aplicamos a la moral personal. Dworkin cree que todas las estrategias “discontinuistas” (según las cuales en lo político prescindimos de parte de nuestra moralidad) son inadecuadas, no justifican la fuerza categórica de lo político. Hay que aceptar que la política solo puede tener una fundamentación ética, y buscar ese fundamento para el liberalismo.

¿Cómo puede, sin embargo, una estrategia “continuista”, que permita deducir la teoría política liberal a partir de la ética, salvar la neutralidad política, que sería la esencia o parte de la esencia del liberalismo? Para contestar a esto se adentra Dworkin en lo que él llama “ética filosófica”.

La pregunta aquí es: ¿qué clase de bondad ha de tener una vida? La ética utilitarista nos habla de deseos satisfechos o de bienestar. Pero tenemos que resistirnos, dice Dworkin, al impulso reduccionista: el “bienestar” no es algo simple, tiene estructura. Hay que distinguir entre “bienestar volitivo” y “bienestar crítico”. El primero es el bienestar que consiste en conseguir lo que uno desea, y el segundo es el que resulta de lo que uno debería desear. Solemos desear lo que creemos que es nuestro interés crítico, pero no siempre sucede así. A veces (a menudo) no deseamos efectivamente lo que creemos que sería bueno que deseásemos. Entre un interés y otro hay un conflicto irreducible, que se manifiesta a menudo en la vida de uno.

Pues bien, el proyecto liberal, dice Dworkin, tiene que concentrarse en el interés crítico, no en el volitivo: puesto que los principios políticos son normativos, tienen que ver, no con si las personas consiguen en cada momento lo que desean (esto nunca tiene poder normativo), sino con si la situación política es aceptable para las personas que se toman en serio sus intereses críticos. Cuando estamos hablando de política estamos hablando de qué debería legislarse, no de qué nos apetece en este momento conseguir.

Es evidente que la gente tiene intereses críticos, que se manifiestan en forma de ciertas inquietudes y enigmas, tales como qué sentido tiene nuestra vida, o si nuestros intereses tienen algo de trascendente o son meramente indexados, o qué relación hay entre lo justo y el interés (el “problema de Platón”), o si la vida de uno es o ha sido buena tenga él consciencia de ello o no, o, por último, la relación entre yo y la comunidad.

Estos enigmas surgen, cree Dworkin, de que tenemos dos modelos de interpretación de lo valioso, de qué es una buena vida. El modelo del impacto dice que una buena vida se mide por su resultado final, por sus consecuencias. El modelo del desafío interpreta la bondad de una vida como algo que se puede hacer con mayor o menor destreza. Aunque ninguno de los dos modelos interpretativos es omnipotente, las éticas liberales, sostiene Dworkin, privilegian el modelo del desafío. El modelo del impacto explica por qué damos tanta importancia a personas como Martin Luther King, Mozart o Fleming, pero no explican cómo es que valoramos una vida por el simple hecho de ser vivida de manera íntegra. El modelo del desafío se adhiere a la idea “aristotélica” de que el principal valor de la vida es saber vivirla. Al tener menos en cuenta las consecuencias, es más proclive a admitir diversos proyectos de vida.

El modelo del desafío, cree Dworkin, explica mejor los enigmas éticos. Por ejemplo, para que una vida tenga significado no hace falta que dé tantos réditos como le pide el utilitarismo, o que sea elitista en algún sentido. Tiene sentido, en sí mismo, hacer las cosas bien. Respecto del enigma de la trascendencia de nuestros actos, el modelo del desafío tiende a verlos como indexados, pero esto no quiere decir que los vea como subjetivos: como ocurre en el arte, dice Dworkin, se trata de dar una respuesta adecuada, que implica “parámetros” de corrección de respuesta, siendo una cuestión ulterior (que el modelo del desafío no responde) cuál debería ser la respuesta correcta para cualquier artistas (o persona). La mayor parte de nuestras tareas en la vida son cuestión de parámetros. La propia justicia (entendida como igualdad de recursos) debe ser vista como un parámetro que hace mejor a una vida.

     “Si vivir bien significa responder de manera adecuada al reto adecuado, entonces a una vida le va peor si no puede enfrentarse al reto adecuado. Esto explica por qué la injusticia, por ella misma, es mala para la gente”.

Interpretando así la justicia, la tesis platónica de que ser justo es de interés, es muy atractiva. Nadie tendrá una vida mejor, en sentido crítico, utilizando más recursos de los justos. Aunque puede haber situaciones excepcionales, en que la injusticia posibilite una vida realmente mejor (por ejemplo, un niño que salva su vida con recursos injustos), “de acuerdo con el modelo del desafío, Platón estuvo muy cerca de la verdad”. Y, en cuanto al enigma de nuestra relación con la comunidad, el modelo del impacto, al ser un modelo referido a solo la persona, fracasa ante el dilema del prisionero, mientras que el modelo del desafío explica por qué nos sentimos miembros de un grupo, de amigos, antes de cualquier consecuencia extraíble:

     “La integración ética proporciona a veces la motivación necesaria para la racionalidad colectiva, pero no al revés”. (pg. 157)

Hasta aquí la ética liberal, según Dworkin. ¿Cómo se deduce, ahora, el liberalismo político? Si somos liberales éticos, basándonos en el modelo interpretativo del desafío, entendemos tener intereses críticos distintos, y esto nos obliga a defender una justicia de los recursos, y no del bienestar, a ser tolerantes con los retos vitales de cada uno, a ser igualitarista, y a distinguir bien entre limitaciones y gustos, compensando a quienes tienen limitaciones o minusvalías pero no a lo que resulta de los gustos de cada uno.

Todos estos rasgos, que son contrarios a nuestra ética personal, son moralmente deseables en política, porque el respeto de la vida como desafío o reto exige justicia de recursos, no de bienestar. El sistema del bienestar, de hecho, acaba con la vida como reto. Un liberal ético, a diferencia de un utilitarista o de un rawlsiano, no querría una porción grande si es injusta. Para el liberal ético, las instituciones no pueden privilegiar ciertos desafíos vitales. Las políticas no igualitaristas asientan la buena vida en algo más contingente que la persona:

     “En realidad, resulta insultante para todo el mundo un sistema político y económico consagrado a la desigualdad, incluso para aquellos cuyos recursos se benefician de la injusticia, porque una estructura comunitaria que presupone que el reto de vivir es hipotético y superficial, niega la autodefinición, que es parte de la dignidad. En el modelo del desafío, el autointerés crítico y la igualdad política van de la mano. Hegel dijo que amos y esclavos están en la misma cárcel: la igualdad abre las puertas de su celda." (pg. 179)

Creo que Dworkin se ha "tomado en serio" la teoría política, y ha llevado tna lejos o casi tan lejos como es posible la fundamentación ética de lo que podríamos llamar interesantemente “liberalismo”, es decir, la teoría según la cual las leyes tienen que garantizar que cada individuo pueda realizar su “reto” vital personal sin trabas ni impedimentos, en igualdad de oportunidades. Si Rawls, para salvar la neutralidad liberal recurría a un modelo kantiano (contractualista trascendental o formal), Dworkin lleva el liberalismo hasta donde se puede en un modelo más sustantivista o “aristotélico”, y consigue, no solo salvar la tolerancia sino justificarla éticamente de forma fuerte. Parece que más allá por el camino de una ética sustantiva, solo queda el despotismo o el totalitarismo que se atribuye a la República de Platón o al comunismo. Pero ¿es suficiente la posición de Dworkin para justificar el liberalismo, incluso entendido de una manera tan depurada?

domingo, 25 de marzo de 2012

¿Abuso sexual o abuso moral? De cuándo uno es libre para desear

¿Cuándo es moralmente “decente” que tenga uno experiencias o practique actividades sexuales?

“Cuando uno quiera”, se dirá (o, para precisar, cuando quieran tantos como estarían involucrados en esa práctica). Supongámoslo (supongamos que no es necesario preguntarse cosas como si hay ocasiones en que no habría que querer, aunque todos quieran, o cuántos están realmente involucrados, mediatamente). Pero ¿cuándo quiere alguien tener sexo?

La pequeña Ashley padece una encefalopatía que la mantendrá con una edad mental de unos tres meses toda su vida. A sus padres se les ocurrió, el equipo ético-médico del hospital lo aprobó (no sin advertir que tiene sus pros y contras y que algo así debería estudiarse caso por caso) y se le practicó una inhibición del crecimiento y un “vaciado” sexual. La razón principal que sus padres han aducido ha sido que, al ser más “manejable” (no pesará nunca más de unos cuarenta y cinco kilos, no tendrá pechos grandes, etc.) se la podrá tratar y cuidar mejor, y, secundariamente, que así no podrá ser objeto de “abusos sexuales”. Pero algunos bioéticos consideran que se ha atentado contra la dignidad de la niña. Yo no voy a juzgar la decisión concreta de estos padres y médicos, porque no creo tener la información suficiente. Para lo que me importa ahora: es obvio que se le ha privado de por vida de la que seguramente sería la mayor fuente de placer, e incluso quizás de sentido de su vida: el sexo.

“Pero, se dirá, ella nunca podría tener sexo consentido, nunca podría aprobar unas relaciones sexuales, así que más bien se la ha “privado” del estrés de un apetito que iba a quedar siempre insatisfecho”. Aquí es donde encuentro algo mucho más que dudoso: ¿realmente puede creerse que ella no querría sexo, y no expresaría de manera evidente su deseo (y/o voluntad) de sexo?

Claro: si, para otorgar que otro está verdaderamente queriendo o dando su consentimiento a algo, uno exige que esa persona esté en plenas facultades racionales y pueda expresarse manifiestamente, entonces esa niña no podrá dar nunca su aprobación a una relación sexual ni podrá “querer” nunca, porque, cuando sintiese apetito sexual (no solo llegada a la edad adulta, sino en cada una de las fases de la sexualidad) no sería capaz de decirse "¡oh!, ¡qué ganas tengo!", y muchos menos podría atribuirle consciente un objeto a su deseo (aunque ¿de cuántas personas se podría asegurar que hacen y deciden esas cosas muy racionalmente?).
Pero tampoco da su aprobación ni expresa su voluntad de que se la alimente, ni se la peine, ni se la vista, ni se le acaricie. Sin embargo sus padres, “lógicamente”, la alimentan, la peinan, la visten, la acarician. Es más, en cuanto a cosas como el alimento o el vestido, creen que ella, no solo daría su aprobación si fuese consciente, sino que (creen que) manifiesta ya su deseo. Si un bebé llora, entendemos que tiene alguna necesidad o deseo, hambre por ejemplo, y aceptamos que ahí está expresando su deseo y querer (todo el querer que puede a su edad), y no pensamos que al darle de comer estamos obligándole a una actividad no consentida. ¿Qué tiene de diferente el caso de la sexualidad?

“Bueno, la sexualidad, a diferencia del alimento (pero no del peinado o del acariciado) no es de necesidad vital”. Pero, además de que eso no es pertinente (porque no tenemos obligación de proporcionar a las personas solo cuanto requieran para la estricta supervivencia, sino todo aquello que haga su vida “mejor”), quizás el sexo sea la mayor fuente de placer, especialmente para una persona que, por enfermedad, no va a desarrollar su racionalidad ni siquiera para apenas reconocer sus manos.

“¿Debería, propondrá alguno, habérsele dejado con su sexualidad y esperar que ella sola se autosatisficiera?” Eso para muchos ya no sería inmoral, porque no implicaría que otra persona, sin su consentimiento, esté teniendo sexo con ella. Pero, ¿por qué, si ella se autosatisficiese, habría que pensar que lo desea, y no en cambio si fuese satisfecha por otro, como es alimentada o vestida por otro? ¿No deberían sus padres, o unos profesionales (si se considera más aséptico) procurar proporcionarle todo tipo de experiencias sexuales que, dada su edad fisiológica, sería de suponer que le resultarían muy placenteras? Imaginemos (porque aquí la imaginación, por los mismos truculentos motivos que están presentes en todo este tipo de casos, puede funcionar mejor) que fuese un varón y a partir de cierta edad sufriese erecciones habituales, que acabarían a menudo en eyaculaciones. ¿No sería deseable que hubiese personas dispuestas a satisfacer esos deseos manifiestos y proporcionarle placer? ¿Por qué habría que considerar cualquier cosa así como "abuso"., o atentado contra la dignidad de la persona? ¿No es más bien un abuso moral privarla de la sexualidad, con argumentos moralmente muy sustantivos y que no toda persona tiene por qué compartir sin convertirse por ello en indigno?

Los médicos de un sanatorio psiquiátrico (en Alemania, creo recordar), decidieron, para escándalo de algunos (o de muchos), contratar los servicios de un club de prostitución, por razones tanto terapéuticas como morales. ¿Qué ocurre en las historias personales e íntimas de tantos enfermos mentales y sus familias, en lo relativo al sexo?

Hay una gran hipocresía en la moral sexual. No en vano, la sexualidad es el foco de la propiedad, y el primer y universal casus belli, como ya recordó Horacio. Se ve como algo completamente natural que la sexualidad esté cargada de moral hasta las orejas. Y una moral muy primitiva, y muy enclaustrada en los oscuros subterráneos del origen del dominio. (Y, repito, estoy dejando a un lado si una sexualidad que no tenga ciertos ingredientes -que no se base en el amor, que no sea expresión de algo muy profundo, etc.- es moralmente inferior o no. Pero no pensamos que nadie pueda imponer su moral a otro -en una medida en que no le es impuesta a los demás, al menos-)
 
También hay una gran hipocresía con la voluntad. Muchas personas reclaman el “respeto” de una voluntad individual puramente formal, ajena a cualquier moral o “moralina”. Pero esas mismas personas, que no piden ni admiten que se pida ninguna justificación para las preferencias de uno siempre que no perjudiquen a las de otro, seguramente aprobarán lo que decidieron los padres de Ashley por el mero argumento relativo a los posibles abusos sexuales.

Una atribución semejante y un semejante despotismo se practica con los animales (y no me refiero ahora a lo relacionado con la sexualidad). Yo me cuento entre los que defienden los derechos de los animales y piensan que tienen manifiestamente voluntades e intereses, pero no entre los que piensan que cualquier relación que tengamos con ellos (como no sea mirarlos desde donde ellos no podrían advertirlo) es forzar su voluntad. ¿No aprueban los animales domésticos su vida doméstica, o muestran que desaprueban ciertos tratos? ¿Podemos distinguir si un animal está aprobando lo que le está pasando o le están haciendo? Creo que se puede distinguir en general bastante bien cuándo un animal (y una persona, incluidos los “discapacitados mentales”) aprueba lo que estamos haciendo con él, y cuándo no. Si decimos que, puesto que él no es racional (o lo es en mucho menor grado –lo que es verdad-), no está realmente aprobando la situación, lo estamos “incapacitando” para desear, y con ello estamos dando el argumento a quien diga que, hagamos con ellos lo que hagamos, no estamos haciendo nada contra su voluntad.

En el caso de un menor, se añade el despotismo del adulto, que se considera gestor moral de sus deseos, confundiendo esto con la educación. Apenas se tiene en cuenta la satisfacción de los deseos más fuertes de un menor. Es habitual que las madres que dan el pecho a sus hijos (cosa mal vista por algunas (o muchas), y cuyo periodo tienden a reducir al máximo) se lo retiren de la boca cuando perciben que el bebé ya no está alimentándose, sino solo “jugando” o chupando por placer. Es evidente que ahí se le está privando de uno de los mayores placeres, sexuales (o algo muy parecido), que uno tiene a lo largo de su vida. Los guerreros, tiburones del mercado, sacerdotes abusones y filósofos, seguramente se están forjando ya en el destete.

viernes, 23 de marzo de 2012

Algunas consideraciones sobre el aborto, V. ¿Existen las persona? ¿Desde cuándo?

La cuestión del aborto, sobre todo en la versión anti-abortista, entraña que existen las personas, y que existen (natural o materialmente) desde algún momento. Pero ¿existen las personas? Y, si es que sí, ¿cuándo empiezan?

¿Qué cosas existen? ¿existen las montañas, las plantas, los neutrinos? No me pregunto ahora por si existe algo (o todo es mera representación), sino por cómo individuamos o clasificamos las cosas en cosas, en sustancias.
Los más panteístas, como algunos materialistas, piensan que, en verdad, no existen diversas sustancias, sino una sola, la Naturaleza entera (o la energía total…), de la cual todas las normalmente consideradas sustancias no son más que modos: olas de un único mar, el agua primigenia de la que todo está hecho. Así pensaba Spinoza, por ejemplo.
Y esto bien puede ser razonable en términos absolutos, no lo voy a discutir ahora. Pero en términos algo más relativos, en los cuales la realidad se presenta como una pluralidad de cosas (o eventos), tenemos que distinguir entidades relativamente independientes, organizar la realidad en diversas sustancias, de acuerdo con criterios significativos. Porque una pluralidad indefinidamente inarticulada no es siquiera inteligible. Ni el más rudo de los contingentismos puede dejar de reconocer que, lo que nos es dado en la experiencia más primitiva, es ya un “constructor teórico”, con su articulación en sustancias, propiedades y relaciones.

(Voy a obviar aquí la discusión con el inútil relativismo, para el cual todo es arbitrario (he discutido esto en numerosas ocasiones en otros momentos, en el otro blog)

¿Cómo individuar las cosas? ¿Cuáles son criterios significativos de individuación de sustancias? He defendido otras veces que nuestros criterios ontológicos son fundamentalmente dos (que en el fondo apuntan a uno solo): identidad y actividad.

     - Identificamos cosas, sustancias, entidades, de acuerdo con el criterio de la mayor unidad y orden. Todo aquello que, de alguna manera, tiene unidad (continuidad espacial, temporal, cualitativa), lo consideramos (más o menos) cosa. Y si tenemos un todo, es decir, un conjunto de cosas con cierta identidad e individualidad, consideramos más sustantivo al todo cuanto más identidad y jerarquía presenta. Una simple conjunción de iguales (como los géneros “sortales”) tiene el menor grado de sustantividad. Por debajo de eso no consideramos a algo como una sola y única entidad, sino como un conjunto contingente de diversas cosas (un batiburrillo, digamos). Un todo en que las partes estén organizadas, con una parte más central, es considerada más sustancia. Etc.

     - También identificados las cosas por su capacidad de acción. Una cosa es cosa en la medida en que produce un efecto principal. Si un campo produce un efecto unitario, es una cosa. Una cosa es un foco de actividad o energeia, una entelequia.

De acuerdo con ambos criterios, una Persona es el tipo de sustancia más claro y reconocible que tenemos a mano. Podemos dudar de la verdadera existencia de los seres sin consciencia, pero no de aquel que tiene un Yo. Podemos poner en duda que una montaña sea realmente una cosa, y no una construcción nuestra; puede alguien pensar incluso (aunque me parece errado) que una planta no sea lo suficientemente unitaria y centralizada como para ser una sola entidad más bien que una sociedad muy organizada de sustancias (un todo posterior a las partes). ¿Puede dudarse de que un animal es una sustancia individual, dotado como está de consciencia (capaz de recordar, sentir, imaginar y razonar en cierta medida)? Peor la autoconciencia es, digo, el ejemplo más puro que conocemos de sustancia, tanto por estar dotada de una fuerte autoidentidad (la reflexión) como por ser un foco muy unitario de actividad. Si hay un Dios, ha de ser pura autoidentidad y pura actividad o acto.

Aquí, desde luego, hay un terreno amplio para la discusión acerca de qué es lo que constituye la identidad del sujeto, desde los que lo reducen a prácticamente nada (como Hume) o lo relativizan (Derek Parfit: “la identidad no es lo que importa”) hasta los que encuentran algo irreduciblemente identitario. Kant decía del “yo pienso” que es ese aspecto subjetivo-trascendental que acompaña necesariamente a todos mis pensamientos. Los pensamientos están indexados, son míos, y eso presupone la identidad personal.

Se puede discutir también dónde acaba una personalidad y empieza otra. Algunos filósofos hindúes piensan que solo hay un Sujeto o Atman (Schrödinger sentía una irresistible atracción por este pensamiento); otros sostienen que hay subjetividades completamente individuales: cada persona somos una hypostasis, que dicen los aristomistas.

¿Puede, por otra parte, un “único y mismo” cuerpo u organismo humano servir de soporte a diferentes personalidades, ya sea en tiempos sucesivos o incluso simultáneos?

Todas estas son cuestiones muy interesantes, que habría que intentar dilucidar. Pero ninguna de ellas ataca fundamentalmente el hecho de que, si hay que contar con las sustancias, no hay mayor sustantividad que la que supone la personalidad, especialmente la autoconciencia.



Pero ¿cuándo empieza una persona?

Hay un sentido en que es absurdo decir que una persona empieza. Las facultades mentales o aptitudes intencionales son irremediablemente irreducibles a un lenguaje natural-extensional (como aceptó el propio Quine). No hay manera de generar pensamiento a partir de naturaleza. Todo lo que podemos hacer es correlacionar un complejo mental (una mente, en una palabra) con un complejo material o natural. Esta correlación no es, como mostró Kripke, reducible a identidad (es lógicamente posible concebir una mente unida a otro cuerpo o a ninguno), y quizás (como argumentó Davidson) ni siquiera es una relación reducible a biunivocidad.

El asunto de cuándo comienza una persona, solo puede significar, en términos naturales, cuándo hay un complejo natural suficiente para implementar potencialmente conductas significativas de actividad mental. Conocemos a las otras mentes por analogía con nuestra conducta corpórea relativa a nuestra actividad mental (el lenguaje y demás actos significativos). Y podemos seguir la historia de los cuerpos humanos hasta su comienzo, todo lo que nos permita la ciencia natural.

Hay otro problema que merecería la pena discutir: si la personalidad es algo de todo o nada o es cuestión de grado. Algunos (desde Descartes a Chomsky y Davidson) piensan que el carácter holista de lo mental implica que es cuestión de todo o nada. No estoy de acuerdo. Hay personas más conscientes que otras de las implicaciones que tiene cada cosa que piensan. Ninguno (salvo Dios) tenemos consciencia de todas las implicaciones de lo que pensamos. Estamos despiertos en diversos grados. También los otros animales tienen grados de razonamiento y, por tanto, de personalidad. Quizás hay cosas como la autoconciencia que son una cuestión bastante discreta, o se tiene o no se tiene (como ser una célula que se replica o no). Parece evidente que la mayoría de los animales no tiene autoconciencia. Si uno es muy estricto con el concepto de personalidad, y le exige la autoconciencia, entonces habrá que negar que esos animales sean personas.
Pero, aunque la personalidad y la conciencia sean cuestión de grado, hay diferencias enormes, que hacen casi el papel de saltos discretos. Si se conservasen ejemplares vivos de los eslabones intermedios entre los homínidos más cercanos al homo sapiens actual y este, la cuestión de sus derechos presentaría un aspecto igualmente gradual. Afectaría, por ejemplo, a su derecho a la educación (serían capaces de aprender mucho más que un chimpancé)

jueves, 22 de marzo de 2012

Algunas consideraciones sobre el aborto, IV. Humano y Persona

Pero, siguiendo con lo anterior, ¿y si hay que distinguir Persona de Humano?

Por supuesto, todo el mundo sabe que Humano es un concepto biológico, mientras que Persona es un concepto psicológico. Es humano quien es mamífero con tales y cuales medidas. Es persona quien tiene tales o cuales capacidades o facultades mentales, aunque su cuerpo sea de silicio, de chocolate o incluso (si es que puede haber mentes descarnadas) inexistente, aunque en este último caso no correría tanto riesgo de ser abortado. Parecería, pues, que los seres humanos pueden o no implementar personalidad. Pero ¿cómo y cuándo podría separarse una cosa de otra? ¿Cuándo hay un ser humano que no es persona?

Quizás el caso más propicio sería el de un humano con un retraso mental suficiente e “irreversible”. Solo “razones” como el especismo o nuestros sentimientos empáticos, dicen algunos, nos lleva a proteger a estos seres como si fuesen personas, cuando no son más que humanos.
Creo que esto es un error. Un deficiente mental profundo es un humano enfermo y una persona incapacitada. El concepto de enfermedad es completamente significativo si lo es el de especie (no solo en sentido biológico). Un deficiente mental es un deficiente, porque lo natural hubiera sido que tuviese facultades “normales” (lo que no significa que las anormalidades no tengan también causas naturales, extrínsecas a la (norma de la) especie).
Además, nunca se puede decir con total certeza que una deficiencia es irreversible. Por tanto, un deficiente mental es un humano y una persona, enfermo y discapacitado, no un caso de humano pero no persona.

Mucho menos aceptable todavía, desde luego, es que un humano dormido, o transitoriamente inconsciente, no es una persona. Una persona, como cualquier otra cosa, es algo irreducible a un aquí y un ahora, algo “virtual”, que está en situación latente o potencial en la mayor parte de sus aspectos la mayor parte del tiempo. Por lo mismo, un embrión humano es un humano y una persona en estado latente.

¿Se puede, entonces, separar realmente Humano de Persona? Se pueden separar: si hay extraterrestres inteligentes, o ángeles dotados de algún cuerpo sutil, o máquinas capaces de reflexionar y de decidir, hay personas, individuales, no humanas. Y si hubiera una especie o raza o grupo de humanos que, teniendo las mismas características naturales que los demás humanos, no desarrollasen nunca (o prácticamente nunca) la capacidad de pensar y decidir racionalmente, se podría hablar de humanos sin personalidad (salvo por “accidente” o, más bien, “milagro”), como hay humanos blancos o varones. Pero mientras sea más razonable explicar la incapacidad de un individuo como efecto de causas extraordinarias y lesivas para el desarrollo normal de su especie, habrá que hablar de humanos enfermos y personas discapacitadas, y esto las hace sujeto de todos los derechos inherentes a las personas.

El humano es una de las maneras en que se puede materializar la personalidad en este mundo, como los relojes de cuerda son una de las maneras en que se puede materializar la medida del tiempo. Otras formas son los relojes químicos, por ejemplo. Un reloj es reloj también cuando no está funcionando pero puede funcionar, y solo deja de ser reloj cuando se rompe irreversiblemente. Una diferencia, a menudo confundente, entre los relojes o metáforas similares y un humano o algún otro ser vivo es que, mientras que los primeros son siempre igual (son entidades en sí estáticas) los seres vivos se desarrollan a lo largo de un tiempo (son entidades intrínseca y holísticamente dinámicas). Pero eso no les resta un ápice de identidad, solo la hace más profunda e interesante.

martes, 20 de marzo de 2012

Algunas consideraciones sobre el aborto, III. Los principales argumentos

     El principal argumento en contra del aborto es, desde luego, la posibilidad de que consista en matar a un ser humano.

     El principal argumento a favor del aborto es que una persona no tiene la obligación moral de prestar su cuerpo para que otra sobreviva.

Me parece obvio que el segundo es, en sí, moralmente más débil que el primero, mientras que el primero es más débil en cuanto al “hecho” que presume: que un embrión humano, o un feto humano, sean personas.

El lema “nosotras parimos, nosotras decidimos” es, en sí mismo, prácticamente tan repugnante como podía serlo el antiguo derecho paterno a matar a sus hijos. Creo que si hubiese algún argumento poderoso para sostener que un embrión o un feto humano son persona, se acabaría la discusión, porque pocas personas pensarían que tienen derecho a privar del auxilio de su cuerpo a otra persona, mientras esa sea la única manera de que esa otra persona sobreviva (dejando a un lado que se trata de su hijo, lo que podría conllevar una responsabilidad moral añadida). ¿Podría moralmente alguien negarse a vincularse fuertemente (físicamente) con alguien durante unos meses, sabiendo que, de hacerlo, ese otro morirá irremediablemente? ¿De acuerdo con qué teoría ética seria (es decir, que no sirva para justificar cualquier cosa) eso sería correcto? Me parece obvio que la inmensa mayoría de los defensores del aborto quieren dar por hecho que no se trata de una persona. Pero esto es algo que, en general, saben que no se puede dar por hecho.

¿Son personas los embriones y fetos humanos? ¿Cuándo algo es, material o físicamente, una persona? Es un asunto muy complicado, y un caso muy especial de un problema más general: ¿cuándo tenemos un ejemplar de algo? ¿Cuándo algo es un geranio, un armario, un humano, una persona?
Hay un aspecto del asunto que es filosófico o metafísico y otro que es científico (como en ocurre, por lo demás, en todo ámbito de cosas). El momento filosófico o metafísico tiene que definir a priori, entre otras cosas, Persona. El aspecto científico tiene que identificar si esos rasgos se dan en el embrión y/o en el feto, y en qué momento.

Nadie creerá que puede tomarse en consideración solo el estado actual de cierta entidad para evaluar su naturaleza. En todos los casos se tiene en cuenta sus virtualidades. Si uno deseaba vivamente tener un geranio y le venden o regalan una semilla de geranio y la arena adecuada, seguramente las protegerá como protegería al geranio, y en cierto modo creerá que ya tiene un geranio, aunque aún no pueda disfrutar de su vista y su olor. Si uno deseaba tener un mueble librería y acaba de recibir una caja de cartón que contiene todo lo necesario para montar una librería, seguramente hablará, con razón, como si ya tuviese la librería, aunque aún no pueda colocar en ella los libros. De manera semejante, parece que alguien ya tiene un hijo cuando el test de embarazo sale positivo o cuando la primera ecografía muestra el latido de lo que, de manera “natural” (es decir, según las pautas habituales en la naturaleza), llegará a hacer todo lo que hace normalmente una persona humana. (Es curioso comparar la información e interpretación de la información que, acerca del embrión en sus primeros momentos, ofrecen una clínica de fertilidad y una clínica abortiva).

Podría pensarse que, si no se hubiese planteado el tema del aborto, nadie habría puesto seriamente en duda que una persona humana empieza su existencia en el momento de la concepción (sin embargo, ni el propio Tomás de Aquino ni su Aristóteles situaban el comienzo de la persona humana en el momento de la concepción, sino varias semanas después -también es verdad que no tenían microscopios-).

Si no se hubiesen mezclado justo el óvulo y el espermatozoide que se mezclaron, no habría existido yo, sino otro, muy parecido: no habría existido la base sobre la que se ha ido montando todo este sujeto. Está por ver cuántas cosas están ya ahí determinadas o muy condicionadas y cuantas estaban aún completamente abiertas a ser (co)escritas por el entorno, pero está claro que desde ese momento hay una individualidad, en su primer momento de desarrollo o desenvolvimiento, y una individualidad humana...

Pero ¿y si hay que distinguir Persona de Humano? ¿Y si no existen las especies, sino solo individuos, o, mejor, momentos de individuos? ¿Y si las Personas no son entidades siquiera? Dejo estas cuestiones para otra ocasión.

martes, 13 de marzo de 2012

Algunas consideraciones sobre el aborto, II. Aborto e Izquierda

Una de las paradojas o, me atrevo a decir, absurdos que genera los avatares de la política en la historia es que la “izquierda” se haya sentido naturalmente impelida a defender el aborto, y sean los liberal-conservadores-religiosos (o sea, prácticamente todos los liberales realmente existentes, por muy al norte que te vayas) los que defienden el derecho de los no-nacidos.

Está claro que al principio fue parte de la estrategia de reivindicación y lucha por la igualdad de derechos y emancipación de la mujer (o, según otro discurso, de su liberación). En esto podían estar teóricamente de acuerdo todos los lugares del espectro político moderno, puesto que es algo implícito en la noción formal de ciudadano (y aquí queda por conseguir la igualdad de derechos o emancipación política de los menores).
Pero me parece evidente que ni la igualdad o liberación de la mujer está esencialmente unida al aborto, ni el asunto moral del aborto puede depender de los derechos de una parte de la sociedad.

El asunto se ha contaminado por el hecho de que las Iglesias del mundo entero se han puesto modernamente del lado anti-abortista, no porque se hayan puesto del lado de "la defensa del derecho a la vida", como capciosamente dicen a veces, sino, realmente, por la idea de la sacralidad de la vida, (mal)entendida como la no potestad natural del hombre sobre su propia vida. Esto es discutible, desde luego, pero, solo lo es en términos racionales. Una Iglesia no es una instancia moral, porque, una de dos: o está sujeta a evaluación racional, y entonces no es Iglesia, o no lo está (sino que cuenta con cierta fuente inescrutable de valores), y entonces no es moral. El rechazo del clericalismo, lleva a algunos y a muchos a sentirse obligados a rechazar todo lo que los clérigos de su época consideren “que va a misa”.

¿Cuánto de lógico es que la izquierda sea, en la política contemporánea, la principal defensora de la legalidad del aborto? Desde luego, es muy discutible qué hay que entender por derecha e izquierda, e incluso es discutibles para algunos que haya que conservar esa clasificación. Pero, mientras conocemos una mejor, creo que sigue siendo válido identificar a la izquierda como esa de las dos grandes opciones políticas modernas que piensa que
    
     -la sociedad tiene la obligación de proteger y amparar lo más posible a cada ciudadano, rigiéndose más por el “de cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades” que por “a cada uno según sus méritos”
     -los derechos individuales, especialmente el de propiedad, están siempre sujetos a que se satisfaga la prioridad de unos niveles de bienestar lo más profundos y sustantivos posible de todos y cada uno de los ciudadanos
     -y, en fin, la idea “republicana” de que para ser ciudadano no basta con disponer de una libertad meramente formal, si se carece de cosas como educación y bienes materiales suficientes como para ejercer una verdadera libertad.

Si algo como esto define y debe definir a la “izquierda” (mucho más que el elemento “progresista”, que también, por supuesto, debe figurar en el programa de cualquier partido de izquierdas, al menos en la medida en que es imprescindible abolir un viejo régimen de dominación de una élite), frente al liberalismo o “derecha”, para la cual, paralelamente, el motivo principal será la defensa de la libre competencia y del derecho individual a llegar lo más lejos posible, sin tener que hacerse cargo de las vidas de los vagos (siendo el motivo “conservador” un añadido con el que lidiar mejor o peor), creo que la izquierda está frontalmente equivocada al considerarse la defensora natural de la despenalización del aborto.

Lo más importante debería ser determinar si los embriones y los fetos deben ser considerados personas. Pero esto es, precisamente, lo que apenas se discute en la izquierda (con mala conciencia para muchos, hay que decirlo). Y con buenas razones se rehuye, porque, si se admitiese esa discusión, se correría el grave riesgo de tener que aceptar que quizás (al menos quizás) sean personas. Y entonces, el argumento de “nosotras parimos nosotras decidimos” sería demasiado parecido al lema ultraliberal: no tengo por qué costear las necesidades del que no sabe costeárselas solo. La manera en que los defensores más firmes del aborto (como ciertos grupos feministas) enfrentan el asunto, desestimando incluso la discusión de si se trata de una persona o no (no digamos ya del derecho del varón en el asunto) son indistinguibles de la manera en que algunos dicen que no hay ninguna obligación moral a la solidaridad con los desfavorecidos o los dependientes.

Y, desde luego, no tienen nada que ver con la emancipación de la mujer respecto del varón o respecto del orden social patriarcal (sí tenía que ver, coyunturalmente, hace un siglo, y hoy en día en otros lugares del mundo), como no tiene nada que ver con la emancipación de los dueños de capitales el que reclamen no estar obligados a pagar impuestos en el país.

En verdad, debería ser el liberalismo, y un liberalismo muy pero que muy radical, el que fuese directamente partidario del aborto, dejando en segundo lugar si se trata de una persona o no: sencillamente nadie tiene por qué cargar con nadie. Pero un pensamiento mínimamente solidario , como el que debería atribuirse la izquierda a sí misma (o que simplemente piense que el derecho a la vida es uno tan básico que hasta el más mínimo de los Estados debería proteger, para que se pueda hablar de Estado de Derecho) debería estar interesado, antes que nada, en saber qué posibles personas carecen quizás de protección de sus derechos (quizás porque son tan insignificantes políticamente que no tienen voz ni voto), y rehuir decididamente la falacia de que la gestación, al suponer una dependencia muy fuerte durante un periodo de su vida de un individuo respecto de otro, supone un intolerable ataque a la libertad de la madre. Al contrario, debería luchar por que la sociedad tenga que hacerse cargo de todo lo oneroso de ese peso. Pero, en ningún caso, defender que, al menos mientras la sociedad no protege a la madre cuanto debe, se admita el aborto.
Y esto significaría que cualquier persona de izquierdas debería anteponer, en la cuestión del aborto, la cuestión verdaderamente primera: ¿es el embrión o el feto humano, una persona? ¿Cuándo empieza uno a ser persona y a ser, por tanto, sujeto pleno de derechos?

viernes, 9 de marzo de 2012

Algunas consideraciones sobre el aborto, I. Adolescentes y derechos

Habrá una nueva ley de regulación del aborto. Los políticos y tertulianos (con sus obscenos recursos “argumentativos”) tienen una nueva ocasión de airear sus tópicos al respecto en los tenderetes de la democracia. Como entre ellos, uno más, muy humilde, es un blog personal, yo también quiero airear mis manías sobre el tema. Empiezo por lo más pequeño.

El aspecto que menos se va a debatir estos días o meses es, desde luego, el hecho de que con toda seguridad desaparecerá de la nueva ley el punto que permitía a una joven de dieciséis años abortar sin necesidad de informar a sus padres o tutores, cosa que escandalizaba incluso a muchos votantes “socialistas”. ¿Cómo puede ser esto? ¿Puede la ley, legítimamente, obligar a una persona, no ya de dieciséis años, sino de catorce, doce o cero años, a informar a sus padres de que está embarazada? ¿Cuál es la justificación? ¿Podría, acaso, un padre o madre estar en potestad moral de obligar a una menor a tener un hijo, o a abortarlo? A mi juicio, esto no es más que un ejemplo clarísimo de dominación de los adultos sobre los menores. Puesto que estos últimos (todavía nadie sabe bien por qué) no pueden votar ni ejercer cargos políticos, no están representados directamente por las instituciones políticas ni por sus ocupantes, es decir, simplemente no están representados, como antaño no lo estaban las mujeres, cuando su representación estaba mediada por el varón (y como se dice a menudo que los parados no están representados por los sindicatos). Es evidente que los adultos, con esa inconsciencia además que acompaña a lo incuestionado, legislan según sus intereses de adultos, y es su interés (creen ellos) mantener el dominio sobre los menores. Mientras tanto, ningún adulto estará obligado a confesar a sus hijos que ha abortado, o que ha “cometido adulterio”.

Los y las menores pueden consolarse, no obstante, con ese consuelo que tienen siempre a mano los dominados (y es que siempre hay alguien peor que tú, porque la inferioridad es, como la materia misma, de la que es hija, infinita o al menos indefinidamente divisible): los no nacidos tienen aún menos protegidos sus derechos. No es solo que no tengan ni voz ni voto, es que tampoco tienen "ni voz ni voto".