miércoles, 20 de junio de 2012

Ideas sofistas modernas



Que necesitamos, hoy más que nunca, a Platón, que quizás solo Platón puede salvarnos, puede verse fácilmente comprobando cómo su diagnóstico de lo que tuvo cerca, encaja perfectamente con las enfermedades que tenemos cerca nosotros, los hombres modernos y postmodernos:

Por naturaleza es más feo todo lo que es más desventajoso, por ejemplo, sufrir injusticia; pero por ley es más feo cometerla. Pues ni siquiera esta desgracia, sufrir la injusticia, es propia de un hombre, sino de algún esclavo para quien es preferible morir a seguir viviendo y quien, aunque reciba un daño y sea ultrajado, no es capaz de defenderse a sí mismo ni a otro por el que se interese.
Pero, según mi parecer, los que establecen las leyes son los débiles y la multitud. En efecto, mirando a sí mismos y a su propia utilidad establecen las leyes, disponen las alabanzas y determinan las censuras. Tratando de atemorizar a los hombres más fuertes y a los capaces de poseer mucho, para que no tengan más que ellos, dicen que adquirir mucho es feo e injusto, y que eso es cometer injusticia: tratar de poseer más que los otros. En efecto, se sienten satisfechos, según creo, con poseer lo mismo siendo inferiores. Por esta razón, con arreglo a la ley se dice que es injusto y vergonzoso tratar de poseer más que la mayoría y a esto llaman cometer injusticia. Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que él fuerte domine al débil y posea más. En efecto, ¿en qué clase de justicia se fundo Jerjes para hacer la guerra a Grecia, o su padre a los escitas, e igualmente, otros infinitos casos que se podrían citar? Sin embargo, a mi juicio, estos obran con arreglo a la naturaleza de lo justo, y también, por Zeus, con arreglo a la ley de la naturaleza. Sin duda, no con arreglo a esta ley que nosotros establecemos, por la que modelamos a los mejores y más fuertes de nosotros, tomándolos desde pequeños, como a leones, y por medio de encantos y hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es lo bello y lo justo. Pero yo creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría, quebraría y esquivaría todo esto, y pisoteando nuestros escritos, engaños, encantamientos y todas las leyes contrarias a la naturaleza, se sublevaría y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y entonces resplandecería la justicia de la naturaleza.

He ahí la ultramoderna condena de toda moral tras-natural o de rebaño, el anuncio del superhombre ..., (por más que les moleste a los adoradores de Nietzsche reconocerlo aquí); pero también el “naturalismo” y positivismo moral y político, en su forma más cruda, o sea, más sincera, menos mentirosa.
Más:

Por bien dotada que esté una persona, si sigue filosofando después de la juventud, necesariamente se hace inexperta de todo lo que es preciso que conozca el que tiene el propósito de ser un hombre esclarecido y bien considerado. (…)
Cuando veo a un hombre de edad que aún filosofa y que no renuncia a ello, creo, Sócrates, que este hombre debe ser azotado. Pues, como acabo de decir, le sucede a éste, por bien dotado que esté, que pierde su condición de hombre al huir de los lugares frecuentados de la ciudad y de las asambleas donde, como dijo el poeta, los hombres se hacen ilustres, y al vivir el resto de su vida oculto en un rincón, susurrando con tres o cuatro jovenzuelos, sin decir jamás nada noble, grande y conveniente.(…)
Pues si ahora alguien te toma a ti, o a cualquier otro como tú, y te lleva a la prisión diciendo que has cometido un delito, sin haberlo cometido, sabes que no podrías valerte tú mismo, sino que te quedarías aturdido y boquiabierto sin saber qué decir, y ya ante el tribunal, aunque tu acusador fuera un hombre incapaz y sin estimación, serías condenado a morir si quisiera proponer contra ti la pena de muerte.
Y bien, ¿qué sabiduría es esta, Sócrates, si un arte toma a un hombre bien dotado y le hace inferior sin que sea capaz de defenderse a sí mismo ni de salvarse de los más graves peligros ni de salvar a ningún otro, antes bien, quedando expuesto a ser despojado por sus enemigos de todos sus bienes y a vivir, en fin, despreciado en la ciudad? A un hombre así, aunque sea un poco duro decirlo, es posible abofetearlo impunemente. Pero, amigo, hazme caso: cesa de argumentar, cultiva el buen concierto de los negocios y cultívalo en lo que te dé reputación de hombre sensato; deja a otros esas ingeniosidades, que, más bien, es preciso llamar insulseces o charlatanerías, por las que habitarás en una casa vacía;
imita, no a los que discuten esas pequeñeces, sino a los que tienen riqueza, estimación y otros muchos bienes.

Aquí tenemos el sagrado pragmatismo de la época postfilosófica (no pienses, actúa), aunque dicho con algo más de bilis de lo que usan algunos de nuestros profetas de la sociedad del bienestar definitivo.

Por último, veamos la tesis de que filosofar es extraviarse en el bien-hablar, que es hablar del pueblo (o, como mucho, de los científicos también). El filósofo como una pobre mosca, o un niño que se golpea contra los rincones de la gramática correcta:
Pero, si cuando uno es ya hombre de edad aún filosofa, el hecho resulta ridículo, Sócrates, y yo experimento la misma impresión ante los que filosofan que ante los que pronuncian mal y juguetean.

En fin, todas las ideas raquíticas de la modernidad están fotografiadas en apenas tres páginas del Gorgias (483c y ss., traducción de J. Calonge, Editorial Gredos), por ejemplo. Quien quiera ver cómo se refutan casi solas, solo tiene que leer ese maravilloso diálogo socrático-platónico. O, en su defecto, seguir algunas de las próximas entradas de este blog, en las que pienso ir recordando la deconstrucción de la deconstrucción, a la que Sócrates somete a Calicles.

jueves, 14 de junio de 2012

Educación liberal vs educación en libertad II

Los liberales, al menos los “vulgares” (y esto engloba a todos los liberales “realmente existentes”, al menos todos aquellos que puedan tener algún impacto político y social en la mayoría de los países, especialmente en el nuestro y nuestro modelo, USA) reclaman “libre” acceso a la educación que uno prefiera. Ya hemos visto que este “uno” es una falacia, porque no se refiere al uno que va a ser educado (o sea, el niño), sino al uno (el padre del niño) que va a decidir (lo más “libremente” posible, es decir, según su arbitrio individual) la educación que obligatoria y necesariamente debe recibir el otro.


Pero ahora fijémonos en el hecho de que, en una sociedad de mercado, no todas les escuelas cuestan lo mismo. Unas son proporcionadas quasi-gratuitamente por el Estado, otras están subvencionadas, y otras tienen precios diferentes, algunas de ellas inaccesibles salvo para una “élite” económica. ¿Qué debería pensar el liberal acerca de esto? ¿Cuán accesible tendría que ser para cada individuo, la educación? ¿Es lícito, desde una perspectiva liberal consecuente, que la educación tenga un precio?

Recordemos que por “liberal” estamos entendiendo la ideología de toda persona que crea que
el Estado tiene como objeto garantizar que, en la medida de lo posible, las personas (o individuos) hagan todo aquello que voluntariamente decidan, sin sufrir coacciones de nadie ni, por tanto, infligirlas a nadie. Esto implica que el Estado respete y haga respetar los acuerdos legales o contratos establecidos entre individuos responsables.

Es esencial al fundamento de esta ideología sostener que los individuos tienen, dadas sus cualidades personales propias, méritos y deméritos, y, por ello, un derecho natural (es decir, tal que cualquier Estado que no respete ese derecho es, en esa medida, injusto) a gozar del fruto de lo que han conseguido, libres de coacciones.

Vamos a hacer abstracción de los muchos problemas generales que eso comporta, como, por ejemplo, por qué no sería de “derecho” natural lo que alguien consiga por la fuerza (lo que llevaría al anarquismo total y la guerra de todos contra todos o “anarquismo de derechas” –opción poco apetecida por la inmensa mayoría del pensamiento liberal-), o, un ejemplo más y más relevante, el problema de si uno se merece las cualidades con las que nace (es decir, si sencillamente la idea de “merito” tiene sentido, cosa que ya he discutido en otro lugar).

Demos por supuesto, entonces, que uno tiene derecho a gozar de (la posesión de) todo aquello que consigue por sus méritos, en un medio social libre de coerción (salvo la que implica la necesidad de garantizar la coexistencia de la mayor libertad posible de los miembros de la sociedad).

Es evidente que, para que realmente se produzca la situación justa desde la perspectiva liberal, y cada individuo posea cuanto le corresponde por méritos propios, es imprescindible que todos los individuos estén en circunstancias socialmente equivalentes, es decir, que la situación social no favorezca a unos y perjudique a otros.

Un liberal debe luchar, por tanto, porque en la “competencia” todos los competidores gocen de las mismas o equivalentes circunstancias sociales, de modo que solo sus méritos personales “coloquen a cada uno en su sitio”.

Esto es especialmente pertinente cuando se trata de la educación, sobre todo la primaria, puesto que ahí aún no se puede atribuir mucho mérito (si alguno) al individuo. Para que la sociedad esté segura de que todos sus individuos gozan, en el mayor grado posible, de aquello que realmente merecen por sus dotes naturales y su trabajo, es esencial y necesario que la situación de partida de todos los individuos haya sido la misma o equivalente.

Por tanto, un liberal consecuente debe desear y luchar por que no haya discriminación educativa, y las circunstancias extrínsecas al propio individuo (como lo son el que sus padres tengan tal o cual renta) no ejerzan ninguna influencia en él, de modo que desarrolle cuanto naturalmente puede.

Y esto no se aplica solo a la renta, desde luego, sino al “contenido” de lo que el individuo tenga acceso a aprender. Es obvio que, por poner un ejemplo extremo, si una familia de una secta extremista en cierto fideísmo, impide a sus hijos asistir a toda otra escuela que la de sus dogmas, es individuo, el hijo, está siendo privado de su derecho natural al conocimiento de la realidad, conocimiento que, aunque desde un punto de vista liberal no sea condición suficiente para “triunfar en la vida”, es una condición necesaria. Decir aquí que ese hijo no está siendo privado de conocimiento, sino simplemente se le está proporcionando otra información y, sobre todo, otra interpretación, tan válida como cualquier otra, de la información, es un error, porque eso implica que no hay nada que constituya lo que es un conocimiento adecuado y una interpretación mínima correcta, lo que deja sin base a la propia argumentación racional, que sin embargo el liberal necesita para justificarse contra todo totalitarismo o anarquismo.

En España, sin embargo, ya que estamos en crisis, se sube las tasas universitarias, se aumenta la ratio en la escuela pública, se sigue concediendo desgravaciones fiscales para alumnos que se matriculan en las escuelas de élite (donde, desde luego, la inmensa mayoría de ciudadanos no puede siquiera imaginar en matricularse)… En los próximos años, en España, muchos alumnos no estudiarán en la universidad porque en casa no habrá dinero para sostenerlo (claro que no es un problema, porque tenemos exceso de titulados universitarios), y, en unos cuantos años más, los líderes de la sociedad serán, mayoritariamente, hijos de padres con mayores rentas, ya que, a igualdad de capacidades intrínsecas del individuo (que podría considerarse “méritos”), las influencias de las circunstancias externas (que no son méritos en ningún sentido) influirán de alguna manera en los resultados. Lo que será, liberalmente considerado, injusto, y también perjudicial para la sociedad liberal.

Por tanto, en España no hay ningún liberal que tenga influencia en la política. Lo que hay es un grupo oligárquico y conservador, e ignorante de lo que es el ser humano y la justicia.

Quizás si hay educación liberal, en algún sitio: 99% de educación pública y completamente gratuita. ¿O es comunismo? (ver minuto 34)

miércoles, 6 de junio de 2012

Los errores de Tomás de Aquino en sus argumentos contra Sócrates

Según la teoría aristotélico-tomista, se equivocan Sócrates y Platón cuando pretenden reducir toda maldad a simple ignorancia y toda culpa a error: hacemos mal a sabiendas. ¿Cómo es esto posible? He discutido en otras entradas los aspectos más generales de este asunto. Me centro ahora en la argumentación concreta acerca de cómo es posible compaginar el razonamiento moral con la maldad, tal como lo sostiene Tomás.

Tomás, siguiendo a Aristóteles, argumenta que, si tenemos en cuenta que hay que distinguir entre saber en hábito y en acto, y también entre saber en términos generales y en particular, podemos explicar que uno tenga saber en hábito y en general de lo que está bien, pero en el momento del acto concreto elija lo contrario, estorbado por la pasión o concupiscencia.
El continente, dice Tomás, razona así: conoce, como todo el mundo, la premisa mayor, “No hay que cometer pecado”; y aunque la concupiscencia le propone el placer, sigue razonando: “esto es pecado, luego no hay que hacerlo”. Pero en el incontinente prima la concupiscencia, y, una vez conocida la mayor, continua, sin embargo: “esto es delectable, luego hay que perseguirlo”. Y así peca por debilidad: aunque sepa lo bueno en universal, no sabe en particular, porque no lo toma según razón, sino según concupiscencia. No cae en una contradicción propiamente (lo que daría la razón a Platón), ya que el primer momento es conocimiento en hábito (no en acto) y universal (no particular).

Esta argumentación me parece vana y errada:

Empecemos por la tesis de que la pasión puede estorbar a la razón, de forma que “haya ciencia en hábito pero no en acto”, o que se caiga cuando se llega a lo particular, aunque se sepa lo universal; es decir, que el trecho que va del dicho a hecho sea truncado por la pasión. En todo caso, lo que es evidente es que esto no es Culpa, porque la pasión no se elige libremente. Uno querría no llevarse por la pasión. Si le ocurre que, al hacer su juicio moral y deducir su conducta, es “estorbado” por la pasión, además de que actuará por ignorancia, lo hará involuntariamente. Y si cree que ahora debe hacer esto (no siendo estorbado), está simplemente equivocado (supuesto que lo esté, es decir, que tengamos un buen conocimiento de lo que es bueno –como presupone la argumentación-).
En realidad, no hay que meter a la pasión para nada en el razonamiento: o se razona correctamente o no. La pasión no es ninguna de las premisas, ni es parte del mecanismo deductivo: no es un elemento lógico. Si no se razona correctamente se actúa irracionalmente, pero entonces no hay debilidad sino ignorancia. Por eso, el argumento tomista de que el pecador toma la premisa menor del ámbito de lo concupiscible es equivocado.
(La tesis socrática, por cierto, no es (como la describe Tomás) que la pasión no predomina nunca sobre la razón, sino que la pasión es sólo un tipo de “razón” o, mejor, de creencia, la creencia errada, o, mejor, confusa).
¿Es responsable el sujeto de una pasión que estorba sus determinaciones racionales? ¿En qué medida un acto que es causado contra su verdadero parecer es suyo? Lo pasional parece como una parte ajena del sujeto, que le condiciona contra su mejor voluntad. Pero ¿es responsable el sujeto de tener ese apéndice mortal? Sí, podría decirse, si lo afirma. Pero si lo afirma es, o por error, o “estorbado” a su vez por la pasión, luego no con responsabilidad o voluntad.

Que el conocimiento sea de lo universal, pero la acción de lo particular, es falso, como ya argumenté en otro lugar. Tanto conocimiento hay de lo universal como de lo particular, y, desde luego, la pasión no colma un hueco que el conocimiento deja, por ser formal. Si así fuese, no podríamos tener noticia de nuestros propios actos concretos. Otra cosa es que, dado que no tenemos un conocimiento perfecto, no podemos predecir completamente lo que ocurrirá, de forma que, contra nuestra voluntad, las circunstancias frustren la acción deseada. Pero esto no es de responsabilidad del sujeto.

Además, para que la pasión coparticipase sería necesario que conociésemos todos los detalles y aun así la facultad determinante de la acción no fuese la deducción más racional: “conozco lo mejor pero hago lo peor”. Pero esto es lo que niega el intelectualismo. Si hago lo “peor” es porque lo considero lo mejor.

Puede ser que en un determinado nivel de conciencia sostenga unos principios que son incompatibles con esa volición concreta. Pero esos principios están en competencia con otros, con otras razones también convincentes, y ninguna de las dos (o más) posturas es definitiva.
Por ejemplo: el sujeto sostiene que no es pertinente dejarse llevar por la ira. De aquí se deduce que en el caso concreto no debería dejarse llevar por la ira. Pero de hecho ocurre que se deja llevar por ella. Si la explicación fuese que el sujeto no puede evitarlo, porque la carne es débil, etc., no le sería imputable. Tampoco ocurre que, puesto que no hay conmensurabilidad entre lo universal y lo particular, la pasión o la voluntad se encargan de concretar lo que el sujeto racional prescribía, resultando la concreción contraria a lo previsto: el sujeto sabe que se está airando, y está aceptando airarse. Ni siquiera es a posteriori su conocimiento. ¿Cómo explicarlo, entonces?
Realmente el sujeto sostiene principios contradictorios: por un lado sostiene la tesis convencional (adquirida, tradicional, etc.) de que debemos responder a las agresiones: la ira es una respuesta “natural” y “racional” a una situación de agresión. Esta tesis convencional entra en dialéctica con otra, adquirida reflexivamente, según la cual la ira no es una respuesta correcta, (ya sea porque es demasiado burda e inmediata e inútil, ya porque apela a lo que de peor hay en él de sujeto, etc.) Ninguna de estas dos tesis ha prevalecido en su intelecto definitivamente. Cuando se presenta un caso particular podría haber actuado de cualquiera de las dos formas, según que las circunstancias hubiesen sido más favorables para una u otra de las tesis (por ejemplo, si el tiempo de reacción es muy pequeño es epistemológicamente más rentable recurrir a la tesis convencional, con la que se opera más fácilmente). Las circunstancias proporcionan información adicional que colaboran en la concreción de lo que se cree preferible para la acción actual.
Lo que no haría ya el sujeto es recurrir a actuaciones que no se enmarcan en alguna de sus creencias aceptadas actualmente (por ejemplo, ningún ciudadano occidental medio recurriría, en lugar de airarse o contenerse no recurriría, a echar mal de ojo a su enemigo, etc.)

Pongamos un paralelismo epistemológico: un físico sostiene la tesis de la mecánica newtoniana (convencional, para él, tradicional). Pero adquiere la teoría de la relatividad. En algunos ámbitos proporcionan respuestas diferentes a un mismo fenómeno, etc. En una cuestión concreta el físico puede preferir utilizar la teoría newtoniana. Cuando dos teorías están rivalizando pero ninguna de las dos ha eliminado definitivamente a la otra, las circunstancias pueden hacer más racional utilizar la más convencional (si se trata de obtener resultados urgentes aunque coyunturales) o la más reflexionada (si se trata de dar una explicación más universal y coherente, etc). Pero ningún físico recurriría ya a Ptolomeo.

Está claro que el silogismo del incontinente es defectuoso. Actúa, pues, ignorantemente. La situación es, más bien, la siguiente:
El continente piensa: “Hay que querer lo justo; esto es justo, luego hay que quererlo”. Pero cuando se produce un conflicto en la deliberación y, consecuentemente, en la decisión, es o bien por cuestión de principios (porque no se tiene claro “hay que querer lo justo”, sino que se tiene argumentos también para sostener “hay que querer lo delectable” -porque para estar convencido de que hay que querer lo justo hay que estar convencido también de muchas cosas, de las que la gente no está en general convencido, tales como que el hombre tiene “alma” y esta es superior al “cuerpo”, y que la parte mejor del alma es la racional, etc., o que mayor felicidad reporta satisfacer las exigencias del imperativo a las de la máxima, etc.-), o bien por cuestión menos de principios, porque no se reconozca el “esto” actual como un caso de lo justo o lo delectable. Pero en ninguno de los casos se da debilidad ni fortaleza de la voluntad, sino pugna de creencias y argumentos. Cuando hay pugna de principios es el entendimiento el que determina, en cada momento, qué principio prevalece, así que aquí el sujeto sólo puede pecar por ignorancia: la voluntad no es la responsable del entendimiento que uno tiene. Ni siquiera se puede decir que es culpa de la voluntad no querer saber lo que debía saberse, porque para que la voluntad supiese que “debía saberse” debería haber sino determinada antes por el intelecto. Tampoco en la duda acerca de lo concreto se trata de debilidad o fortaleza de la voluntad, sino de desconocimiento de cuál es el mejor medio para conseguir nuestro fin (supuesto que sabemos claramente cuál es este y no se trata, por tanto, de cuestión de principios o fines). El incontinente toma la premisa segunda de la concupiscencia, pero eso es porque el entendimiento le dice, erradamente, que lo concupiscible es apetecible (y lo bueno es lo que se apetece). Es pues responsabilidad del entendimiento.

En conclusión, el acto moral de decisión racional y elección, resulta conflictivo porque hay una dialéctica entre principios contrapuestos de lo que es bueno. Es la misma dialéctica que hay, en general, entre lo Universal y lo Particular, entre Ideas y Fenómenos, entre Uno y Múltiple, Idéntico y Diferente. Una parte de nuestra razón exige lo universal y uno, y esto se traduce, para la “razón práctica”, en la exigencia de Justicia no-particular (no egoísta, etc.); pero otra parte de nuestra razón exige salvar lo particular y múltiple, y esto se traduce, moralmente, en la exigencia de defender mis propios intereses concretos (que nadie está encargado de defender por mí).
En el trabajo de evaluación racional que exige esta situación, los diversos grados de racionalidad y educación del sujeto son completamente determinantes. Lo que en otras épocas, dada la educación e ideas dominantes entonces, podría parecer normal y bueno, hoy resultaría monstruoso en nuestro país, aunque sea visto como normal en otros con menos educación. ¿Quién vería hoy bien que se empalara o quemara a herejes y brujas –como hacía la Iglesia hace unos siglos-, o que se ahorque a homosexuales o se lapide a adúlteras –como se hace hoy en Irán o Afganistán-? Y seguramente en unos años se verá monstruoso lo que hoy nos parece más normal y bueno (como, por ejemplo, comer animales o educar con métodos de adiestramiento “conductista”). Y, sin embargo, todos hacen lo que creen que está bien. Por tanto, no tienen culpa, sino ignorancia.

lunes, 4 de junio de 2012

Miserias y pobrezas


"Una cosa te falta: ve y vende cuanto tienes y da a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; entonces vienes y Me sigues."

domingo, 3 de junio de 2012

Educación liberal versus educación en libertad, I


¿Qué debería pensar un liberal acerca de la educación? ¿Por qué tipo de educación debería luchar o abogar? Y ¿cuán accesible debería luchar por que fuese tal o cual educación para tal o cual persona?

Entendamos por ideológicamente “liberal” a toda persona que crea que el Estado tiene como objeto garantizar que, en la medida de lo posible, las personas hagan todo aquello que voluntariamente decidan, sin sufrir coacciones de nadie ni, por tanto, infligirlas a nadie. Esto implica que el Estado respete y haga respetar los acuerdos legales o contratos establecidos entre individuos responsables. El liberalista rechaza, expresamente, que el Estado ejerza, paternalistamente, de educador de las personas en unos valores sustantivos, como no sea en aquellos, mínimos y “procedimentales”, que garantizan la ciudadanía tal como la entiende el liberalismo, o sea, el libre ejercicio de la “voluntad individual” (entendida, insisto, como “libertad negativa”, es decir, como la ausencia de coacción para buscar la satisfacción de deseos que no hay por qué ni quizás es posible justificar racionalmente).

En el terreno de la Educación (que, como para toda ideología política, es quizás el ámbito más sensible), el liberal debería, coherentemente, sostener el derecho del individuo a elegir la educación que desee.
Diferentes instituciones educativas pueden ofrecer, a juicio de cada uno, diferencias cuantitativas y cualitativas en educación. Unas pueden parecerle a uno mejores que otras, o simplemente diferentes en sus criterios pedagógicos, currícula, etc., y uno tiene el derecho a elegir a la carta, sin que le sea administrado un menú pedagógico.

Voy a dejar ahora a un lado la falacia liberal de entender que la libertad puede ser abstraída de otros factores como el nivel intelectual y cultural, la situación social y personal, etc. Me limitaré a la aporía referente a la educación, por lo que esta tiene de específico. Empezaré por la cuestión de quién debe poder elegir qué. En otra entrada me fijaré en cuánta accesibilidad debe desear un liberal que tenga cada tipo de educación para cada individuo.

…Uno, un individuo, deber ser libre de escoger la educación que prefiera, según le parezca… Pero ¿qué “uno”?, ¿qué individuo?

Cuando el “vulgo” liberal (y, cuando hablo de “vulgo”, me refiero a una masa que ocupa todo el espacio político liberal relevante en, por ejemplo, nuestro país -y en casi todos los demás, aunque en muy diversos grados-) cuando el vulgo liberal reclama libertad de elección educativa, está pensando (aunque sin pensarlo siquiera, porque se supone que va de suyo) en la libertad del padre (o “los padres”) para decidir en qué sistema educativo tiene necesariamente que ser educado su hijo.
Los ciudadanos liberales reclaman el derecho a decidir en qué escuela educarán a sus hijos, sin que ni el Estado ni nadie les obligue a otra cosa (curiosamente, eso sí, la mayoría de este vulgo liberal sigue las directrices de una institución totalmente totalitaria, en cuyo interior no es tolerable ninguna disensión ni ninguna pluralidad de sistemas de valores; institución que, cuando ha tenido sobre el poder político mayor influencia todavía de la que tiene, ha impuesto una única vía educativa, y es muy de suponer que volvería a hacerlo si gozase de la ocasión porque en verdad esta institución no cree -porque no es realmente liberal- que haya que distinguir valores sustantivos y procedimentales ).

¿Es esto lícito, incluso y sobre todo, desde un pensamiento liberal? ¿Son los padres los que tienen que gozar de la libertad de elegir la educación en que obligatoriamente han de ser educados sus hijos? ¿No debería ser, más bien, el individuo hijo quien elija cómo quiere recibir educación? Y, si no es así, ¿por qué el padre? Y, si es el padre quien tiene ese derecho, ¿de dónde emana este, y como se justifica liberalmente un derecho “familiar”?

Centrémonos en lo primero. ¿Por qué no el hijo?

Un recurso tentador para un representante de ese “vulgo liberal” sería argüir que los menores no tienen aún capacidad natural de elegir, ni, por tanto, propiamente libertad. Este recurso está mal encaminado, porque se compromete implícitamente a definir “libertad” o libre albedrío, no como la “libertad negativa” de I. Berlin, sino de una forma lo suficientemente sustantiva o positiva como para disparar contra sí mismo: explica demasiado. ¿Es acaso libre un adulto, por el simple hecho de haber cumplido unos cuantos años, independientemente de que haya recibido esta o aquella educación y vivido en estas o aquellas circunstancias? Precisamente el argumento anti-liberal dice que la libertad “burguesa” es una abstracción y una ficción. ¿Reconocerá el padre liberal que una libertad sin conocimiento es una pura vacuidad?

Pero supongamos, en aras del argumento (lo que no significa concederlo), que un bebé carece de suficiente capacidad como para elegir completamente qué educación prefiere. Aun así, ¿carece por completo de esa capacidad? ¿No es evidente, en muchos de sus signos, si el modo en que se le está tratando es de su agrado? ¿No puede elegir si prefiere educarse jugando, o si es demasiado prematuro que se le enseñe a escribir, o si no quiere que se le prive del chupete, o se le quite el pañal, o se le prescriba las horas de comidas y sueño, etc.?

Aquí, nuevamente, el vulgo liberal se arroga despóticamente más conocimientos que la naturaleza, y arguye que el niño no conoce “las consecuencias” de lo que desea ahora. Pero, nuevamente, este es un argumento fallido. ¿Lo sabe perfectamente el adulto? ¿Lo saben todos los adultos en el mismo grado? Y, dado que no es así, ¿no deberían gozar unos de más libertad de elección que otros? Pero, lo que es más, en último extremo ¿por qué hemos de imponer qué consecuencias tiene que disfrutar o padecer otro individuo, el niño por ejemplo? Desde una perspectiva liberal, ¿se equivoca moralmente, de alguna manera, quien decide vivir el presente, sin atender al futuro o incluso ignorándolo? ¿Es lícito imponerle lo contrario?

Pero supongamos, aún, que fuese razonable que los padres (y resto de adultos) “guiasen” al niño, en la medida en que este no tiene, manifiestamente, “capacidad” de elegir de una manera semejante a los adultos. ¿No es manifiesto también que a medida que crece, un niño, y de manera descarada ya el adolescente, tiene todo lo que hace falta para satisfacer los criterios de libertad de la concepción liberal? ¿No debería el Estado proteger esta libertad de elección? ¿No tendría, una sociedad liberal, que legislar y habilitar los mecanismos que garantizasen que cualquier persona, en la medida en que es capaz de tener deseos y un mínimo de racionalidad (como la que se le exige a uno para poder firmar un contrato de trabajo o de compra-venta), pudiese elegir libremente qué, cómo y cuándo desea educarse?

Lo cierto, sin embargo (el lector lo sabe muy bien), es que, todo esto, el vulgo liberal (y recuerdo que incluyo aquí a prácticamente todo el mundo liberal –salvo ciertos “alternativos”-) ni se lo ha preguntado una sola vez. Sencillamente da por hecho que hablar de libertad de educación es idéntico a hablar de la libertad de los padres para imponer la educación a los hijos. Y esto es una contradicción. Si no se considera que los niños sean seres completamente amorfos, con los que se puede hacer lo que uno quiera, sino que tienen, o van teniendo progresivamente, una cierta naturaleza de personas individuales, hay que reconocerles la libertad. Y, si para los adultos no es preciso graduar esa libertad, tampoco puede serlo para los menores. Si uno no tiene por qué justificar sus deseos (como se supone en el espíritu y se dice en la letra liberales), tampoco tiene por qué justificarlos si tiene quince, diez o cinco años. Lo que existe es, pues, una dominación completamente despótica en el interior del mundo vulgar liberal. Los lugares donde el liberalismo ha sido llevado a la escuela, como en Summerhill, suelen considerarse objeto de mofa por parte del ignorante liberal medio, en cuyas manos estamos.

En cuanto a que sean los padres los que tengan, “por naturaleza”, el derecho, es algo que, sin discutir si es cierto o no, es inconsistente también con lo que reclama el liberal. Pero el vulgo liberal gusta de estas inconsecuencias, habitualmente muy favorecedoras de sus ignorantes y egoístas intereses a corto plazo: por ejemplo, la existencia de naciones y fronteras, y de imposición manu militari a otros países un régimen nada liberal.

sábado, 2 de junio de 2012

"Crisis" y "déficit". ¿Es "ciudadano español" una contradicción en los términos?

¿Por qué la crisis afecta más gravemente a España que a otros países de Europa occidental, salvo a Portugal y a Grecia? Por lo mismo que en los años de bonanza era la que más se entregaba al lujo, al neorriquismo y al despilfarro, por el déficit: el déficit de ciudadanía.


La misma actitud victimista y auto-eximente de los españoles ante la situación presente, es prueba infalible de su falta de educación cívica. La “culpa” no la tienen ni Alemania, ni Zapatero o Aznar, ni siquiera el capitalismo. Este, si es que existe, no es igual en todas partes. En los países nórdicos se pagan muchos impuestos, y se goza de muchos derechos sociales. La educación es casi enteramente pública (en Finlandia, por ejemplo, la escuela privada no llega al 1%, y es igual de accesible que la pública y educa de la misma manera) y hay poca desigualdad. También es donde los ciudadanos son más productivos (es decir, donde trabajan menos tiempo para conseguir más objetos deseados) y menos defraudadores.

España, en cambio, es el estado donde la gente tiene menos educación (en todos los sentidos) y es menos productiva, a la vez que es la que más consume, y donde las desigualdades son mayores.
Es el país donde, habiendo más horas de sol, más se gasta en calefacción.
El que más invierte en futbol, a la vez que tiene el mayor índice de paro.
El que más defrauda, de arriba abajo, y donde la pregunta “¿con IVA o sin IVA?” es casi insultante por el motivo contrario al cual la haría casi insultante para un alemán.
Aquí mucha gente tenía y tiene dos o más viviendas. Incluso los que llegaron al final de la “burbuja” (no de la estafa, porque nada de lo que ha pasado en España últimamente era una estafa, como no fuese la de nosotros a nosotros mismos), los pobres jóvenes, tenían que comprarse también su vivienda, entrando en el juego especulativo generalizado. (Y no quiero decir que no tuvieran “derecho” a una vivienda. Al contrario: porque es un derecho básico, es inadmisible que se especule con ello, como hacíen empresarios, ayuntamientos y gente en general).
En España tenemos que renovar los muebles, la pintura y los aparatos electrónicos cada poco menos tiempo que casi cualquier otro europeo. Quien visita una universidad francesa o alemana, y entra luego en una española, puede comprobar la gran diferencia, tanto en la cáscara, como en el interior.
Más dados al lujo hortera, solo conozco a esos mafiosos que, cuando se han enriquecido de repente con sus “trabajos”, instalan griferías de oro y suelos de mármol en sus descomunales chalets.

Donde más se nota nuestra falta de educación es, claro, en el asunto de la educación.
Aunque España va acercándose, año tras año, a los niveles educativos europeos, nuestro “fracaso” escolar, medido como la cantidad de alumnos que no titulan en la Educación Obligatoria, es altísimo (más del 30%).
Los informes internacionales (como PISA) indican que en España estamos avanzando correctamente (si tenemos en cuenta de donde venimos), aunque seguimos anclados en una educación demasiado memorística y poco funcional y significativa para el alumno.
Sin embargo, el análisis que se impone entre nosotros, y el que triunfa sobre todo en quienes estos próximos años van a legislar una vez más sobre educación, es que lo que nos falta es esfuerzo y disciplina, más contenidos y menos diversión. No son vitales, según ellos, ni las elevadas ratios del aula (al contrario, favorecen la “socialización” según nuestro ministro) ni la situación socio-económica del alumno (el que quiere, estudia), ni la falta de prestigio de los profesores. Tampoco le da normalmente a nadie por pensar (menos aún si es profesor) que, cuando un alumno no aprueba, no está implicado solo el alumno, sino también el profesor y la sociedad entera.
En España se empieza a leer y escribir cuatro años antes que en Finlandia (a los tres años, frente a los siete de allí), las horas lectivas son más largas y con menos descansos, se lleva muchísimas más tarea para casa… También es donde menos se atiende a las circunstancias concretas de cada alumno y donde más se le deja caer porque “no quiere estudiar”.

He oído a muchos decir que “nuestra educación” (es decir, la anterior a la LOGSE, una educación prácticamente franquista) era mejor. Esto es, no una falsedad, sino una mentira con todas las letras, cuya única disculpa es la propia ignorancia cívica de quien la dice. La mejor prueba es que, los frutos de esa educación, son los adultos de hoy, los que dirigen ahora la situación.

Siempre les cuento a mis alumnos el letrero en español que encontré en una tienda de discos en Munich, solo en el estante de música “latina” (incluida la española): “Por favor, cuando termines de mirar los discos déjalos como estaban. Si no, nos veremos obligados… a colocarlos nosotros”

La asignatura de educación cívica es un buen ejemplo de todo esto. Si no recuerdo mal, todos los estados europeos contaban con una asignatura de Educación Cívica (destinada a transmitir los valores cívicos mínimos) antes de se introdujese en España, para ser boicoteada por algunas consejerías de educación.
Los adversarios de esta asignatura dicen que la escuela tiene que limitarse a dar instrucción técnica (en Matemática, Lengua, Inglés…), y solo los padres tienen el derecho y deber de dar educación “moral”. ¡Como si los “padres” tuviesen una buena formación cívica, hasta no necesitar más! ¡Como si los hijos no tuviesen derecho a ser educados sin que esto dependa de lo que, eventualmente, consideren sus padres! Todo esto no debería ni discutirse siquiera, y en cualquier otro lugar de Europa no se discute. Se discute aquí, en la España de charanga y pandereta.

¿A qué se debe que España sea así? ¿Tiene solución?
Max Weber atribuyó estas diferencias entre el norte y el sur de Europa a la religión, protestante allí y aquí católica. Paradójicamente, la religión que dice que los actos no salvan es la que habría favorecido más el trabajo responsable y la actitud cívica, mientras que el catolicismo, según el cual no basta la fe sin los actos, habría favorecido, también paradójicamente, la hipocresía de a Dios rogando y con el mazo dando.
No me entusiasma esta explicación. En el mejor de los casos habría que ver cuál fue la causa y cuál el efecto… Lo que sí parece claro es que, cuando en Europa empezó a desarrollarse el ciudadano, España decidió quedarse anclada en el “que piensen ellos” y el Santo Oficio. No obstante, esto es cosa del pasado.

Sobre si tiene solución esto o no, prefiero ser optimista. También podríamos preguntarnos si toda Europa no está, de una vez por todas, en su crisis final. Casi con toda seguridad, no es así de momento, aunque sí está, lentamente, en vías de ocupar otro lugar en el mundo: se convertirá, seguramente, en la reserva cultural de la humanidad, algo parecido a lo que eran ciertas antiguas polis griegas bajo el imperio de Roma. Quizás dentro de unos años sea habitual que los dominadores chinos contraten maestros europeos para educar a sus hijos. Europa, afortunadamente, no será tan “rica” económicamente.

¿Y respecto de este nuestro país, “reserva espiritual de occidente”? ¿Será parte de esa Europa, o Europa volverá a acabar en los Pirineos? Hoy solo podemos confiar en los jóvenes españoles. Esos jóvenes que, gracias a los medios de comunicación, están mucho más cerca de la ciudadanía que todos sus adultos casi inevitablemente condenados a quedarse en el pasado. Pero no siento mucha simpatía ni por esos jóvenes que se han tragado el discurso de sus padres ni tampoco por esos que creen que toda la culpa la tienen “Ellos”, sino por esos otros, muchos,  jóvenes autocríticos, que saben que el especulador irresponsable e ignorante habita dentro de nosotros, de nuestra genética cultural; pero también que la “genética cultural” es más fácil de modificar que la natural. Quizás ellos educarán de una manera más inteligente y libre a sus hijos, y ser español no sea algo tan triste en el futuro.