Dice Paulo Freire, en Pedagogía del oprimido, que el opresor está instalado dentro del propio oprimido,
quien, si es nombrado capataz, se comporta con tanta o más violencia aún que la que
padeció; por eso, razona, es necesario un trabajo de educación que delate la
estructura opresora en la mente misma del que la sufre. Estoy de acuerdo. Dice, también, que la revolución solo puede
concebirse en (no para) el oprimido, porque el que ocupa un lugar de beneficio
(el “opresor”) no tiene motivos para cambiar la situación. Es el oprimido el
que, escindido, sufre la opresión en sí mismo, y solo él está en condiciones de
anhelar la justicia. En esto (si le he entendido bien) tengo dudas: creo que la
vida de un opresor no es menos dura que la del oprimido, sino quizás más,
aunque (o, habría que decir, “porque”) lo es, no en el sentido material, sino
en el de la dignidad: el oprimido nunca es indigno por serlo, pero quizás el
opresor sí lo es por el mero hecho de ser opresor. Y también creo que hay que
llamar la atención sobre esto: no es solo que uno tenga dentro al opresor y al
oprimido, sino que, igualmente hacia afuera, todo el mundo es en alguna medida ambas
cosas, aunque esto no puede disimular de ninguna manera el hecho de que hay
explotadores y explotados, y que las distancias entre ellos son, también en
general, escandalosamente enormes.
Al luchar o lamentarse contra la opresión, es muy difícil
evitar la tentación de confundir al opresor con el individuo que está arriba y
no verlo en cada uno de nosotros. La urgencia no quiere saber nada de discursos
que puedan ser o siquiera parecer una dis-culpa para el beneficiado (material) por
la injusticia. También esto se confunde con la anulación del problema. Pero es
un gran error, dos grandes errores. Si no nos damos cuenta de que la opresión
es (como todo por otra parte) una Idea o entramado de ideas, y no unas personas
ni unos individuos, no entendemos nada, caemos en injusticia y no solucionamos o nos ponemos en vías de solucionar el problema.
Entre los defensores más convencionales o populares de los
oprimidos se oye la denuncia de que unos cuantos malvados explotan a la gran
masa inocente. Exagerando (y los discursos revolucionarios sufren la tan lógica como perniciosa
tentación de simplificar), hay una famélica legión, buena e inocente, oprimida
por unos cuantos seres casi diabólicos y muy inteligentes. Se obvia que cada individuo
de esa masa de oprimidos se comporta, en aquel ámbito al que tiene acceso, igual que los
malvados opresores, y que su relativamente mayor condición de oprimido (más que
de opresor) no se debe tanto a su entereza moral como a la falta de
oportunidades para estar donde está su opresor. Cuando uno recuerda esto, se nos
responde que eso se debe a que los oprimidos han sido “educados” o “adoctrinados” así. Pero
¿no habrán sido educados para lo mismo aquellos que hacen lo mismo aunque en
posiciones más altas de la pirámide? ¿Quién es el malvado que nos ha enseñado a
todos a vivir beneficiándonos de la injusticia?
Por su parte, los voceros de la aristocracia caen en el (mismo)
error de justificar la situación opresora como resultado de culpas y méritos.
Olvidan (hacen como que olvidan) que si sus defendidos ocupan el lugar de
explotadores materiales de otros, se debe a contingencias que nada tienen que
ver con sus características individuales. Lo que los defensores convencionales de
los oprimidos interpretan como culpa de los opresores, estos lo interpretan
como méritos suyos, y cargan la culpa sobre la vagancia e impericia de
aquellos. Ambos piensan que es cuestión de culpas y méritos; y ambos creen que
ser del bando de los opresores equivale a salir beneficiado.
Cuando confundimos el sistema ideológico opresor (que está,
como la Gramática ,
en todos y cada uno) con individuos o personas (opresores y oprimidos, canallas
y víctimas inocentes, malos y buenos), cerramos el paso a la solución educativa
(o sea, a la solución, simplemente), y dejamos abierto solo el de los juicios
morales, el de culpas y castigos merecidos. Responsabilizamos a uno de su
situación o de su posición, de opresor (o de oprimido), aunque sabemos perfectamente
que el otro es muy como yo, y yo estaría haciendo o padeciendo lo que padece o
hace él, si las circunstancias me hubieran colocado en los sitios donde él ha
estado. La Educación
moral y política solo es posible si se parte del supuesto de que las personas,
aunque encarnan ideas de injusticia, no lo hacen sustantivamente, sino que
pueden cambiar de manera de ver el mundo. Se trata de delatar la opresión en el
alma de todos y cada uno, aunque, por supuesto, los “beneficiarios” materiales
de la injusticia son los opresores, es decir, los que, además de llevar un
opresor dentro, lo “ejercen”; si bien los oprimidos tienen el beneficio de la
bienaventuranza y dignidad, y el “consuelo” de saber que el opresor es un ser
indigno (y no entrará fácilmente en el reino de Dios).
Pero ¿en qué consiste la Opresión ? ¿Por qué existe, si todos sabemos que
es injusto tratar a los demás de manera desigual? Es algo constitutivo de la
finitud o condición humana, y no lleva a ningún sitio ignorarlo o negarlo. Se trata
de la dialéctica, esencial, la de lo uno y lo múltiple, la de lo universal y lo
particular. Esa dialéctica habita en nosotros, o, más bien, la somos. Podemos
contemplarla tanto en el Sujeto como en la Cosa.
Todos tenemos “en nosotros”, en nuestra consciencia (por eso
somos todos humanos y racionales) el principio de universalidad, que nos dice
que el interés de todos vale lo mismo, y que justicia es igualdad. Pero todos
tenemos, también, en nosotros (por eso somos este o aquel humano) el principio
de particularidad, que nos dice que cada uno tenemos que atender a nuestros
intereses individuales, que tengo que llenar mis pulmones, no los tuyos, criar
a mis hijos, no a los tuyos… Es un (auto)engaño creer que existe una salida
“fácil” a esta dialéctica, que puedo estar pensando a la vez y con el mismo
cuidado en lo que están sufriendo mi pulmón o mi hijo y lo que están sufriendo
el pulmón o el hijo de un humano lejano. Ambos elementos, universal y
particular, están en el más infinitesimal de los sucesos. Si nos fijamos solo
en lo universal, borramos todas las diferencias y caemos en el totalitarismo.
Si nos fijamos en nuestra particularidad, negamos lo común y caemos en el egoísmo.
Esta dialéctica está también en el Objeto (incluyendo aquí
al Sujeto como una entidad o cosa que es). ¿Qué tiene, en sí mismo valor? La
pulsión racional monista conduce a la austeridad absoluta (o la absoluta
riqueza, si se prefiere) de pensar que lo único que tiene valor es el Todo, o
más bien la Unidad. Aquí
las cosas diversas se relativizan hasta buscar su anulación. Por el camino
contrario, solo tiene valor lo que ocurre aquí y ahora, o sea, para mí, y el
hombre vive, como dice Heráclito, soñando con su mundo propio.
Para un pensamiento dialéctico-analógico la educación
implica, antes que nada, tomar consciencia del carácter dialéctico de las cosas
(no hay soluciones unívocas, no se puede segregar a lo otro –por supuesto,
tampoco a lo uno-), pero también, inmediatamente, comprender la analogía, es
decir, el carácter irreduciblemente no cuantitativo-mecánico de de la vida, el
carácter “amoroso” o erótico, por el cual la tendencia a la unidad no niega la
relativa diferencia, sino, al contrario, la sublima. Y esto, pedagógicamente,
se traduce en que no se puede violentar a las cosas, o a los sujetos (a las
cosas en cuanto sujetos que son, todas). Sublimar mi interés particular, no
para que desaparezca, anulado por el interés general (lo que sería confundir a la Idea con el Género o Clase
universal), sino para que armonice en el Todo-Uno.
¿Cómo se traduce esto en la posesión de las cosas? Por un
lado, tenemos que comprender que las posesiones que nos hacen más propios no son
las que se pueden obtener por acumulación de materiales consumibles. Al desear riqueza material, nos concebimos
como objetos. No se trata de austeridad por respeto a las cosas, o por cálculo,
sino por autenticidad. Y esto, nuevamente, no está en el opresor solamente. Pongamos
algún ejemplo: la sanidad, o la energía. Obviamente es opresión e injusticia
que unos individuos tengan más acceso a sanidad, o a fuentes de energía, que
otros. Pero no por ello deja de ser cierto que la pulsión de consumismo médico o
energético es una prueba de falta de educación.
La auténtica riqueza del objeto es aquello que más me
expresa con menos material. La riqueza del sujeto también es mayor cuanto más
se integran universalidad y particularidad, cuando el interés del sujeto
particular es, para él, el interés más universal. Entonces, llenar mi pulmón o
cuidar de mi hijo, es lo más armónico posible con que cualquier vivo llene su
pulmón y cuide a su hijo, y cualquier llenar mi pulmón con el aire que a
otro le falta, me produce ahogo, y cualquier ver aprender y realizarse a mi hijo con el
trabajo y la sumisión de las espaldas de otro niño, me produce el escalofrío de lo más
parecido que hay a la culpa, de lo injusto, de lo que no puede disfrutarse.