lunes, 13 de octubre de 2014

In-fundamentos positivistas del DerHecho (Del Espíritu y la Letra del Derecho, IV)

Un par de ejemplos o recordatorios más de la aporía esencial del Derecho (en cuanto código establecido y pretendidamente suficiente), esta vez en su versión positivista, antes de que ofrezcamos nuestra propia tesis:

I

En su artículo “¿Por qué obedecer al Derecho?” (en ¿Qué es Justicia?, Planeta-De Agostini,
Barcelona,1993), Hans Kelsen empieza advirtiendo, paradójicamente, que no se trate de preguntarse por qué el Derecho positivo (el único que existe, según él) es válido (“es decir”, tiene “fuerza” obligante), ya que –afirma- la teoría del Derecho positivo (la única, a su juicio, científica y admisible) presupone que es válido. El Derecho positivo es válido por sí mismo, “por definición” podríamos decir. Toda lo que cabe preguntarse, entonces, es por qué se considera que la validez subjetiva que tienen “los actos que crean normas”, es también validez objetiva: ¿por qué no encontramos objetivamente válida la orden de un ladrón, y sí la del legislador o el gobernante? Como se ve, el problema sigue siendo cómo distinguir al Estado de la Mafia, o, más bien, de explicar cómo es que, de “hecho” (pero es precisamente el hecho de un derecho, es decir, el factum de un ius, lo que es, tomado literalmente, una contradicción en los términos), el Estado no es la Mafia suprema. Kelsen fracasa en su intento de salvar la validez objetiva del Derecho (si es que se debe decir que lo intenta). Eso sí, fracasa con toda felicidad.

Fijémonos, desde el principio, en la radical ambigüedad de su mismo planteamiento. Todo el Derecho que existe es el Derecho Positivo, es decir, la Letra (sea escrita o en su equivalente consuetudinario) establecida por la autoridad, y la Validez se define como la fuerza que obliga. Pero ¿qué positividad y qué fuerza son estas? Empezando por lo segundo, esa fuerza no es, no puede (no puede poder) ser, la fuerza física de obligar materialmente a “hacer” lo que dice la Letra, pues en ese caso, la diferencia entre la ley y el ladrón sería la que escuchamos al cínico pirata Diomedes ante Alejandro:

Y allí el gran rey le preguntó:
- ¿Por qué te empeñas en robar?                   
El otro entonces contestó:
- ¿Ladrón me vienes a llamar
porque a surcar salgo la mar
en un barcucho sin primor?
Si me pudiese, cual tú, armar,
también yo fuera emperador.
                              (F. Villon, El testamento, 18 –traducción mía, sin publicar-)

Lo que es más fundamental: el concepto de validez se reduciría al hecho psicológico (subjetivo, irremediablemente subjetivo) del miedo. Y ¿qué valor normativo objetivo puede tener un hecho psicológico, por sobre otro? El Derecho positivo, por su parte, no puede ser cualquier ley que uno escribe o establece, y para imponer la cual cuenta uno con herramientas coercitivas suficiente: eso no tiene más fuerza jurídica que la fuerza física. Entonces, ¿de dónde procede esa “fuerza”-normativa (force de loi) que da valor objetivo al derecho establecido? ¿Cómo puede proceder meramente de un verdadero factum, es decir, de un hecho, no en sentido traslaticio (como el “hecho de la razón” de Kant) sino literal?

Antes de dar su no-respuesta, Kelsen se entrega a rechazar las otras: el isunaturalismo y la tesis del origen divino del Derecho. Según el iusnaturalismo, debemos obedecer al Derecho positivo porque (o “si”, o “en la medida en que”) concuerda, se deduce o emana de un cierto derecho natural o de una moral objetiva, cuya validez sería inmanente a la naturaleza de las cosas, es decir, directamente observable en la naturaleza de las cosas. Pero Kelsen objeta (confusamente):
“(…) es imposible deducir, de la naturaleza, normas que regulen la naturaleza humana. Las normas expresan una voluntad, y la naturaleza carece de ella. La naturaleza es un sistema de hechos relacionados entre sí por el principio de causalidad. Pensar que la naturaleza es una autoridad normativa –es decir, un ser sobrehumano dotado de la voluntad de crear normas- constituye una superstición animista o bien resulta de una interpretación teológica de la naturaleza como manifestación de la voluntad de Dios” (¿Qué es la Justicia?, p. 185)

Ahora bien, este argumento no es válido, porque, aun suponiendo que las normas expresen “una voluntad” (lo que no deja, seguramente, de ser una interpretación animista de las leyes, pues lo que estas son objetivamente es meras prescripciones de acción -¿quién es y para qué serviría el sujeto de esa presunta voluntad?-), ello no implica que aquello de donde se deduce o en que se funda esa presunta voluntad que emite normas, deba ser otra voluntad. El Derecho natural se puede interpretar, perfecta y asépticamente, como la tesis ontológica de que las cosas, por sus características naturales “o” esenciales, tienen asociados (les supervienen) valores objetivos, y la ley debe prescribir conductas que respeten esos valores. Eso, la objetividad de los valores, es lo que realmente quiere rechazar Kelsen mediante su confusa apelación a la presencia o no de una voluntad en la naturaleza de las cosas. Pero -hay que responder- el hecho de que el valor de una cosa no sea una propiedad “natural” en el sentido naturalista y cientificista, no implica que tampoco sea una propiedad objetiva. Para rechazar el objetivismo moral (axiológico en general) hay que probar la verdad filosófica del naturalismo, es decir, hay que reducir a naturaleza física todo lo axiológico, con sus rasgos de necesidad y universalidad. Y esto, por supuesto, no se ha hecho.

Pero es que, de hecho, el propio positivismo tiene que incurrir en alguna forma de naturalismo moral y/o jurídico, puesto que va a pretender asociar, de manera no arbitraria, la validez de la norma, a un hecho natural-objetivo: algunos hechos empíricos (tales como ciertos códigos e “instituciones” sociales) producirían, mágicamente, validez objetiva. Y esa asociación o relación no puede ser “causal” (en el sentido que lo usa Kelsen, es decir, de las ciencias naturales), sino una asociación entre un hecho y una validez jurídica objetiva (no psicológica). Porque, ¿qué obligatoriedad se deduce del Derecho positivo, es decir, del hecho de una ley (o “voluntad”) esté escrita o establecida, y tenga fuerza física para obligar? Es decir, ¿está en mejores condiciones el iuspositivismo que el iusnaturalismo para deducir la validez a partir del hecho positivo de que haya un código y un cuerpo de fuerza organizada? En realidad, el Derecho positivo es un derecho natural, en el sentido básico (e insuficiente) de que apela a un hecho material o natural, a partir del cual se pretende inferir una validez normativa, lo que no puede más que fracasar. Al menos el Derecho natural tiene a su favor que la “natura” de la que habla es la esencia de las cosas, la cual tiene ya en sí misma un carácter normativo, al menos en el sentido teórico, y es más fácil asociar con ella, sintética pero necesariamente, una “fuerza” axiológica de necesidad y universalidad.

La otra argumentación de Kelsen contra el derecho natural es que este solo puede tener dos consecuencias, ambas inaceptables: o bien todo derecho positivo es válido (si se identifica el presunto derecho natural con los derechos positivamente existentes) o bien no lo es ninguno (si se los distingue). Esto es una falacia. El Derecho positivo, desde un punto de vista iusnaturalista, puede ser más o menos adecuado, según se atenga más o menos a lo que consideremos derecho natural. Que haya diversidad de pareceres sobre qué contiene el derecho natural, no es peor situación que el hecho de que haya diferentes códigos positivos contradictorios entre sí, o diferentes facciones políticas pugnando por ser las representantes de la legalidad legítima. No se elimina la divergencia acerca de lo justo, ni se cobra validez, estableciendo uno de entre ellos de manera arbitraria. Al contrario, solo el iusnaturalismo puede explicar que sea razonable una pugna acerca de si el derecho establecido es legítimo. Curiosamente, el derecho positivo coincide en esto con el derecho divino, que es un derecho positivo: no tolera discusión o crítica de legitimidad. Es verdad que Dios es un soberano inmaterial y, por tanto, desde el punto de vista científico, inutilizable (aunque tiene a su favor la infalibilidad e irresistibilidad). Pero el soberano material del positivismo carga con toda la arbitrariedad de Dios para fundar el Derecho, aunque no cuenta con su sacralidad.

La pretensión de fundar la validez del Derecho en algún hecho positivo, es análoga a la pretensión de naturalizar (o psciologizar) la validez teorética. Si negamos la existencia de, por ejemplo, Objetos Matemáticos, o de Criterios Epistemológicos ideales, porque no serían objetos naturales, seremos incapaces de justificar la validez universal y necesaria de la Matemática o de la Ciencia en general. La validez de la Matemática es independiente de y anterior a los escritos de los matemáticos, y la pretensión de reducir la validez jurídica a ciertos códigos positivos es tan absurda como la pretensión de reducir la validez de un teorema a los libros o artículos en los que se expresó. Al contrario, lo mismo que estos escritos son juzgados como correctos o incorrectos a partir de la validez de lo matemático en sí, lo mismo ocurre con los códigos de derecho.

Pero ¿cómo puede entonces contestar Kelsen a la pregunta de por qué debo considerar como objetivamente válido y, en consecuencia, obedecer el derecho positivo o “establecido”? La respuesta es, a mi juicio, sorprendentemente insatisfactoria, casi diría “esperpéntica”:
“Debe suponerse que el Derecho positivo constituye ya un orden supremo, soberano (…) En último término debemos obedecer las decisiones de un juez o un órgano administrativo, porque debemos obedecer la constitución. Si nos preguntamos por qué debemos obedecer las normas de una constitución vigentes, es posible que tengamos que remontarnos a una constitución más antigua  que ha sido sustituida de modo constitucional por la presente constitución. Y remontándonos en el tiempo llegamos por fin a la primera constitución de la historia. La respuesta que dará la ciencia del Derecho positivo a la pregunta de por qué debemos cumplir sus requisitos es la siguiente: debemos presuponer como hipótesis la norma según la cual debemos cumplir los requisitos de la primera constitución de la Historia”. (ibid. p. 189)

Esa primera constitución de la Historia, que es nuestra “hipótesis”, ¡no es ya una norma positiva!, aunque tampoco es mera imaginación (¿ficción?), ya que está “en relación” con hechos objetivamente verificables, o sea, las actuales constituciones, explicándolos. Es una hipótesis –dice Kelsen- “que puede ser aceptada o no”. Creo que esto no merece apenas comentario: un hecho histórico del pasado, meramente “hipotético” pero inverificable por principio (lo que prueba que no es ningún hecho ni le corresponde ninguna hipótesis científica, tal como el Acto del Contrato, en Kant, no era ningún acto fenoménico) sería el fundamento de la validez de los demás códigos. Magia en estado puro: el fundamento místico (y mítico) de la Ley.

También en Kelsen, desde luego (como en todo positivismo), el fundamento de la Justicia es irracional, pragmatista, voluntarista “o” (en su confuso lenguaje psicológico, pobremente humeano) emocional, según defiende en el artículo “¿Qué es la Justicia?” (contenido en el mismo libro citado, y al que da título). Por eso, tampoco podría ser universal ni necesario, lo que nos deja en manos del relativismo. Pero Kelsen encuentra algo de muy heroico en el relativismo: “impone al individuo, dice, la ardua tarea de decidir por sí solo qué es bueno y qué es malo. Evidentemente, esto supone una responsabilidad muy seria, la mayor que un hombre puede asumir” (p. 59) Ahora bien, ¿qué puede tener de arduo decidir qué es bueno o malo, si no hay nada a lo que haya que atenerse, pues basta con un solo acto indeterminable de la voluntad “o” en seguir las emociones? Y ¿qué responsabilidad emanará de ahí y ante quién?

Pocas líneas después, Kelsen afirma que del relativismo se sigue la tolerancia. Esto es una nueva falacia evidente: ¿por qué se sigue más la tolerancia que su contrario? Mussolini era relativista y positivista. La tolerancia solo se seguiría solamente del hecho de que cosas como la paz o la libre opinión fuesen considerados valores objetivos. Del relativismo solo se sigue lo que a cada uno le “parezca”: la tolerancia o la máxima intolerancia. Más bien, no se sigue nada de nada, porque se sigue cualquier cosa.

El famoso artículo termina con la enternecedora declaración de los gustos personales de Kelsen, gustos -hay que suponer-, elegidos ardua y responsablemente, y que, por casualidad, coinciden con lo que a Kelsen le ha tocado vivir, pero que solo cabe publicitar emotiva o simpatéticamente: 
“Verdaderamente, no sé ni puedo afirmar qué es la Justicia, la Justicia absoluta que la humanidad ansía alcanzar [sin embargo, ¡sabe que ciertos código legales gozan de validez!]. Solo puedo estar de acuerdo en que existe una Justicia relativa y puedo afirmar qué es la Justicia para mí. Dado que la Ciencia es mi profesión y, por tanto, lo más importante en mi vida, la Justicia, para mí, se da en aquel orden social bajo cuya protección puede progresar la búsqueda de la verdad. Mi Justicia, en definitiva, es la de la libertad, la de la paz; la Justicia de la democracia, de la tolerancia” (ibid. p. 63).

Imaginemos a un general nazi haciendo su paralela declaración de fe jurídica (sustituyamos “Ciencia” por “purificación de la humanidad”, etc.).

En resumen: ¿por qué debo obedecer el derecho establecido? Porque sí, porque una voluntad muy antigua así lo “estableció” irracional y emocionalmente, aunque bien podría haberse establecido cualquier otra, ya que la idea de Justicia es relativa, irracional y meramente emotiva. Esta sería la respuesta más “científica”, según una filosofía cientificista que ha dominado el panorama del pensamiento europeo del siglo XX. Aunque ellos lo rechacen, no es ilógico pensar que esto tiene bastante que ver con la dificultad para deslegitimar los fascismos.


II

Alf Ross señaló la paradoja de la ley suprema. En, por ejemplo y sobre todo, el artículo “Sobre la auto-referencia y un difícil problema de derecho constitucional” (contenido en Alf Ross, El concepto de validez y otros ensayos, Biblioteca de ética, filosofía del derecho y política, Buenos Aires, 1997), se pregunta: ¿qué significa decir que la norma suprema de un sistema jurídico (por ejemplo, la que en una Constitución otorga autoridad), no es ya creada por ninguna (otra) norma y autoridad (superior)? Solo puede significar dos cosas, ambas aparentemente inaceptables, según Ross: o bien (a) que esa norma suprema es creada por la propia autoridad constituida por, precisamente, esa norma, o bien (b) que ese derecho no es creado en absoluto, sino que es un hecho originario, que sirve de presupuesto de validez de cualquier otra norma. En Derecho constitucional, explica Ross, este problema se manifiesta en la aporía que surge en una modificación constitucional: ¿cómo puede ser modificada una Constitución, al menos en el artículo constituyente de la autoridad suprema? O bien (a) puede ser modificada de acuerdo con sus propias reglas (es decir, que la autoridad constituida por ese artículo, puede modificarlo), o bien (b) la modificación no recibe su validez de ninguna otra norma, sino que es un hecho psicológico-sociológico, que constituiría un nuevo orden jurídico. Como puede verse, nos encontramos aquí con la aporía de si algo suprajurídico puede constituir al Derecho. Como Ross es positivista (aunque algo más sutil que Kelsen), este suprajurídico sería un “hecho”, sociológico o psicológico. Pero ¿cómo un factum puede fundamentar un ius? Ross quiere rechazar esto, pero encuentra aporética también la auto-justificación del Derecho.

Esa opción, del tipo (a), le parece inaceptable a Ross porque falta a lo que sería un teorema lógico: las oraciones que se refieren a sí mismas carecerían de significado. Además, produce una contradicción entre la conclusión y la premisa: supongamos, por ejemplo, que la norma fundamental en la relación padre – hijo sea que el hijo debe obedecer siempre lo que ordene su padre. Entonces, si el padre le ordena no obedecerle más, esto produce una contradicción, pues para que la orden de desobediencia sea válida tiene que apoyarse en la orden fundamental de obediencia, a la que, sin embargo, contradice. Lo mismo pasa si entendemos que el monarca, en virtud de su soberanía, otorga una constitución libre al pueblo, o si, bajo el amparo de una ley que contempla la necesidad de un porcentaje del 70% para modificar la ley, establecemos que, en adelante, solo se requiera el 60%, etc.

Centrándose en el problema de la auto-referencia, Ross comparte la tesis de Russell según la cual una parte no puede referirse al todo del que forma parte. Aunque esto llevó a Russell a la teoría de tipos, Ross cree (siguiendo, dice, a Jörgen Jörgensen) que basta, más sencillamente, con pensar que una frase como “Esta frase es falsa” carece de sentido, pues su predicado (“falsa”) no se atribuye a ninguna proposición (“Esta frase” no es una frase o proposición). De manera análoga, si la norma básica dice “Esta norma es modificable de acuerdo con el procedimiento P”, esta proposición carecería de sentido, pues “esta norma” no se refiere a nada. No es que toda referencia de una proposición a “sí misma” sea sinsentido, dice Ross: no lo es si se refiere a su carácter fonético, o sintáctico. Solo si se refiere a su aspecto semántico, carece de sentido. “Lo que estoy diciendo ahora tiene sentido”, carecería de sentido. Popper creyó probar que sí lo tiene, por reducción al absurdo: supone la verdad de la proposición “lo que estoy diciendo ahora carece de sentido”, y señala que, si esta proposición es verdadera, tiene que tener sentido. Luego no puede ser verdadera. Sin embargo, Popper está suponiendo lo que hay que demostrar, es decir, que esa proposición tiene sentido. Ross cree que estas frases no son inteligibles:
“Cuando alguien afirma “este hombre es sabio” ha de ser legítimo preguntar “¿qué hombre?”, y cuando alguien dice “Esta proposición es verdadera” tiene que ser legítimo preguntar “¿qué proposición?”” (p. 63)

Si, tanto porque implica auto-referencia como porque la conclusión contradice a la premisa, es inaceptable que la validez de la modificación de la norma básica se apoye en ella misma, y tampoco parece aceptable el supuesto (b) de que todo su fundamento sea un hecho sociológico (como la primera Constitución hipotética de que nos habló Kelsen), ¿de dónde recibe su validez una modificación semejante? La propuesta de Ross es que hay que aceptar que la norma básica de un sistema de derecho es inmodificable mediante un procedimiento jurídico, y es infundada, tal como los axiomas no pueden deducirse. La autoridad suprema no puede transferir su autoridad, tal como Dios no puede crear una piedra tan pesada que él no pueda levantarla. Lo que hay que aceptar, entonces, es que el artículo de la Constitución por el cual esta puede ser modificada, no es la norma básica del sistema. Lo que haría la auténtica norma básica del sistema no es establecer los procedimientos de modificación, sino delegar competencia para la modificación. Como si un padre diese al hijo la orden de que, en su ausencia, obedecerá a A, y si A se va, a B. Es una delegación condicional y temporalmente limitada. Una delegación no es una transferencia de competencias. Pero, entonces, ¿cuál es la norma básica de un sistema jurídico? Tiene que ser una norma (no escrita ni explícita) que establezca, aproximadamente, esto: “Obedeced a la autoridad instituida por el artículo N (el artículo supremo de la Constitución, que constituye a la autoridad suprema) hasta que esa autoridad designe un sucesor; entonces obedeced esta autoridad hasta que esta designe un sucesor. Y así indefinidamente”.

¿Qué decir de esta propuesta? No discutiré aquí extensamente el problema de la auto-referencia. Parece intuitivamente obvio que la autoridad suprema no puede transferir su autoridad, esto es, contradecirse. Pero no me parece claro que esto tenga que ver con la auto-referencia. Para empezar, la autorreferencia de un sujeto (“este soy yo”, ecce homo…) no parece sinsentido, ni especialmente paradójica (no más, al menos, que la hetero-referencia. Ambas son dialécticas, como toda idea, pero “simplemente” eso). Ni siquiera es sinsentido ni contradictoria la auto-referencia existencial (“yo existo”). ¿Por qué la auto-referencia de una proposición estaría en peor situación que la que hace un sujeto? Siempre he pensado que la verdad, o, al menos, la validez o corrección, es a la proposición lo que la existencia es al sujeto, de manera que “esta proposición es verdadera” (o, quizá, “válida” o “con sentido”) es equivalente a “yo existo”. Cosa diferente son las auto-referencias negativas: “Esta proposición es falsa (o, quizá, inválida o sin-sentido)” es falsa o, quizá, inválida, como sería falso decir “yo no existo”. Quizá la paradoja de la modificación de la norma básica no resida en ser auto-referente sino en implicar alguna auto-referencia negativa o auto-destructiva. Sin embargo, también encuentro bastante convincente que una proposición del tipo “Esta proposición tiene sentido”, o “Esta norma debe ser respetada en las condiciones C” parece requerir una proposición, distinta a ella misma, como referente del sujeto. Dejaré esto aquí, y me centraré en la propuesta efectiva de Ross: que la norma básica es necesariamente inmodificable e infundada, y solo puede delegar, no transferir su autoridad, aunque por lo general sea una norma sólo tácita.

Lo que interesa señalar, para la cuestión que traemos (a saber, si el Derecho está esencialmente desbordado y remite a una fundamentación no jurídica) es que la norma fundamental propuesta por Ross no puede ser, según él modificada. Y esto empuja al Derecho (positivo) a una de dos posibilidades: o es eternamente o intemporalmente válido, o su validez no procede de él. Pero ¿qué derecho positivo puede ser intemporalmente válido? ¿Qué factum es la inmodificabilidad del Derecho? Un trascententalista, como Kant, puede, al menos, recurrir a un fundamento no-fáctico, pero esto no está al alcance de un positivista. La normatividad fundamental dependerá, siempre, de algo fáctico. Lo que demuestra que el positivismo no logra explicar el “hecho” de la normatividad jurídica, es decir, lo que podríamos llamar el DerHecho. Así, una vez más (esta, desde la perspectiva más amante de la Ciencia) el Derecho muestra su in-suficiencia.

jueves, 9 de octubre de 2014

Kant y la Mafia (Del espíritu y la letra del Derecho, III)

Nos estamos preguntando, una vez más, por la relación entre Legalidad y Legitimidad. La tesis que perseguimos mostrar (y que aún tendrá que esperar) es que se trata de una relación dialéctica, en el sentido fuerte de la palabra, es decir, que ambas cosas son tan idénticas una a la otra, como absolutamente distintas e irreducibles, pero también que hay una relación asimétrica y analógica entre ellas, de modo que lo legal es legal en la medida en que “participa” de lo legítimo, mientras que lo inverso no es cierto. O, dicho en términos de fundamentalmente el mismo problema pero en otro plano óntico, que es a la vez verdadero, en nuestra realidad, que el “espíritu” no puede manifestarse más que en la letra, pero que la letra siempre traiciona o “mata” al espíritu, aunque, a la vez, toma su sentido de aquel. En cierto sentido, pues, no hay más ley que la establecida, instituida, codificada, contemplada en la Constitución y “positiva”…, pero, en otro sentido, más profundo o fundamental aún, nunca la ley establecida es lo mismo que lo justo y lo legítimo. Las posiciones unilaterales, tanto el “legitimismo” puro como, peor aún, el puro legalismo, son insuficientes. Necesitamos una concepción política que haga “justicia” a ambas cosas, sin embargo inconciliables: una política dialéctica y analógica.

Veíamos cómo la no-autosuficiencia del Derecho, entendido como lo establecido y previsto, se muestra en que hay diversos modos por los que es esencial y necesariamente desbordado desde sí mismo. Por ejemplo, la facultad soberana del gobernante para declarar el Estado de excepción (puesta de relieve por G. Agamben), o, más básicamente aún, el momento o proceso constituyente, y, por tanto, hay que pensar, también destituyente, que es facultad del soberano (el Pueblo, "o" la nación, desde la Ilustración); o también, y dentro del funcionamiento normal o no revolucionario de la vida política, la facultad ciudadana de la Desobediencia Civil, reconocida modernamente, y justificada incluso para un deontologista o “kantiano” como Rawls, cuando se da, a juicio de los ciudadanos, un incumplimiento por parte del gobierno de alguno de los dos grandes principios de la Justicia.

Será interesante acercarse ahora a la concepción del gran filósofo que pasa por ser (y es) el más contundente defensor del deontologismo, ético y político: Kant. Kant es, no solo el gran exponente (si no el descubridor) de la concepción de una ética puramente formal, ajena a toda consideración eudemonista, sino también, paralelamente, un fuerte defensor del Estado de derecho fundado en la idea racional de un Contrato entre seres libres y con división de poderes, un Estado de derecho tan pulcramente deontológico que no concede ningún lugar a la promoción de la felicidad de los ciudadanos, sino solo a la libertad igual de todos ellos, y que, por tanto, excluye explícitamente la legitimidad de gobiernos paternalistas (que trate a los hombres “como niños”) y de cualquier despotismo. Se trata, pues, del Estado de derecho liberal mínimo, sobre una base puramente formal, no utilitarista.

Sin embargo, hay un elemento en la filosofía del Derecho de Kant que desde su publicación ha desatado la más viva polémica (y con razón: el propio Kant le concede mucha importancia, tanto en el nivel sistemático como en el “emocional”, según veremos), e incluso la indignación de comentaristas e intérpretes. Me refiero, claro está, a su tesis de que nunca es lícita (¿legitimada, legal?, esta será la cuestión; Kant pretenderá que ambas cosas, desde luego, empezando por la primera) la desobediencia ni la rebelión contra el poder del soberano ni del gobernante, por “insoportables” que sus leyes y mandatos puedan parecerle al pueblo o a algunos ciudadanos. Esta tesis es enunciada ya en su artículo “En torno al tópico “tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica””, de 1793, y es sostenida, con todo rigor y en el cuadro de una sistemática fundamentación filosófico-jurídica, en la Metafísica de las Costumbres (Metaphysik der Sitten), de 1797.  Aunque esta obra ha merecido siempre juicios mucho menos elogiosos que las otras (Schopenhauer llegó a calificarla de senil), y aunque en ella, es cierto, Kant sostiene tesis cuya justificación o consistencia muy pocos kantianos aceptan hoy, y que más parecen fruto de una actitud personal de seguidismo conservador de lo históricamente vigente (tales como el carácter de ciudadanos pasivos de las mujeres o de los empleados por cuenta ajena), no hay que despreciar, no obstante, como irrelevante, ese elemento anti-revolucionario de su constructo téorico. Kant ofrece una argumentación, que él cree inapelable (y que siempre ha seducido a algunos), y que reposa en la auténtica dialéctica propia del Derecho. ¿Qué hay, en efecto, más palmario que el orden jurídico no puede admitir ni contener sin contradicción la posibilidad de ser desobedecido? Sin embargo, la tesis de la obediencia incondicional al poder no es, por otro lado, ni mucho menos evidente para quien, como Kant, no acepte que el derecho se agota en el derecho positivo, sino que este emana, y recibe su legitimidad, de un derecho racional, natural o nouménico: ¿qué hay más contradictorio que decir que es obligatorio obedecer a un soberano que no responde a la idea racional del derecho? La cuestión se reduce, entonces, a estos dos aspectos de la misma: a) cuándo el gobernante es legítimo, y b) cómo podemos dirimirlo. La argumentación reaccionaria de Kant se apoyará en el punto b, aduciendo que, puesto que no hay nadie por encima del gobernante y del pueblo que pueda dirimir quién tiene razón, el pueblo no puede cuestionar al poder. Creo que es obvio que Kant podría muy bien (y debería) haber cogido el otro cuerno de esa dialéctica, y haber admitido, con los tomistas y juristas medievales y modernos en general, cierto derecho de resistencia y desobediencia al tirano; y que seguramente el terror (la arbitrariedad, la contingencia e inestabilidad) de la revolución francesa, con su proceso constituyente continuo, percibido y lamentado por los propios revolucionarios, le inclinó, en esto, como en otras cosas, a escoger el camino más sumiso para con el poder (aunque la estabilidad o inestabilidad política, que es una cuestión de prudencia o utilidad, no debería haber jugado ningún papel en el razonamiento de un deontologista como Kant). Veamos más despacio su tesis y argumento (leemos su Metafísica de las costumbres en la edición española de Adela Cortina y Jesús Conill, en Tecnos, 1989 –citando según la numeración original-, y el artículo mencionado, en la traducción de Juan Miguel Palacios contenida en Teoría y práctica, Tecnos, 1993)

Kant es un filósofo fuertemente dualista, tajantemente dicotómico. No admite que elementos “materiales” se mezclen con lo formal, sobre todo en el ámbito práctico. En este ámbito, el principio general rector es el imperativo categórico, esto es, la exigencia de la universalización de la máxima de la acción. Ningún elemento “material”, psicológico-patológico, debe contradecir a ese imperativo. La división, dentro del ámbito práctico, entre ética y derecho, es, en principio, nítida: la ética o legislación moral hace del deber el móvil de la acción, y es, “por tanto”, “interna” (¿psicológica?); mientras que la ley jurídica o legalidad no tiene en cuenta el móvil, sino solo la conducta “externa” (física).

No obstante, aquí ya hay cierta oscuridad. Para empezar, puede dudarse de la nitidez de la división: ¿realmente está el derecho libre de móviles psicológicos o “internos”, o más bien se basa en el móvil patológico (como Kant mismo dice) del miedo? Y, en ese caso ¿no puede y debe plantearse la ética del propio derecho, es decir, si es moralmente admisible el uso de la coerción, si el derecho no entra en contradicción con la ética, de modo que un sujeto no deba admitir nunca la coerción? Kant considera del todo justificado que se obligue a comportarse externamente como si fuera moral incluso al que no lo es… Dejaremos esto aquí. Por otra parte, en cuanto a lo “interno”, Kant dice a menudo que nadie puede estar nunca seguro de que su móvil sea moral. En ese caso, se desdibuja la diferencia entre los ámbitos de las motivaciones, y la diferencia entre ética y derecho se encamina hacia la diferencia entre lo claramente reglado y estipulado (derecho) y lo que uno hace espontáneamente ((ética). También dejaremos esto, para que lo piense el lector acaso.

El Derecho, según Kant, iusnaturalista a su manera, no es solo ni primeramente el derecho positivo (esta –dice- puede ser una hermosa cabeza, pero sin seso, según la fábula de Esopo), sino una idea de la razón. El principio universal del derecho establece que una acción es conforme a derecho cuando permite a la libertad de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal (230). El derecho va analíticamente unido a la facultad de coaccionar a quien lo viola. Después de desarrollar el derecho privado, Kant pasa al derecho público. También esta es una idea racional: la de un conjunto de personas en relación de influencia mutua, que se sitúan bajo una Constitución o en estado civil, para eliminar la inseguridad de la violencia del estado de naturaleza (ajurídico o prejurídico), mediante una coacción legalmente pública: como los hombres, por naturaleza (y esto es una verdad a priori o de la razón), son violentos, es decir, tienden a sobrepasar los límites de la libertad, invadiendo el terreno de la libertad de los otros, necesitan someterse a una coacción legalmente pública.

La idea del Estado (“Estado en la idea”) sirve de norma a toda unión efectiva: todos los estados existentes o “reales” (en el sentido kantiano, o sea, de hecho o fenoménicos) reciben su legitimidad de esa idea. El Estado, sigue Kant, consta de tres poderes, soberano legislador, gobernante ejecutivo, y poder judicial, “como las tres proposiciones de un razonamiento práctico” (313).  El poder legislativo “solo puede corresponder a la voluntad unida del pueblo”, pero ello no implica la participación activa (mediante el voto) de todos los ciudadanos: hay ciudadanos, como mujeres, niños, o empleados por cuenta ajena, que, por no ser “independientes”, tienen que ser políticamente pasivos (por supuesto, falta una justificación convincente para esto y, sobre todo, una consideración crítica; hoy parece, más bien, que es uno de esos casos en que los filósofos, sobre todo los más apriorísticos, lo que realmente tienen como a priori es ciertos hechos históricos que tienen que justificar “racionalmente” como sea). El hecho es que el acto público o social por excelencia de una persona, es, para muchos (quizá para casi todos), paradójicamente, un “acto” pasivo, un “acto” no activo… Pero, además, puesto que el acto por el que el pueblo se constituye como Estado (el “Contrato originario” en el que el pueblo renuncia a su libertad exterior), no es un hecho histórico o fáctico, sino una idea, ese “acto” no puede ser siquiera un acto empírico, material (lo cual parece ya forzar mucho los términos): el ciudadano, de hecho, se encuentra ya siempre inmerso en un factum histórico jurídico, que, aunque recibe su legitimidad de la idea a priori de Contrato entre libres e iguales, no ha demostrado, en ningún momento, ser el factum correspondiente a esa idea, porque el “acto” no ha tenido nunca lugar, ni lo que sí ha tenido lugar ha demostrado corresponder a ese acto.

Pues bien, resulta, según Kant, el factum histórico que es el orden jurídico, no tiene que justificar ante el Pueblo que es el factum legítimo, y que el legislador o soberano es “irreprochable (irreprensible)”, el ejecutivo es “incontestable (irresistible)” y el juez es “irrevocable (inapelable)”. (316). Cito pasajes relevantes al respecto:
“El origen del poder supremo, considerado con un propósito práctico, es inescrutable para el pueblo que está sometido a él: es decir, el súbdito no debe sutilizar activamente sobre este origen, como sobre un derecho dudoso en lo que se refiere a la obediencia que le debe (ius controversum)” (318)

He aquí, claramente expresado (quizá pese a sí), el “fundamento místico de la autoridad”, de la que nos habla Jacques Derrida en Fuerza de Ley. Como bien recuerda Jacques Rancière, en La Haine de la démocratie, también Platón, en el cuarto libro de Las leyes, atribuye a démones la conducción o el pastoreo de los felices hombres de la Edad de Cronos, aunque Platón al menos admite que, en nuestro tiempo, ya no mítico, esos divinos pastores no nacen entre nosotros, y hay que recurrir a la fábula o mentira útil de que los dioses han puesto en el alma de algunos humanos, oro (otros, como Benny Lévy, añoran aquel origen trascendente de la política, y culpan a la democracia de ser la muerte de ese padre).

El pueblo, en fin, tiene que considerar inescrutable e incuestionable el origen del poder supremo. Obviamente, esto se refiere al origen fáctico o histórico del poder, porque el origen ideal el pueblo lo “sabe” bien: es el pueblo mismo, aunque en un acto solo ideal. Es decir, el súbdito no tiene derecho siquiera a preguntar(se) públicamente por qué (en el sentido de si es legítimo que) aquel o aquellos que ocupan el poder, ocupa(e)(n) el poder, es decir, si es que encarnan la idea. De donde se sigue que los ciudadanos no tienen derecho a cuestionar ni a rebelarse aunque les gobierne una mafia, o, mejor dicho, que, como dicen las mafias, el gobierno supremo es indistinguible de la mafia suprema. Los alemanes no tenían derecho a rebelarse contra Hitler, aunque este subvirtiese, a juicio de los ciudadanos, el Estado de derecho mismo. Y esto incluso aunque el soberano o el gobernante impidan lo que, según Kant, es requerimiento esencial para todo orden legítimo, a saber, que permita la libre opinión de los ciudadanos. Pues bien, ni aunque el soberano falte a ese deber, es lícito oponerse. ¿Por qué? A continuación Kant argumenta esta, para nosotros dura, condición de la vida civil:
“Porque, dado que el pueblo para juzgar legalmente sobre el poder supremo del Estado (summum imperium) tiene que ser considerado ya como unido por una voluntad universalmente legisladora, no puede ni debe juzgar sino como quiera el actual jefe del Estado (summus imperans). Si ha precedido originariamente como un factum un contrato efectivo de sumisión al jefe del Estado (…), o si la violencia fue anterior y la ley vino sólo después, o bien ha debido seguir este orden, son estas sutilezas completamente vanas para el pueblo que ya está sometido a la ley civil, y que, sin embargo, amenazan peligrosamente al Estado” (318-19)

El súbdito rebelde sería castigado por la ley:
“Una ley que es tan sagrada (inviolable) que, considerada con un propósito práctico, es ya un crimen solo ponerla en duda”.

Es como si la ley viniese de Dios, y solo un Dios, pues, podría ponerla en duda. Se sigue que el soberano, ante el súbdito, tiene solo derechos y ningún deber.
“Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay, por tanto, resistencia legítima del pueblo […] so pretexto de abuso de poder (tyrannis). El menor intento en este sentido es un crimen de alta traición (…) y el traidor de esta clase ha de ser castigado, al menos con la muerte, como alguien que intenta dar muerte a la patria (parricida)”.

Aquí figura una nota en el texto de Kant, la más larga de todo el libro (¡ah, las notas –como ha señalado ya Derrida-, sobre todo las notas largas, incontinentes, que parecen rebelarse contra el orden del discurso…!) en la que se ve a Kant, encendido de pasión, pintar con tintes apocalípticos lo horrible del acto de matar al rey “o” soberano. Kant apela a un sentimiento, un sentimiento “moral” que, presuntamente, vamos a compartir:
“(…) La ejecución formal es la que conmueve el alma imbuida de la idea del derecho humano con un estremecimiento que se renueva tan pronto como imaginamos una escena como la del destino de Carlos I o de Luis XVI. ¿Cómo explicar, sin embargo, este sentimiento, que no es aquí estético (una compasión, efecto de la imaginación, que se pone en el lugar del que sufre) sino moral, el sentimiento de la total inversión de todos los conceptos jurídicos? Se considera como un crimen que permanece perpetuamente y nunca puede expiarse (…) y parece asemejarse a lo que los teólogos llaman el pecado que no puede perdonarse ni en este mundo ni en el otro…” (ibid. p. 153)

El lector puede seguir, a través de toda la nota, empapándose de esos terribles y sublimes sentimientos.

Quizá muchos de nosotros no sintamos hoy ese sentimiento tan horrible por la ejecución de un tirano. Pero dejando ahora los sentimientos, incluidos los morales, para ir a las razones, me parece evidente que Kant no tiene una justificación correcta para su tesis de no-resistencia. Es cierto que no hay un juez material, fenoménico, fáctico, que pueda dirimir si es el (que se declara o reclama) soberano o gobernante, o bien es el pueblo, quien tiene la razón en una disputa sobre licitud; es cierto que un orden jurídico no puede contener su propia no necesidad (¿…como una teoría consistente no puede contener proposiciones que enuncien su propia indecibilidad?); es cierto que cuando el pueblo se declara en rebeldía, se interrumpe el orden jurídico vigente y se retorna, por así decir, al “estado de naturaleza” (aquel, precisamente, en el que se instituye el Contrato). Pero de todo ello no se sigue que la persona o personas físicas que “ocupan” el poder, es decir, que ejercen una fuerza coercitiva organizada, estén legitimadas para hacerlo, y no puedan ser cuestionadas. No se puede distinguir al gobernante legítimo porque sea el que detenta más armas o trajes oficiales, ni porque se atribuya a sí mismo la legitimidad. Kant considera sagrado al orden jurídico, pero nada empírico puede ser sagrado, ni siquiera el rey o soberano fáctico (e incluso habría que decir, menos que nadie el soberano fáctico, puesto que representa al Pueblo. Kant está confundiendo el orden ideal con el real. Idealmente, quizá la autoridad es irresistible. Pero lo que está en cuestión  en una resistencia o una revolución es, precisamente, si los hechos históricos reflejan lo ideal. Y, en esta disputa, la persona física o humana que ejerce el poder es tan falible y cuestionable como cualquier otro humano. A la pregunta retórica de Kant (¿quién dirimirá?) se le puede oponer exactamente la otra: ¿quién dirimirá que quien detenta el poder es el rey legítimo?

La política tiene que aceptar, entonces, que ningún orden jurídico, establecido, positivo, se auto-sustenta, y que siempre está sometido a la posibilidad de ser cuestionado radicalmente, es decir, cuestionado en la idea. El poder fáctico no puede ser inescrutable, so pena de separa al individuo fáctico de su derecho racional y convertirlo en un enajenado.

El argumento de Kant, traducido al ámbito teorético, diría algo así: la ciencia es universal y necesaria. Por tanto, las autoridades científicas no pueden ser cuestionadas, pues ¿ante quién podría dirimirse si tiene razón la “autoridad” científica o quien cuestiona sus tesis? Sin embargo, aunque Kant se empeña en poner jueces en la universidad, el mundo intelectual no funciona así, y todos somos falibles. Esto no condena al mundo teórico humano a un caos “anarquista”, sino que lo somete a una libre discusión. Las proposiciones socialmente vigentes no son más que aquellas que cuentan con mayor acuerdo o sustento (un acuerdo que puede no ser democrático en el peor sentido, sino que puede contar con la jerarquía de los sabios, reconocida como tal por los menos sabios).

Kant ha advertido que el orden fáctico puede ser cuestionado (ya sabemos que tenía muy presente el fenómeno de la revolución francesa). Pero desplaza toda la “fuga” del orden establecido hacia “arriba”, al poderoso, vaciando completamente de poder al pueblo, que queda en el escuálido o, más bien, vacío, fundamento ideal del contrato.

En su libro Inmanuel Kant, Otfried Hoffe resume muy sucintamente las principales objeciones que se han dirigido a la tesis de Kant:
“Esta argumentación suscita diversas dudas. Cabe preguntar a un nivel político-pragmático qué posibilidades de oposición le quedan al pueblo si el gobierno reúsa la “libertad de expresión”, como en el caso del decreto sobre religión, de Wöllner (…), o hace caso omiso de la “resistencia negativa” del parlamento. En segundo lugar, y ya más en el plano de los principios, la misma idea kantiana de un derecho natural (derecho racional) prepositivo contiene un potencial revolucionario que no es compatible con el rechazo absoluto del derecho de revolución. Es cierto que la idea de un derecho de resistencia y de revolución garantizado constitucionalmente puede ser quizá contradictoria. Pero, según el principio normativo-crítico kantiano de la situación jurídica, ese derecho es superfluo. En efecto, aquella situación política que reclama la resistencia –la violación de derechos humanos irrenunciables- es radicalmente ilegítima por chocar con las normas apriorísticas del derecho racional. Siendo el Estado, en Kant, una institución jurídica de segundo orden, no es un fin en sí mismo, sino que está vinculado a las instituciones de primer orden, que él debe asegurar. Si el Estado viola claramente esas instituciones, no puede ser calificado de “sagrado e intangible”, ni se puede prohibir en principio toda resistencia. Este argumento da pie a una tercera reflexión de tipo metodológico. El rechazo tajante del derecho a la resistencia por parte de Kant supone una equiparación errónea entre una idea a priori de la razón crítica, el contrato originario, y un elemento empírico y positivo: el orden jurídico y el poder estatal históricos”. O. Hoffe Inmanuel Kant, Herder, Barcelona, 1986 p. 216)

Debemos rechazar la tesis de Kant. Pero debemos ser conscientes, entonces, de lo que esto implica: el orden jurídico no goza de una estabilidad absoluta, sino que, como dice también Platón en El Político, el legislador soberano (sea el pueblo o quien sea) no tiene por qué atenerse estrictamente a lo establecido. La cuestión es, entonces, ¿qué juego tiene que darse entre ese ámbito de legitimidad supralegal, y la legalidad vigente, entre el “espíritu” y la “letra”?

viernes, 3 de octubre de 2014

Fines de la Ley y fines del Tiempo. Del espíritu y la letra del Derecho, II

Veíamos, en la entrada anterior (y primera de esta serie), cómo de algunas, de múltiples, de infinitas maneras, el (Estado de) Derecho, en cuanto sistema legal “establecido” y escrito, está agujereado necesaria o esencialmente. Figuras jurídicas como –por “arriba”- la del Estado de Excepción o de ley marcial, o, antes aún, la del Poder Constituyente, pero también –por abajo- la de la Desobediencia Civil y otras miles más minúsculas e imposibles de delimitar, son intrínsecas a, es más, son “fuentes” del Derecho, a la vez que (y por eso) irreducibles a él, o, al menos, a su norma, de manera análoga a como, por ejemplo, los poderes que fundan la Economía, están más allá de ella (en los Paraísos Fiscales), o más acá (en la economía “sumergida” o en la subeconomía, desde el trabajador sin derechos o el niño explotado, al “ama de casa”, a los trabajos domésticos y los amistosos, a los regalos “sin por qué”…), o tal como, en el ámbito más puramente teórico, los principios y criterios que sostienen la ciencia normal, o las “conocimientos” que no llegan pero a menudo aspiran a serla, son irreducibles a la metodología científica (infalsables e inverificables, indeducibles…). La Política tendría su fundamento en un extraño afuera interior, en la alegalidad legal de, por ejemplo, el Soberano capaz de establecer el Derecho y por tanto suspenderlo, o el de la ciudadanía que puede revelarse e, incumpliendo legítimamente la ley, dejando de ser ciudadano sin dejar de serlo, obligar a constituir otro Estado. Schmitt (el maquiavelismo en general) tendría(n), al final, razón en que la “razón de Estado” es una voluntad de Estado.  En tono cínico –comprensivo para con las “élites”-, se diría que los mafiosos aciertan cuando dicen que el Estado no es más que la Mafia que domina a las demás. En otro tono –el de los amigos de los “oprimidos”-, se dirá que el pueblo está por encima de las leyes.

Nos hacíamos, entonces, una doble pregunta: ¿qué nos dice esto sobre la “naturaleza” del Derecho y la Política? (cuestión metapolítica), y ¿qué podemos deducir de aquí, de cara a la praxis política? (cuestión propiamente política). Habitualmente, estas preguntas se responden juntas (aunque, deseablemente, no revueltas).

Ciertos filósofos (los más arqueologistas y “deconstructivistas”) tienden a concluir, respecto de lo primero, que la Política moderna, con su Estado de Derecho, y la Política y el Derecho en general, como orden racional no problemático y autosuficiente, es una ficción insostenible, y que tiene su “verdadero” origen oculto en algo de naturaleza, no intelectualista o racional, sino práctica o voluntarista, en un “realizativo”, en una fuerza o una violencia, y no en una deducción a partir de la verdad ética ideal. Tal como, respecto del ámbito teórico, las hermenéuticas y deconstrucciones señalarían que la pretendida asepsia y autosuficiencia de los métodos científicos y racionales en general, oculta sedimentaciones y differances más “arcaicas”, así en la Política se mostraría que el Estado de Derecho, con sus conceptos anejos, es producto de la Metafísica, de la “máquina antropológica” o antropogónica; y es un producto, sobre todo, intrínsecamente inconsistente, inestable, y destinado a su disolución.

“En consecuencia” y en cuanto a lo segundo (a la praxis que podemos “deducir” de aquí), estos filósofos predican o profetizan una época o “tiempo”, inminente, pero, a la vez, heterogéneo al futuro, a la previsibilidad y al tiempo en general de la Política y el Derecho, un tiempo postpolítico, a menudo caracterizado también como era mesiánica, en que ya no funciona (aunque tal vez subsista) la estructura legalista del Estado de Derecho.

G. Agamben, por ejemplo, quien compara y asimila el problema de la relación entre Decisión (Entscheidung, en Schmitt) y la Norma (Norm) con el de la dicotomía de Lange y Parole, entre las cuales el paso es –sostiene él- no lógico sino pragmático (Stato di eccezine, pp. 50 y ss), cree que hoy ya nadie, que no tenga mala fe, puede creer en la recuperación de la legitimidad del Estado, y nos propone un tiempo mesiánico de inspiración benjaminiana:
“un día la humanidad jugará con el Derecho, como los niños juegan con los objetos en desuso, no para restituirlo a su uso canónico, sino para liberarlo definitivamente de él”. (ibid., p. 83).

En “ese” “tiempo”, en que se anulará la separación que, para con las cosas, nos significa el Lenguaje, y el hombre se conciliará con su animalidad, se vivirá en una especie de “como si no” (según la expresión pauliana del mesianismo: hos me: el esclavo como si no fuera esclavo...), se abandonará la propiedad y se pasará a vivir en el modo del uso, del “cualquiera” y de la “impotencia” o potencia de no.


Biblia hebrea, siglo XIII. Abajo, el banquete mesiánico de los justos (Milan, Biblioteca Ambrosiana). Obsérvese, como señala Agamben, que los hombres aparecen con cabezas de animales.

También Derrida, explícitamente desde al menos Fuerza de Ley (Tecnos, Madrid, 1997), sostiene que el fundamento del Derecho no es un fundamento ontológico ni racional, sino el de una “violencia realizativa” y un correspondiente “crédito” o fe, que podemos calificar, con una expresión que se remonta a Montaigne, de “fundamento místico”. En el tardío artículo “El “mundo” de las luces por venir. Excepción, cálculo y soberanía” (quizá el texto donde más “racionalista” se reivindica Derrida), todavía encomienda el acontecimiento ético o hiperético a una decisión en último extremo heterogénea al saber:
Hay que saberlo, ciertamente, el saber es indispensable, hay que saber, y lo más y lo mejor posible, para tomar una decisión o asumir una responsabilidad. Pero el momento y la estructura del “hay que”, justamente, así como la decisión responsable son y deben seguir siendo heterogéneos al saber. Una interrupción absoluta, que siempre podemos juzgar “loca”, debe separarlos” (Canallas, Trotta, Madrid, 2005, p. 173).

Que esté fundada por una fuerza o una acción irreducible, implica que la Ley es totalmente deconstruible. La deconstrucción opera señalando ciertas aporías (o, más bien, varias caras de una misma aporía): el Derecho, por ejemplo, exigiría, como su condición de posibilidad, la libertad del que actúa, pero, a la vez, el Derecho consiste en el cumplimiento de una norma, de algo, pues, predecible, calculable, mecanizable. Y serían incompatibles libertad y norma predecible. El Derecho –he aquí otro rostro de la aporía- siempre trata con lo general, pero la Justicia solo puede ser de lo singular:
“¿Cómo conciliar el acto de justicia que se refiere siempre a una singularidad, a individuos, a grupos, a existencias irremplazables, a otro o a mí como el otro, en una situación única, con la regla, la norma, el valor o el imperativo de justicia que tiene necesariamente una forma general, incluso si esta generalidad prescribe una aplicación singular?” (Fuerza de ley, p. 40)

En poco (cuando nos remontemos en el tiempo hacia su juventud o hacia su vejez), veremos al mismísimo Platón recurrir también a este argumento. Es una crítica habitual al Derecho establecido y a la Letra. Se dice también de la escuela: queriendo educar a todos “por igual”, los trata homogéneamente y no respeta las diferencias. (Obviamente, esto no está tampoco libre de aporía, como desarrollaremos más adelante: ¿a dónde podemos ir a buscar una justicia no-computable, absolutamente respetuosa con lo Otro puro (y Derrida incluye aquí a todo “animal”, y más allá), sin recurrir a la vez a la mayor universalidad? ¿El totalmente Otro no implica o incluso es el totalmente Uno? Pero dejemos esto, por ahora).

El lado temporal o temporario de la aporética del Derecho, pregunta: ¿en qué tiempo está la Justicia? Se sitúa como un “horizonte”, al que tender, pero la Justicia tiene que ser absolutamente presente, no puede esperar. Todas estas aporías, pues, permiten deconstruir el Derecho.

En cambio, afirma Derrida, puesto que ese “fundamento” supra- o extra- o para-legal de la Ley, no está a su vez fundado, entonces él, a diferencia del Derecho, es inasequible a la deconstrucción. La Justicia misma es heterogénea al Derecho, aunque está en una relación inevitable con él. Como la propia deconstrucción, es indeconstruible (para Nietzsche, la voluntad no devenía). La Justicia es (uno de los nombres para) la deconstrucción. Así que deconstruimos el Derecho en aras de la Justicia.

Como en Agamben, la consecuencia práctica que Derrida quiere extraer de esta deconstrucción, no es aceptar (alla Schmitt) alguna legitimidad, por ejemplo, nacional, o de los amigos “fraternales” (ver también Políticas de la amistad, Trotta, Madrid, 1998) sino pensar la posibilidad de un imposible “quizá”, de la democracia por venir, que también Derrida nombra o adjetiva con el nombre o adjetivo de mesianismo: un mesianismo sin Mesías.

Esto nos proponen estos filósofos. Si nosotros queremos –como de hecho queremos, pero, más aún, pensamos- otra respuesta, totalmente diferente, una respuesta, no voluntarista ni simplemente deconstructiva, sino intelectualista, racionalista y armonista, aunque dialéctica (y analógica), tenemos que dar otra explicación a esas "excepciones" constitutivas de la Ley constituida, y tenemos también que señalar la aporética y, en último extremo, la inviabilidad de las de(con)strucciones de lo político y las propuestas postpolíticas. En principio, todo podría hacer pensar que las irreducibles “excepciones” de la Ley, son un argumento contra cualquier racionalismo político: ¿no es el racionalismo, acaso, la creencia en una estructura legal aproblemática? ¿No es el racionalismo la tesis de que la excepción solo confirma la regla porque, en verdad, la excepción no existe, sino que siempre hay una Ley que la establece y justifica?

                                                               ****

Por eso será interesante, necesario diríamos, -y a eso dedicaré lo que queda de este capítulo- constatar cómo un filósofo racionalista, incluso ultrarracionalista, el filósofo racionalista por excelencia (aunque seguramente no el más sino el menos ortodoxo), puede y tiene que rechazar, también él, la suficiencia de la Ley y el Derecho establecido y escrito. Para ello hay que remontarse (o hundirse) en el tiempo. O remontarse y hundirse, a la vez o por turnos, en el tiempo… (El simpático e inteligente ensemble humorístico-musical Les Luthiers expresó esto una vez de manera magistral: acerca del remoto origen de cierta canción popular, que “se remontaba al principio de los tiempos” “o” “se hundiría en la noche de los tiempos”, dicen –si no recuerdo mal- algo así: “Y la pregunta es: ¿se remonta, o se hunde?” Este chiste será reflejo de la más profunda enseñanza que, acerca de la relación entre el ser y el tiempo, se remonta a o se hunde en la obra de Platón. El tiempo fundamental, ¿está atrás –al principio- o adelante –al final-; o ni una cosa ni la otra, o las dos? Iremos a ello en breve tiempo).

El caso es que, como los pensadores anti-intelectualistas, Platón sostuvo que el Soberano o Legislador no está sometido a la Ley establecida, y, más concretamente, a la Letra. En El Político (ese impresionante diálogo, siempre por entender), el Extranjero eleata que, poco antes, como si fuera un sócrates, ha exorcizado a ese sócrates joven que es Teeteto y le ha mostrado la diferencia entre el Filósofo y el Sofista (es decir, la diferencia en la comprensión de la Diferencia), va definiendo o diferenciando ahora, ante ese otro sócrates que es el personaje “Joven Sócrates”, al Político. La Política, según las diferenciaciones del Extranjero, se identifica como una ciencia o saber (no una mera práctica o técnica o manualidad), más específicamente, una ciencia directiva o directora de la práctica (no solo teórica y crítica), y, más específicamente aún, la ciencia directiva no subordinada. Para Platón hace falta saber, sí (como admite Derrida), y (como pide Derrida) no basta con saber, sino que hay que decidir y hacer, además de saber (no basta con la “prudencia”, si la fuerza de la valentía no ejecuta lo pensado), pero, a diferencia de Derrida y de cualquier decisionista y anti-intelectualista, el paso del saber al decidir no es ninguna heterogeneidad o abismo en el que podría suceder cualquier cosa, sino un paso necesario, aunque sintético. Que una decisión racional sea previsible, o incluso necesaria, no impide que sea libre, sino al contrario. Solo un concepto irracionalista, moderno, burgués… de la libertad, como indeterminación, puede caer en esa confusión. La libertad solo es imprevisible para quien no conoce las profundas razones de la elección.

Sin embargo, también es verdad en Platón que la cosa no ocurre sin contratiempo: de hecho, nuestra vida es, radicalmente un contra-tiempo. La política es la ciencia dirigiendo la praxis, sí, pero el Extranjero señala inmediatamente algo que estima fundamental: no vivimos en la época de Cronos, en que un dios o “divino pastor” conducía o pastoreaba a todos los seres del universo, que nacían de la tierra y morían volviéndose niños, según cuentan el mito de Tiestes y otros relacionados (aunque esa relación ha sido olvidada). Nuestra época de Zeus, inversa a la de Cronos, está dejada de la mano de Dios. Hemos sido “expulsados” del Edén –diría un habitante del Desierto-, nos hemos visto desnudos, y tenemos que trabajar con sudor y parir con dolor. Quien ignora esto, este elemento de trabajo y sudor, ignora la Política. Platón no sería acreedor, pues, de la crítica que Spinoza dirigía a la mayoría de los filósofos políticos: que escriben una política figurándose a los humanos como ángeles, es decir, como aquellos seres que no necesitarían política alguna. No obstante, dice el Extranjero, incluso en nuestra época de necesidad, el gobernante se distingue del tirano en que gobierna, en las medidas de lo posible y lo necesario, con la voluntad de los gobernados.

Nótese que, como Derrida, Agamben, o tantos otros, también Platón, buscando el contraste con nuestra época sometida a la Ley y al Derecho, se ve llevado a hablar de la época “mesiánica” o, en su caso, edénica, aunque con conclusiones diferentes a las de Benjamin, Derrida o Agamben: Platón la sitúa en el “pasado”, o, más bien, dentro de un proceso circular (no en una línea orientada a una escatología puntual), y no está del todo convencido de (no sabe, dice el Extranjero, si) aquella época era mejor: depende, arguye, si los hombres se dedicaban entonces a filosofar o bien a vivir “como animales” (¡confróntese con el mesianismo de Agamben, por ejemplo!). Volveré sobre ello en otro momento.

La Edad de Oro. Lucas Cranach el viejo. National Museum of Art,Architecture and Design

El caso es que el Extranjero viene hablando del buen rey, que con sus silbos amorosos si es posible, pero con el cayado si es necesario, dirige sin ser dirigido; y ha repetido que eso es bueno o justo, sea que gobierne con leyes escritas o no, sea que respete los procedimientos establecidos o no. Entonces es cuando al joven Sócrates le choca esto: 
“Sobre las demás cuestiones, Extranjero, me parece que te has expresado con mesura; pero eso de que se deba gobernar sin leyes es una afirmación que resulta más dura al oído” (Político, 293e, en Diálogos, Gredos, Madrid, 2000).

En su respuesta, el Extranjero argumenta así: es obvio que es mejor que gobierne el hombre sensato que las leyes establecidas, pues la Ley nunca podrá abarcar la legislación de cada caso particular, sino que trata los casos de manera general. El argumento “coincide” con una de las aporías que Derrida dirige contra el Derecho, aunque esa coincidencia esconde cierta esencial descoincidencia, pues Derrida “deduce” de ahí que ninguna razón puede alcanzar a comprender el caso particular, pero Platón deducirá justo lo contrario. Pero sigamos. La ley es necesaria, sigue el Extranjero, porque su autor no puede estar en presencia de cada caso, y hace, entonces, como un médico que dejase prescripciones cuando se marcha. Pero, lo mismo que sería razonable que ese médico cambiase las prescripciones si, a su regreso, encontrase pertinentes otras, de la misma manera sería absurdo que el legislador tuviese que atenerse, ciega o “mecánicamente”, a la Ley establecida. Por eso dice la gente, según recuerda el Extranjero, que si alguien sabe leyes mejores, que cambie las vigentes, aunque no sin antes convencer a su ciudad, uno por uno. Pero, corrige el Extranjero a la gente, incluso si la gente es forzada por el legislador para recibir leyes mejores, eso es correcto. No hace falta, pues, ser antirracionalista, para rechazar que lo general pueda suplir a lo particular y lo singular. En el mismo diálogo, Platón deja decir al Extranjero que no se debe, por nada del mundo, confundir a la Idea con lo General o el Conjunto, aunque difiere este tema, porque le parece difícil para este momento.

Nótese que, hasta aquí, no se ha dicho explícitamente que el legislador no pueda ser el pueblo. De momento “casi” lo único que hace el Extranjero es rechazar el legalismo, la superioridad de la letra sobre el espíritu, digamos. De modo que, hasta aquí, podría coincidir con Platón quien piense que el pueblo, auténtico soberano, no está sometido férreamente a las leyes, sino que puede destituirlas y constituirlas.

(En España esto está ahora bastante candente, porque hay políticos y grupos que reclaman el derecho del “pueblo catalán” a decidir soberanamente sobre su destino y constituirse Estado, sin tener por qué respetar la Constitución Española. La falacia de este discurso es, sin embargo, que, como todas las naciones, juega con el significado de “pueblo”: ¿se quiere decir que cualquier grupo de personas que quieran autodeterminarse y fundar su propio Estado tienen, por naturaleza, “derecho” o legitimidad para hacerlo? Obviamente no: prácticamente ninguno de esos políticos “nacionalistas” admitiría que una ciudad, un pueblo, un barrio o un colectivo de cualquier tipo, tienen derecho a independizarse. Por tanto, se refieren a un colectivo cualificado con la característica nacional. Pero esto, aunque sería quizá bien visto por un schmittiano, exige una justificación independiente, otra justificación de la soberanía, que no residiría ya en la persona sin más).

Volviendo a Platón, hasta aquí casi lo único que ha hecho el conductor del diálogo, el Extranjero, es rechazar el legalismo. Casi: todo lo que pide al legislador es que sea sabio o sensato. Sin embargo y por eso, enseguida hace reconocer al joven Sócrates que la masa nunca será capaz de esa ciencia del gobierno (297b). Por tanto, no es verdad que el pueblo, en cuanto tal, tenga legitimidad para constituir o destituir las leyes. Tampoco una élite económica o simplemente militar tiene esa legitimidad. Solo el legislador sensato tiene esa legitimidad, y él mismo está por encima de la ley establecida. Todos los que incumplen la ley se parecen, pero son los opuestos entre sí, el que sabe y el que no.

Entonces, ¿cuál es el origen de las Leyes Establecidas, según el Extranjero? Imaginemos -nos pide- que, por temor a la arbitrariedad de los posibles pilotos o médicos, se nos ocurriese establecer unas leyes escritas inamovibles acerca de esas artes. Cada año, por sorteo, ciertos ciudadanos (ya sea de entre los ricos, ya sea del pueblo) asumirían la función de velar por que no se incumpliesen esas prescripciones establecidas.
“Y aún, además de todo esto, se haría preciso implantar una ley según la cual, si se sorprendiese a alguien buscando el arte del pilotaje o de la navegación, o las reglas de la salud o la verdad médica sobre los vientos, el calor y el frío, al margen de las leyes escritas, e inventando cualquier sutileza sobre tales cuestiones, a tal individuo, en primer lugar, no debería otorgársele el nombre  de médico ni de piloto, sino de individuo que anda en las nubes o de sofista charlatán; luego, alegando que corrompe a otros hombres, más jóvenes, y les induce a dedicarse a la náutica y la medicina de una manera no conforme a las leyes y a gobernar despóticamente a los navegantes y a los enfermos, quienquiera con el debido derecho podría denunciarlo y hacerlo comparecer ante un tribunal; y si se mostrase que persuadía a jóvenes y ancianos contra las leyes y las normas escritas, se lo castigaría con las penas más severas; nada, en efecto, ha de haber más sabio que las leyes; porque nadie ignora ni la medicina ni las reglas de la salud ni tampoco el arte del pilotaje ni de la navegación, pues le es lícito a quien lo quiera aprender las normas escritas y las costumbres tradicionales instituidas”. (299b y ss)

Como es evidente, el Extranjero está advirtiendo al joven Sócrates de que lo condenarán a muerte en otro tiempo, futuro, por hacer política más allá y quizá contra lo establecido y escrito. El viejo Sócrates, que pronto va a morir ajusticiado en el pasado por la Ley de Atenas, escucha en silencio.

Pero a ese joven Sócrates le resulta evidente que el legalismo mata el espíritu y la ciencia. La vida se volvería intolerable, dice. Ahora bien, argumenta el Extranjero, sería todavía peor que algunos subvirtieran las leyes, no para hacer algo mejor, sino para hacer prosperar sus ignorantes intereses propios. Cualquier gobierno de ciudadanos sin sensatez o filosofía, sea el de ricos o el de la muchedumbre, será menos malo, entonces, si se atiene a las leyes establecidas y escritas, porque al menos estas son, según el Extranjero, un recuerdo del que sabe, o sea, del legislador que, como el médico aquel, las dejó prescritas en su ausencia. Por tanto, las leyes establecidas y escritas son solo una segunda opción (una “segunda navegación”), la menos mala, en ausencia del Padre de la Ley o pastor divino. Puesto que hoy –señala el Extranjero- no surgen entre nosotros auténticos monarcas como surgen las reinas entre las abejas, es necesario establecer y redactar en Asamblea códigos escritos, y atenerse a ellas.

Las leyes como recordatorio y semejanza del saber, nos recuerdan y se asemejan a lo que Platón dice, en general, de la relación entre el espíritu y la letra. Sobre todo en el Fedro:
“(…) el que piensa que al dejar un arte por escrito, y, de la misma manera, el que la recibe, deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad…” (275c)
Como las pinturas, las letras no contestan si se les pregunta. Otro es el discurso que se escribe en el alma del que aprende. Por eso, el que sabe:
“(…) los jardines de las letras, según parece, los sembrará y escribirá como por entretenimiento; y, al escribirlas, atesora recordatorios, para cuando llegue la edad del olvido…” (Fedro, 276d)

Las Leyes y las Letras, recordatorio para la edad del olvido, aquella edad en que el tiempo camina hacia la (edad de la) vejez, y no hacia la niñez, aquella en que los dioses han abandonado la tierra a su suerte…

Lo inmediato sería, pues, pensar qué pasa con esa “ausencia del padre” de las leyes y qué pasa con el edén o la edad mesiánica, es decir, qué pasa con el tiempo de la Política.