miércoles, 26 de febrero de 2014

Política y Vida (acerca de la Biopolítica, I)

Quizás durante los próximos años se vaya consolidando la percepción de que el siglo XX europeo y “occidental” fue el tiempo de una terrible desilusión, de la caída del sueño moderno-ilustrado, de su desvelamiento como pesadilla; el tiempo en que, por ejemplo, las tecno-ciencias fueron puestas al servicio de la destrucción meticulosa de millones de seres humanos en tiempos de guerra y a la alienación de casi toda la población en las fábricas de la plutocracia en los periodos de bienestar, todo ello paradójica pero indisolublemente unido a (o quizás disimulado tras un decorado de) un desarrollo sin precedentes de derechos y garantías del individuo; el tiempo, también, del arte más feo, desesperado y suicida; de la filosofía más nihilista y apocalíptica; de las vidas, en fin, más vacías y desesperadas…

Las atrocidades humanas no son, desde luego, exclusividad del occidente moderno, ni en el tiempo ni en el espacio. Incluso se puede decir, quizás, que cualquier tiempo pasado fue peor y que no hay lugar como Europa para vivir. Pero las atrocidades del occidente moderno tienen algo de especial y de espeluznante, hasta de incomprensible y de desesperanzador: han sucedido y suceden en unos países en los que se ha declarado, con más fuerza que nunca, los derechos inalienables del Hombre, de todos y cada uno de los humanos, tanto en el nivel teórico mediante una densa tarea de justificación racional (con núcleo, por ejemplo, en Kant) como de hecho, materializados en normas y garantías nunca vistos:; por si fuera poco, han sucedido y suceden en un mundo donde ni siquiera se podía poner la excusa de la escasez. Si esto es posible, y de hecho sucede, hay que desesperar de que la cosa tenga arreglo. Apenas hay duda de que occidente, si no toda la humanidad, mientras siga existiendo seguirá produciendo atrocidades sistemáticas y alienación constante, junto quizás (aunque de esto hay cada vez más dudas) mayores y más universales derechos y garantías.

¿Cómo es posible esto? ¿Cómo ha podido la Europa de los científicos, filósofos y artistas, la Europa humanista, dar lugar, junto a los Derechos Humanos y la Seguridad Social, a los campos de exterminio y a la explotación capitalista? ¿Es que, según la fábula de Esopo que Sócrates recordó en su última conversación, bienes y males, gustos y disgustos, son los dos lados del mismo par de alforjas, de manera que, cuantos mayores sean los logros, peores serán necesariamente sus momentos negativos? Pero, aunque fuera así, ¿cuál es el origen profundo de esta situación trágica en lo que a la modernidad occidental se refiere? ¿Qué concepción de la realidad y del hombre pueden dar lugar a esto? ¿Qué soluciones cabría proponer?

Una corriente de pensamiento de los últimos treinta o cuarenta años y muy viva hoy, la Biopolítica, tiene una respuesta (o familia de respuestas) a estas preguntas. A partir de la idea, enunciada por Foucault, según la cual la política es hoy política de la vida y lo que está en juego en la política actual es la mera vida misma, los filósofos de la biopolítica ofrecen un (tipo de) diagnóstico(s) de la situación histórico-política en la que estamos, de etiología(s) de ese cuadro clínico y de propuestas críticas constructivas o tratamientos para su superación (…porque, claramente, los pensadores de la biopolítica juzgan y valoran negativamente esta situación). Sus propuestas tienen una intención emancipadora. Pero no emancipadora del (o para el) Individuo, el Estado, la Nación o cualquier otra entidad política convencional, sino más bien emancipadoras respecto-del Individuo, el Estado, la Nación…Precisamente lo que rechazan  es ese conjunto de ideas. Todas ellas deben ser deconstruidas, desenmascaradas. Lo que las sustituya, lo que venga, la “Comunidad que viene”, solo puede ser pensado mediante otros conceptos (o no-conceptos), posthistóricos, postmetafísicos, postpolíticos incluso, al menos según el sentido convencional de “política”.

Voy a acercarme a dos de los más importantes pensadores de la biopolítica, Giorgio Agamben y Roberto Esposito. Empezaré por recordar cómo describen, más o menos coincidentemente, el hecho de la biopolítica, o sea, de la política moderna, estos dos filósofos italianos; después me fijaré en qué etiologías le atribuyen y qué propuestas positivas o “proyectos políticos” (o postpolíticos) prescriben cada uno. En otra entrada intentaré una “confrontación” crítica o, más bien, un diálogo dialéctico con ellos, desde la concepción de la dialéctica y analogía.

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¿En qué consiste la política moderna? ¿Cómo entender sus nociones esenciales, tales como Soberanía, Estado-nación, Derechos Humanos…? ¿Qué se esconde detrás de ese reluciente decorado jurídico, capaz, sin embargo, de producir y dar cobertura a las mayores o más “inhumanas” atrocidades? No debemos conformarnos con tomar a esos conceptos por axiomáticos, inanalizables, fundamentales, como hace la Filosofía Política convencional (Liberalismo, Comunitarismo anglosajón…). Es necesario buscar su “genealogía” o “arqueología”, su origen quizás oculto, y denotar sus inconsistencias, deconstruirlos, desenmascararlos.

Usando los dos términos que los griegos tenían para “vida”, bíos y zoé, podemos decir que, si la política fue en la antigüedad siempre una cuestión de bíos (bíos theoretikós, bíos praktikós…), es decir, de formas-de-vida, de vidas con implicaciones de todo tipo (especialmente comunitarios), la política moderna es política de la (mera) zoé, es decir, de la vida en su aspecto más básico y desnudo, más puramente “biológico” (al menos según la concepción que de la vida se hace la biología moderna, que procede de la segregación o aislamiento de la función vegetativa, de entre las que distinguió Aristóteles). Aunque habría en la historia precedentes de una similar reducción de la vida humana a vida desnuda (por ejemplo, según Agamben, la extraña figura jurídica romana del homo sacer, aquel individuo segregado de la comunidad a quien no se podía sacrificar pero a quien cualquiera podía matar sin cometer homicidio), sería propio de la política moderna haber convertido en su único o esencial objeto político esa vida desnuda, separada del resto de propiedades en las que, de hecho, siempre está entrelazada. El Estado moderno, desde Hobbes, se presenta como el garante de la seguridad referida a la mera supervivencia biológica, y en ella justifica su potente aparato de control: para garantizar la vida, el Leviatán tiene que contar, lógica aunque paradójicamente, con la facultad de eliminarla.

Todos los conceptos políticos modernos (especialmente el de Soberanía, pero también, según el análisis de Esposito, el de Libertad en su sentido moderno, y el de Propiedad) girarían sobre ese biopoder. A él se referiría, según ha argumentado en varios lugares Agamben, el “estado de excepción” (ley marcial, etc.), es decir, de la (contradictoria) facultad jurídica de interrumpir la norma sin salirse de ella (la facultad legal de interrumpir la legalidad), que, siguiendo a Schmitt, hay que reconocer como lo definitorio de la soberanía:
La puissance absolue et perpétuelle, que define el poder estatal no se funda, en último término, sobre una voluntad política, sino sobre la nuda vida, que es conservada y protegida sólo en la medida en que se somete al derecho de vida y muerte del soberano o de la ley. (Éste y no otro es el significado originario del adjetivo sacer referido a la vida humana.) El estado de excepción, sobre el que el soberano decide en cada ocasión, es precisamente aquel en que la nuda vida, que, en la situación normal aparece engarzada en las múltiples formas de vida social, vuelve a plantearse en calidad de fundamento último del poder político. (G. Agamben, Medios sin fin, Pre-textos, pg. 15)

Ahora podemos entender el fenómeno político más atroz e incomprensible del siglo pasado: el campo de exterminio de los nazis (o, después –y en un paso, en cierto sentido, aún más allá, con la presencia del estupro- en Bosnia, y otros lugares) no es más que la biopolítica llevada a sus últimas consecuencias:

El campo es, pues, la estructura en que el estado de excepción, sobre la decisión de instaurar el cual se funda el poder soberano, se realiza de manera estable. … (…) Si no se comprende esta particular estructura jurídico-política de los campos, cuya vocación es precisamente la de realizar de manera estable la excepción, todo lo que de increíble se produjo en ellos resulta completamente ininteligible. (ibid., pg 39)

Lo que en los campos de exterminio se muestra de manera explícita y permanente, coincidiría, sin embargo, con lo que constituye las democracias modernas. En la política del siglo XX el estado de excepción, como ya vio Benjamin, se ha vuelto progresivamente la norma, y así la biopolítica se ha mostrado sin disimulos como tal. Al estado de excepción permanente que fue el Tercer Reich, le corresponden en las democracias modernas la costumbre de gobernar a base de decretos-leyes o la proliferación de leyes de excepción que dirigidas presuntamente a garantizar la supervivencia de los ciudadanos, reducen sus derechos al de mera existencia material y, para ello, ponen en manos del gobierno la pura gestión de su vida y su muerte.

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Pero ¿en dónde y cómo nace el biopoder?

La biologización de la existencia tuvo y tiene que ver, desde luego, con el dominio del evolucionismo y de las teorías biologistas en la conciencia cultural de fines del XIX y del siglo XX. Si siempre se tendió de buena gana a interpretar los conceptos políticos a partir de o por analogía con categorías biológicas, más aún es esa una fuerte tentación en la medida en que la biología puede presentarse como ciencia y técnica rigurosas. El concepto de ser vivo se traslada, de manera “obvia”, a la comunidad, que es vista como un cuerpo orgánico, capaz de enfermar o de mantener la salud y ocupar su espacio vital, etc. En el régimen nazi, que se autodefinía como “biología aplicada”, los médicos eran los equivalentes a los antiguos sacerdotes. Solo ellos, con su bata blanca, manipulaban los venenos y prescribían la eugenésica y eutanásica destinada a exterminar a todos los “parásitos”, “baterías”, “bacilos”… sociales, con el fin de higienizar y sanar el cuerpo de la Nación.

El lenguaje biologista impregnaba también los más críticos y pretendidamente demoledores  discursos filosóficos. Piénsese en la “fisiología” y la “gran política” de Nietzsche (biopolítica que se dedicaría a la cría y a poner fin a todo lo que es degenerado y parásito).

Pero hay que buscar la raíz de la biopolítica (y, por tanto, su “cura” o remedio) en un lugar más profundo. Dado que las herramientas interpretativas y las propuestas políticas de los filósofos a los que estamos leyendo, no son, pese a su fuerte aire de familia, exactamente las mismas, leeremos primero a Roberto Esposito y después a Giorgio Agamben.

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Según las tesis de Esposito (Bios, Biopolítica y filosofía, Amorrortu, 2006, y Comunidad, inmunidad y biopolítica, Herder, 2009), podemos entender la biopolítica a través del concepto de inmunidad, que hace etimológicamente juego con y es el reverso de comunidad. Si la comunidad es (era, sería) el darse en lo común y el tener una común regla, la inmunidad es lo contrario, esto es, la protección del sujeto contra toda influencia o “contagiado” exterior.

…mientras la communitas es la relación que, sometiendo a sus miembros a un compromiso de donación recíproca, pone en peligro su identidad individual, la immunitas es la condición de dispensa de esa obligación y, en consecuencia, de defensa contra sus efectos expropiadores. (Bios, Biopolítica y filosofía, pg. 81)

Es “gracias a” la noción de inmunidad, del rechazo de la contaminación o injerencia de lo otro, como se construye el sujeto individual moderno, la mónada sin ventanas, irrelacionada con el resto.

La immunitas, en tanto protege a su portador del contacto riesgoso con quienes carecen de ella, restablece los límites de lo “propio” puestos en riesgo por lo “común”. Pero si la inmunización implica que a una forma de organización de índole comunitaria –sea cual fuere el significado que ahora quiera atribuirse a esa expresión- la suceden, o se le contraponen, modelos privatistas o individualistas, es notoria su relación estructural con los procesos de modernización. (ibid. pg 81)


Es la misma pulsión de inmunidad la que da origen a todas las nociones jurídicas modernas y a sus efectos. la Libertad, por ejemplo, entendida como la garantía de no injerencia de por parte de otros en los asuntos de uno, y no como el abrirse a y crecer con los otros. Y, por supuesto, la Soberanía hobbesiana, fundada en la protección de esa inmunidad de todo individuo.

El problema con la inmunidad es que presupone aquello que pretende negar, pues no hay vida sin relación y contagio. Por eso, llevada más allá de cierto límite, la inmunidad se vuelve contra el propio organismo al que pretendía preservar. La Alemania nazi, donde se extermina masivamente a todos los que representarían la “infección” de Alemania, y que, con las últimas órdenes de Hitler, llegó a la pretensión de exterminar a los propios alemanes (que no habrían sido suficientemente fuertes para preservar la supervivencia de la Nación), es la última y lógica consecuencia de la pulsión inmunitaria. (No se puede, por eso, confundir la eugenesia y eutanasia nazi con otras eugenesias y eutanasias antiguas, tales como la de Platón, que tenían un fin comunitario).

El individualismo, incluso cuando se lo quiera domesticar en una concepción republicana (Rousseau) o comunitarista, sería irremediablemente aporético, porque no se puede tener intereses materiales propios y, a la vez, ser diáfano a la comunidad. El imperativo categórico es estrictamente incumplible: su formalidad absoluta es inconsistente con la completa individualidad de cada sujeto, individualidad que, sin embargo, presupone. Total universalidad y completa individualidad se presuponen pero se contradicen.

Sin embargo, podemos revertir esa biopolítica negativa. Para ello habremos de inspirarnos, no en alguna de las teorías políticas clásicas (iusnaturalismo, positivismo…), sino en una cierta aptitud presente en Nietzsche (allí donde ve la vida como relación, como algo incompatible con la individualidad), y, sobre todo, según Esposito, en Spinoza:

Cuando en una celebérrima proposición del Tratado Político escribe que “cada cosa natural tiene, por naturaleza, tanto derecho cuanto poder posee para vivir y para actuar”, también él está pensando una “norma de vida”, pero en un sentido que, antes que implicar la una a la otra, las une en un mismo movimiento, que considera a la vida como normada desde siempre y a la norma, como provista naturalmente de contenido vital. (…) Es verdad que “toda cosa, por lo que hay en ella, se esfuerza en perseverar en su ser”; pero ese esfuerzo individual sólo adquiere sentido, y posibilidad de éxito, dentro de la entera extensión de la naturaleza. Por consiguiente, contemplada desde esta perspectiva general, cualquier forma de existencia, incluso anómala o carencial desde un punto de vista más limitado, tiene igual legitimidad para vivir de acuerdo con sus propias posibilidades en el conjunto de las relaciones en las que está inserta. (ibid. 297)

El punto último de justificación de una biopolítica positiva lo encuentra Esposito en la concepción de Deleuze, expresada mejor que en ningún lugar en su último y breve escrito, “La inmanencia: una vida…”: en ese campo trascendental inmanente en que no sirven ni lo individual ni lo universal, y que sería, “propiamente”, la vida.

Ni individual ni general: impersonal. Así es la comunidad biopolítica positiva que nos propone Esposito.

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Veamos ahora la “genealogía” que, de la biopolítica, nos propone Agamben, y su propuesta “política” o, mejor, postpolítica.

Según Agamben, el fondo último de la biopolítica hay que buscarlo en la construcción (política, no natural) que es el hombre, ese ser escindido en lo meramente biológico y lo espiritual. El hombre ha sido producido, frente al animal, como aquel ente que pretende apropiarse de su “estar en lo abierto”. Ese intento de apropiación de la impropiedad es el lenguaje:

Todos los seres vivos están en lo abierto, se manifiestan y resplandecen en su apariencia. Pero sólo el hombre quiere apropiarse de esta apertura, aferrar la propia imagen, el propio ser manifiesto. El lenguaje es esta apropiación, que transforma la naturaleza en rostro. Por esto la apariencia se hace un problema para el hombre, el lugar de la lucha por la verdad. (Medios sin fin, pg. 79)

Si nos fijamos en la historia de la biología y la antropología, veremos que el hombre, el “homo sapiens”, no es una categoría biológica o natural, sino una mezcla de algo natural (el animal) y algo sobrenatural (consciencia, lenguaje…). En realidad, la escisión entre hombre y animal pasa por el interior del humano. Por eso, más que el misterio de la conjunción habría que preguntarse, dice Agamben, por el misterio de la escisión: ¿cómo se ha podido dividir lo que no estaba dividido, lo que en ningún lugar se encuentra separado (porque en ningún lugar hay ni una vida desnuda ni un espíritu?

En nuestra cultura, el hombre ha sido siempre pensado como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un lógos, de un elemento natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino. Tenemos que aprender, en cambio, a pensar el hombre como lo que resulta de la desconexión de estos dos elementos y no investigar el misterio metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de la separación. (Lo abierto, Adriana Hidalgo Editora, 2006, pg.)

Pero el hecho es que esa historia de la escisión humana (o sea, simplemente la Historia) ha terminado, está en el periodo de su final. Heidegger fue el último pensador que pudo creer que se podía vivir en una comunidad política, en algo que fuera “lo propio”. Pero él mismo anunció, si bien insuficientemente, el Acontecimiento de la postpolítica y posthistoria.

En ese tiempo posthistórico inminente –y aquí comienza la “propuesta política” de Agamben-, el hombre retornará a su impropiedad y se reconcilia con su animalidad. Esa “comunidad que viene” es una comunidad del cualquiera o “cualsea” (quodlibet), en ella, como decía Deleuze de la vida inmanente y repetía Esposito, no hay lugar para la escisión entre lo universal y lo particular, sino solo para lo universal en su singularidad:

El cualsea (…) no toma, desde luego, a la singularidad en su indiferencia respecto de una propiedad común (…), sino solo en su ser tal cual es. Con ello, la singularidad se desprende del falso dilema que obliga al conocimiento a elegir entre la inefabilidad del individuo y la inteligibilidad del universal. Pues lo inteligible, según la bella expresión de Gerson, no es ni el universal ni el individuo en cuanto comprendido en una serie, sino “la singularidad en cuanto singularidad cualsea”. (La comunidad que viene, Pre-textos, 1996, pg. 9)

No cabe ya ni el Estado ni el Individuo. La lucha política inminente no será una lucha por el control del Estado ni por las protecciones sociales, será una lucha entre el Estado y lo que no puede constituir Estado, porque las singularidades cualsea no tienen una identidad y unos intereses.

¿Cómo podemos figurarnos esa comunidad que viene? En varios lugares, Agamgen toma figura o ejemplo los hechos de Tiananmen. Según cree este autor, lo más significativo de aquella revuelta fue la casi total ausencia de reivindicaciones concretas. La contundente respuesta del gobierno chino se debió, seguramente, a que percibieron el gran peligro que ese acontecimiento suponía. Y es que, si hay algo que el Estado no puede soportar, es una conducta apolítica. No se trata de apatía, de promiscuidad, ni de resignación. Sencillamente estas singularidades están “expropiadas de toda identidad para apropiarse de la pertenencia misma”, son una comunidad irremediablemente profana. “Tricksters o haraganes, ayudantes o toons, son, según Agamben, los ejemplares de la comunidad que viene.

La práctica y la reflexión políticas se mueven hoy de forma exclusiva en la dialéctica entre lo propio y lo impropio, en que o bien lo impropio (como sucede en las democracias industriales) impone en todas partes su dominio con una irrefrenable voluntad de falsificación y de consumo, o bien, como sucede en los Estados integristas y totalitarios, lo propio pretende excluir de sí toda impropiedad. Si, en vez de eso, llamamos común (o, como prefieren otros, igual) a un punto de indiferencia entre lo propio y lo impropio, es decir, a algo que nunca es aprehensible en términos de una apropiación o de una expropiación, sino sólo como uso, el problema político esencial pasa a ser entonces: "¿cómo se usa un común?" (Heidegger tenía quizá en mientes algo de este tipo cuando formulaba su concepto supremo no como una apropiación ni como una expropiación, sino como apropiación de una expropiación.) (Medios sin fin, pg. 99)


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