viernes, 24 de enero de 2014

Ideas para una teoría de la Justicia, III. Del qué somos al qué deberíamos ser, I

Sigo con un “índice” o enumeración de algunos de los problemas y principios de respuestas que tendría que contemplar una teoría de lo justo, desde la perspectiva dialéctico-analógica.

Cada uno de nosotros, sujetos diversos en un mundo común, somos una síntesis de dos aspectos que están en una relación dialéctica entre sí: a) una perspectiva concreta (un yo-aquí-ahora) y b) la capacidad y necesidad de concebir universalmente (racionalidad). Cada uno de estos aspectos está plenamente en el otro: ni en la más concreta de nuestras situaciones se pierde un ápice de racionalidad, ni la más universal de las reflexiones deja de ser la reflexión de un sujeto indivisible o yo. Ambos aspectos son esenciales en un ser racional. Y es a un ser tal al que se le plantea el problema de lo justo, es decir, de cómo armonizar totalmente, o, si eso no es posible, hacer lo más compatibles y complementarios posibles ambos requerimientos: los intereses perspectivos de uno en cuanto particular y los requerimientos o el “interés” de uno mismo en cuanto ser capaz de de tratar a cada cosa desde una perspectiva universal.

En el caso ideal de un conocimiento y una racionalidad perfectos, es lo justo que cada uno actúe de tal manera que cualquier ser racional que conociese sus circunstancias, aprobaría su acción. En ese (estado del) mundo las diferentes perspectivas particulares serían la aplicación del mismo sistema universal de principios (el que buscase el perfeccionamiento de todos, según, precisamente, su naturaleza dual y dialéctica), y resultarían, por tanto, plenamente coherentes entre sí (de manera que cualquiera podría “ponerse en el lugar del otro”), tal como las diversas perspectivas físicas son, en un ideal conocimiento científico perfecto, coherentes entre sí, de modo que, si me pongo en el lugar del otro, veo lo que ve él. Es vital, pues, distinguir entre relatividad (sistema coherente de perspectivas) y relativismo (perspectivas no traducibles entre sí). Pero, además de soñar con una comunidad de ángeles, tenemos que hacer justicia relativa, es decir, en un (estado del) mundo donde existe algún grado de conflicto, inevitable en sujetos con un conocimiento limitado. Por tanto se trata, de manera inmediata, de conseguir el sistema de justicia menos conflictivo posible, utilizando como ideal (sea alcanzable o utópico, inmanente o trascendente) una justicia perfecta.

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Somos una síntesis dialéctica de particular y universal, pero, desde nuestra perspectiva filosófica, los polos de lo universal y lo particular no son equidistantes, sino que el segundo es inferior al primero, y guarda con él una relación “analógica”. Lo universal orienta a (y hace inteligible el concepto de) la acción, aunque no de tal manera, abstracta, que elimine o “sacrifique” a lo particular sino de modo que lo integre en lo universal. Queremos tener la perspectiva más universal y menos “subjetiva” posible, sin perder, antes al contrario alcanzando así, nuestra completa individualidad. La “república” de los sujetos se perfecciona cuando camina, como el Cosmos de Empédocles por la fuerza del Amor (analogía), hacia la Unidad, no cuando, por la “acción” del Odio y la ignorancia, tiende a la lucha entre subjetividades irreconciliables. (Esa prioridad de lo universal hace que, en último extremo, la verdad esté más del lado del deontologismo que del consecuencialismo: sencillamente hay algo que no se puede negociar, y eso es la racionalidad, porque es ella la que es coherente con el concepto de Acción. Aunque esto solo vale de modo absoluto para una situación final o ideal).

La mayoría de la gente en todas las culturas parece compartir esa prioridad de lo universal y racional, en cuanto consagra principios como la “regla de oro” (no hagas lo que no te gustaría que te hicieran…) o la ley de amar al prójimo como a uno mismo, que tienen su reflejo afectivo en el sentimiento universal de simpatía. Pocos sostienen abiertamente, con Calicles o Nietzsche, que la justicia como igualdad sea un “injusto” o inaceptable invento de los débiles e inferiores por naturaleza, y que la verdadera moral o justicia, si se puede hablar así, sea que cada uno se cuide de sí mismo (el egoísmo). Y, en verdad, una tesis tal, aunque tiene su peso en el cuadro dialéctico (es la reivindicación de la completa particularidad, frente a los universalismos abstractos), es, para nosotros, la más pobre y errada de las concepciones ético-políticas (además de que prácticamente hace imposible cualquier concepto de justicia), ya que, como argumentó Sócrates, ese sujeto meramente egoísta e instantáneo prescinde o querría prescindir, precisamente, de su capacidad racional, que es la que le hace consciente y la que ejerce al argumentar. Un mundo que quisiera seguir ese modelo sería un mundo de “voluntades” totalmente arbitrarias, indistinguible del mero caos y la inconsciencia. Hay gente que hoy, en el probable declive de Europa, sueña con algo parecido, y lo ve como una “emancipación”…

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La justicia pretende armonizar las perspectivas subjetivo-particulares (“personales”) con la perspectiva subjetivo-universal, sin sacrificar ninguna de ellas, aunque subordinando “analógicamente” la primera a la segunda. La cuestión de lo Justo puede formularse también entonces, así: ¿cómo pasar de una diversidad conflictiva a una diversidad armoniosa, o, en una expectativa menos ideal, lo más armoniosa y menos conflictiva posible?

Pero, planteado así de generalmente, es imposible avanzar. Es necesario tener en cuenta las diferencias “materiales” que individúan a cada uno. Los sujetos difieren tanto en qué concepción tienen de lo bueno como, más en general, en lo que de hecho son. Cada sujeto es de una determinada manera y está en unas circunstancias concretas, es decir, en una relación con el resto de cosas y sujetos, situación y características que constituyen la materia sobre la que hay que aplicar el principio general de la justicia.

Platón definía la justicia como la virtud de que cada uno realice su función propia, es decir, aquella para la que más capacitado nace. Parece deseable que cada uno viva de acuerdo con su naturaleza, e incluso que eso signifique su realización propia, o sea, la mejor manera de tener una vida buena (justa). Pero esto requiere saber, antes, qué es cada uno. Y no solo ni principalmente saber qué es efectivamente ahora uno, es decir, en qué lugar social, psicológico, etc., se encuentra, sino qué es cada uno “por naturaleza” o “en esencia”. Si el mundo no es justo ahora, se debe a que los sujetos no están en el lugar que les corresponde.

Esto no hay que entenderlo en un sentido estrecho y limitador: el lugar de cada uno consiste, también, en que cada cual pueda ser lo que desea y tenga la mayor libertad posible. Pero es obvio que el reparto de libertades (dejando por ahora a un lado la definición de este término) tiene que contar con lo que es cada uno y el lugar donde se encuentra en el orden del mundo.

La idea de que tenemos unas características definitorias cada uno está, obviamente, tan sujeta a dialéctica como cualquier otro asunto: ¿es, en verdad, el sujeto algo determinado “por naturaleza”?, y ¿qué y cuánto? En respuesta a esta cuestión se puede ir desde la tesis (2.2 –según el cuadro tetrádico que proponemos-) que sostiene que, como cualquier cosa podría ser o convertirse en cualquier otra y no hay manera no arbitraria de establecer una identidad, no hay nada que el sujeto sea; hasta la tesis opuesta (1.1.) según la cuál somos, en esencia, algo completamente hecho (nuestra idea) la cual iría, a lo sumo, desplegándose en el tiempo; pasando por las dos tesis intermedias, (2.1) según la cual la identidad de uno es algo que emerge a partir de la indeterminación (construido física, socialmente…), y (1.2) según la cual somos una cierta esencia pero esta recibe determinaciones ulteriores y contingentes de su estar en el mundo.

Supondremos “resuelta” esta dialéctica en el siguiente sentido: rechazamos, ante todo, el nihilismo o tesis de la total vacuidad o indeterminación del sujeto: al menos ciertos aspectos son necesarios o esenciales para cada sujeto. No es contingente que suframos y gocemos, que seamos racionales, y que deseemos ciertas cosas (vivir, conocer…) y rehuyamos otras (las contrarias). Si consideramos contingentes o arbitrarias todas nuestras características (nuestros pensamientos y voliciones sobre todo), es imposible el concepto de acción o perfeccionamiento y, desde luego, el de Justicia. Eso solo justifica el quietismo. Por las mismas razones pero contrarias, aunque aceptemos como perspectiva ideal y última la absolutamente contraria a ese nihilismo, es decir, aunque pensemos metafísica o quizás “místicamente” (1.1) que cada uno es ya todo lo que es, sin contingencia alguna, y que el mundo es un desplegarse de esa eternidad, esta tesis no nos sirve en el problema de la Justicia más que como ideal (incluso, quizás, trascendente). Si tomamos literalmente esa tesis, todo lo que "es" (¿ocurre?), es justo, aunque nosotros no lo comprendamos. Pero eso, si vale para el plano ideal, no puede sostenerse en el plano relativo, que es precisamente en el que actuamos y padecemos, y donde precisamente nuestra ignorancia sería la injusticia. De manera que el socrático “conócete a ti mismo” tenemos que interpretarlo como: conoce lo que eres en esta realidad imperfecta, para que sepas cómo debes actuar en pos de una realidad lo más perfecta posible o justa (“para saber qué nos conviene hacer y padecer”, añadía Sócrates).

Si la cuestión es, entonces, cómo se pasa del estado actual de diversidad, considerado imperfecto e injusto, al estado de armonía, en que desaparecen o se minimizan los conflictos entre perspectivas (“el lobo no come al cordero”, según un poema sumerio), entonces hay que evaluar en qué medida la situación actual de cada uno es justa o injusta. La política empieza siempre in media res, trata con sujetos con ciertas características, tanto genéticas como sociales, y se encuentra con situaciones de, por ejemplo, discriminación, que solo podrían “justificarse” desde una perspectiva cínicamente egoísta, nunca ante la racionalidad: es decir, que sencillamente no tienen justificación. Esas situaciones son de hecho así, pero no deberían ser así.

Pero ¿existe injusticia solo en lo social, o también en la dote genética de cada uno? ¿Cómo determinar qué características y circunstancias de cada uno pueden atribuirse a injusticia? En el siguiente post trataré de algunas de estas aporías.

domingo, 19 de enero de 2014

Ideas para una teoría de la Justicia, II: Diversidad de concepciones de lo bueno, tolerancia y diálogo

El problema de la Justicia, en sus términos más generales, es el problema de
cómo maximizar la compatibilidad e incluso complementariedad (armonía) de los intereses de todos y cada uno de los sujetos, es decir, entes a) finitos en diferentes grados, que son, cada uno, una síntesis de un estado particular (yo-aquí-ahora) y de la capacidad de universalizar; y b) activos (también en diferentes grados), es decir, que tienen conductas orientadas a conseguir su mayor perfección o actividad o autonomía (y este perfeccionamiento incluye, como lo fundamental, el respeto de lo Correcto).

Precisamente su naturaleza, dialéctica, de ser a la vez un yo-aquí-y-ahora y un ser capaz de comprender y desear más allá, hasta lo universal y total, les plantea este problema, a cada uno según su nivel de consciencia. Para simplificar, suponemos aquí que el problema solo se le plantea a seres racionales y que la racionalidad no se da por debajo de cierto grado.

En la definición anterior del problema de la Justicia, los sujetos son tomados en la mayor abstracción. Pero, si son múltiples, tienen que ser no solo abstractamente diversos (es decir, todos iguales en ser diferentes) sino “material” o sustantivamente diferentes. Ahora sería preciso buscar qué caracteres son los que los materializan y hacen sustantivamente diferentes, o los individúan. También esto estará envuelto en la dialéctica, si es contemplado a fondo, pero esto no significa, para la concepción dialéctico-analógica, que todo valga igual: hay un analogismo o asimetría entre los polos de lo mismo y lo diferente, lo uno y lo múltiple, etc.

Visto desde el problema de la Justicia (según, al menos, un esquema muy útil), lo que distingue a unos sujetos de otros y, por tanto, determina sus acciones, pertenece a dos ámbitos:
  • Su concepción de lo que es bueno y deseable (aspecto axiológico)
  • El modo en que son las cosas y el sujeto mismo (aspecto fáctico)

Aunque en todo sujeto finito hay cierta contaminación entre ambos tipos y la relación entre ellos es, igualmente, dialéctica (nuestros principios están teñidos de hábitos, nuestros deseos están motivados por lo externo, nuestro conocimiento del mundo depende de principios epistémicos también sometidos a esa contaminación), el razonamiento moral y la decisión presuponen esa distinción: qué queremos y qué hay que hacer, dado como son las otras cosas y somos nosotros mismos, para realizarlo.

Es lógicamente necesario que seres limitados, situados en una perspectiva concreta, tengan un conocimiento relativo o imperfecto tanto de lo axiológico (aunque a la vez, dialécticamente, lo dan por supuesto en su plenitud), como de lo fáctico (no sabemos bien cómo funciona el mundo ni nuestra propia naturaleza en cuanto objeto, es decir, en cuanto no sujeta a la actividad consciente y voluntaria). En un supuesto conocimiento perfecto (en un dios) no habría diferencia entre lo que debe ser y lo que es, y allí “realidad sería lo mismo que perfección”. Pero para nosotros, seres finitos, la vida consiste en el desajuste entre lo que (creemos que) es y lo que (creemos que) debería ser.

De los dos aspectos, el intencional-axiológico y el fáctico, es en el primero donde se sitúa directamente el problema de lo justo. Se entiende que nuestras discrepancias ético-políticas consisten en cómo valoramos las cosas, no en cómo pensamos que son. El aspecto puramente descriptivo es una cuestión “meramente técnica”, aunque, además de esencial (porque no podemos determinar qué hacer y cómo hacerlo si no conocemos lo que hay) tiene implicaciones ético-políticas indirectas: por una parte porque en seres de conocimiento imperfecto no hay nunca un conocimiento exento de influencia no-teórica, desiderativa (tendemos a creer real lo que deseamos); y, también, por los problemas morales que implica en su implementación.

Aquí abordaré el problema de las diferentes perspectivas acerca de lo bueno, que diversifican a los sujetos, y el (o, al menos, un) fundamental problema de la Justicia directamente relacionado con ello: la Tolerancia y el Diálogo.

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No coincidimos totalmente en lo que creemos bueno y correcto. Esto es parte esencial de que seamos sujetos finitos, sujetos a perspectiva y también a error. A la vez, el hecho de que seamos todos sujetos capaces de universalizar, implica que tampoco diferimos totalmente en ello. El principio general de tratar al otro como igual y como diferente plantea, entonces, la cuestión de qué concepciones de lo bueno deben ser respetadas. ¿Tienen todos los sujetos que compartir (es de justicia requerir que compartan) los mismos principios morales (como se sigue de su naturaleza igual, en base a la cual se reclama la justicia)?, ¿deben compartir al menos algunos, muy fundamentales, o de carácter formal o procedimental?, ¿pueden no tener ninguno en común (como parece deducirse de su plena individualidad)?  Este es el problema de la Tolerancia.

Todas las sociedades enseñan un principio o regla de oro en el que se reconoce que hay que tratar a todos de tal manera que nos podamos poner en su lugar, es decir, más allá de la perspectiva egoísta interesada, desde un punto de vista impersonal. Y de aquí se deducen otros principios que están presentes también en cualquier sociedad, y que incluso pueden observarse en el comportamiento de un niño pequeño. Si damos partes desiguales a dos niños, los dos reconocerán la injusticia, aunque si explicamos por qué hemos repartido desigualmente (atendiendo a méritos, necesidades…) los dos serán a priori capaces (lo lleven mejor o peor a la práctica) de valorar el grado de corrección de la decisión. Estarán valorando, diríamos nosotros, en qué medida esa acción maximiza la armonía de intereses tanto particulares como universales (acerca de lo Correcto y lo Bueno) de cada uno.

Es posible sostener que la divergencia en las maneras de valorar las cosas no se deben tanto (o incluso no se deben apenas en ningún grado) a diferentes concepciones de lo que es justo, como a concepciones acerca de cómo son las cosas. Quienes difieren sobre si alguien debe ocupar tal o cual lugar en el orden social, por ejemplo, no difieren en cuanto a la validez del principio de igualdad abstracta (dos personas iguales deberían ocupar el mismo lugar) sino que difieren, habitualmente, en si fácticamente hay tal igualdad o más bien desigualdades relevantes (el racista, por ejemplo, piensa que, de hecho, las diversas razas no son iguales en lo relevante). Por tanto, habría que trabajar con la hipótesis de que la mayoría si no todas las disensiones morales, son más bien disensiones teóricas, acerca de la naturaleza real de las cosas, lo que nos obliga a promover el conocimiento objetivo.

Pero es obvio que, aunque solo sea debido a nuestra ignorancia de la naturaleza de cada cosa, hay diversas concepciones morales sustantivas de lo que es bueno o malo. Sin ello, seríamos el mismo sujeto ético-político, multiplicado en diferentes lugares y circunstancias. El problema para la justicia es, entonces:
¿cómo maximizar la compatibilidad e incluso armonía de intereses de todos los sujetos, teniendo en cuenta que tienen concepciones relativamente diversas acerca de lo que es bueno?

En principio podemos adoptar diversas actitudes ético-políticas ante la diversidad de concepciones de lo bueno:

Poniéndonos en el punto de vista más pluralista o tolerante (teoría 2.2. según el cuadro tetrádico de Dialéctica y Analogía), asumiríamos que cada sujeto tiene (y no tiene más remedio que tener) su propia concepción particular de lo correcto y lo bueno, y no es lícito exigirle nada común (salvo el mero e infinitesimal hecho de ser otro sujeto). Este sería el reconocimiento máximo de la alteridad y particularidad. Pero, entonces, ¿podemos siquiera reconocerle como sujeto? ¿Podemos aceptar o tolerar a quien tenga una “voluntad” destructiva? ¿O es que no existe nada destructivo y mejor o peor, y no puede discriminarse entre verdad y error moral, ni siquiera entre salud y enfermedad mental? Tal pluralismo absoluto, al pedir un respeto al otro sin exigir ninguna identidad, debe, por una parte, tolerar (e incluso querer) cualquier cosa que sea deseo del otro por destructiva que sea para mí, pero, por otra, como ese otro (o “yo” como otro –en la medida en que se pueda decir, dentro de esta concepción, que existe un yo-) tenemos que respetar al totalmente otro, no podemos hacer nada, pues cualquier acción dañará a algún otro (aunque sea virtual o potencial). La versión negativa de este pluralismo diría que no hay ningún principio universal de justicia, más que lo que cada uno en cada instante establece o quiere.

Una postura pluralista moderada o “dualista” (2.1), como, por ejemplo, las posiciones liberales, sostendrá que las diferentes concepciones de lo bueno pueden razonablemente solaparse y aceptar unos principios consensuales que permitan la convivencia en paz. Pero este “Liberalismo Político” no justifica por qué es correcto vivir en democracia (considerar las voluntades de todos como del mismo peso), por qué una concepción de lo bueno no tiene el derecho, si tiene la fuerza, de imponerse a las demás y eliminarlas; no permite una definición no arbitraria de “razonable”, término que encubre la idea de un consenso contingente sin más justificación que su propia existencia histórica, de modo que no puede “obligar” racionalmente a nadie (ni siquiera a quien ya vive a gusto en ese medio político). La tesis del Estado mínimo y la Libertad máxima se basa en una concepción vacía y puramente abstracta de libertad, que piensa que es posible elegir cualquier concepción de lo bueno y llamar a eso libertad.

Las posturas deontológicas o formalistas (kantianas), que habría que colocar en un tercer grupo, el del monismo axiológico moderado (1.2), dicen que la tolerancia no tiene sentido aplicada a los principios puramente formales que definen lo que es la simple convivencia política, es decir, el reconocimiento del Otro como sujeto político (y esto exige muchas cosas). Estas teorías, en la medida en que excluyen de su consideración la “materia” de la voluntad, suponen que los objetos concretos de acción son neutrales, carentes de valor. Pero, obviamente, quien actúa, actúa por algo, y no hay ningún acto realmente neutral para la realidad. Además, no hay un punto donde se pueda considerar que el sujeto es libre respecto del contexto material, de manera que participe en condiciones de igualdad en la acción comunicativa o en la política.

La versión más extrema por el lado de lo universal, el monismo axiológico radical (1.1), exige que los principios y deseos concretos de todos, se deduzcan completamente del mismo principio, y sean, pues, completamente coherentes entre sí: no hay ninguna acción, en último extremo, neutra. Pero ¿quién está en el punto de vista del sabio legislador? Además, esto elimina la contingencia y “creatividad” de las voliciones de los sujetos finitos, que nunca poseen un conocimiento perfecto (tampoco los sabios líderes). ¿Está alguien en condiciones de imponer tal cosa? Cuando uno intenta legislar según el único bien, de cuyo conocimiento se dice poseedor, se convierte en un tirano, “sabio solo según su opinión”.

Esta es la dialéctica que tiene que “solucionar” la Tolerancia. Ahora, nuestra propuesta al respecto. Empecemos con una definición de Tolerancia:
Tolerancia es el reconocimiento ético-político, o respeto, de la diversidad efectiva de concepciones incompatibles acerca de lo bueno (perspectivas axiológicas sustantivas).

Nuestra tesis es que

la Tolerancia es idealmente negativa pero efectivamente necesaria en cualquier sociedad donde no haya un acuerdo perfecto acerca de lo bueno, y su medida correcta es la que resulte más coherente con el máximo Diálogo Racional acerca de lo bueno y la mínima Coerción posibles.

¿En qué sentido la Tolerancia es “negativa”? Es negativa en cuanto que es el reconocimiento de una incompatibilidad, una no-concordancia o desarmonía, y es aceptada como mal menor.  En una realidad ideal o paradisíaca, todos tendríamos una misma concepción fundamental de lo bueno y lo justo, y ello maximizaría plenamente la armonía de intereses: todos estaríamos de acuerdo en qué es correcto para cada todos y cada uno, y solo faltaría el conocimiento fáctico de cómo realizarlo. Esto no supondría, contra lo que se pueda creer, que todos seríamos idénticos y se anularían las diferencias: solo eliminaría las diferencias incoherentes o no armoniosas. La diversidad procedería de cada perspectiva fáctica, pero por el lado de lo axiológico habría todo lo necesario para la mayor armonía. Esto es completamente análogo a que, en el terreno teórico, resulta ideal una única concepción de lo real. Ello no implicaría que todos viésemos las cosas igual, ya que estamos en diferentes perspectivas finitas. Significa “solo” que nuestras perspectivas serían coherentes y complementarias, de manera que yo podría ponerme, figurativamente, en tu perspectiva, y traducirlas, y que, de estar en tu lugar, vería lo que tú. Aquí hay relatividad y complementariedad, pero no relativismo ni incompatibilidad. En cambio, cuando hay concepciones ni siquiera inter-traducibles, o incoherentes, estamos en una situación epistémicamente no ideal. Lo mismo puede decirse en el ámbito ético-político. Por tanto, es ideal una unidad-en-la-diversidad tal que nada deba ser tolerado y todo pueda ser respetado.

La tolerancia es negativa en cuanto, en sí misma, no es armonía. Entonces, ¿cómo se justifica? La justificación racionalista se funda en las dos características del sujeto: su particularidad y su tendencia al perfeccionamiento y capacidad de universalización
  • Como seres finitos que somos, todos erramos.
  • Debemos ser tratados como seres activos, es decir, no coercitivamente.

La Tolerancia se basa en que nuestras diferencias de concepción no pueden ser solucionadas coercitivamente, es decir, imponiendo forzosamente nuestra concepción y contra la libertad o tendencia al perfeccionamiento del sujeto. Si debo respetar al otro, como diferente y particular que es, por un lado, y como capaz de universalidad, por otro, debo aceptar su manera de ver las cosas y procurar que sea lo más universal posible sin eliminar su particularidad, es decir, sin que ello trabaje contra su perfeccionamiento propio.

Una unificación social de criterios que se consiguiese eliminando por la fuerza los demás, sería injusta (e intolerable). La situación de unidad ideal de criterios, a la que la dialéctica tiende analógicamente (queremos la unión de todos en una misma consciencia que armonice las diferencias sin eliminarlas), no puede promoverse inmediatamente, es decir, imponiéndola coercitivamente.

Además (y esta es una justificación ulterior y utilitaria de la tolerancia o pluralismo) la diversidad de concepciones incompatibles es buena en toda sociedad que no posee un conocimiento perfecto, pues esa diversidad supone la confrontación de paradigmas aspirantes a mejorar la sociedad en su conjunto. Solo es necesario que esos paradigmas se confronten en un marco superior de Diálogo.

Pero ¿hasta dónde es tolerable la tolerancia? Hay un límite formal o mínimo para la tolerancia: no es tolerable lo que va contra la propia tolerancia y contra lo que la posibilita. Por supuesto, es posible que el sujeto al que no le toleres una acción (por considerarla tú intolerable por parecerte ella misma intolerante) puede percibir tu acción contra él como intolerante por tu parte, pero tú debes actuar según tu “consciencia” y racionalidad, y, por otra parte, salvo que alguno de los sujetos involucrados sea estúpido moral, todos deben saber, si no ver si aquello era tolerable, al menos cómo discutirlo.

La siguiente exigencia para que la tolerancia sea lícita es que se dé en un contexto social que garantice y promueva el Diálogo ético-político o acerca de lo bueno. ¿Qué es el Diálogo ético-político?

El Diálogo Ético-político es la acción o sistema de acciones por las cuales se trabaja para alcanzar la compatibilidad y complementariedad (la armonización) de concepciones de lo bueno de manera no coercitiva, es decir, respetando el perfeccionamiento del sujeto (su consciencia y libertad).

El término medio entre el ideal de un acuerdo completo sobre lo bueno y un desacuerdo destructivo incapaz de pedir tolerancia porque no la respeta, es el Diálogo. Si la tolerancia es el respeto de las diferencias no armoniosas, debidas a la finitud e imperfección, solo es respetable si y en la medida en que va subordinada a una promoción del Diálogo. Por eso no puede tolerarse un fundamentalismo, y es lícito luchar contra él (si bien, con la menor violencia o coerción posible).

En general, no se puede decir de una sociedad que sea tolerante en dos direcciones diferentes:
  • Cuando no reconoce las diferencias
  • Cuando no hay diálogo ético-político

El Diálogo debe existir y promoverse en y desde la educación hasta los debates públicos.

Ahora bien, podría objetarse que la tolerancia es incompatible con bienes que consideramos irrenunciables. En ese caso, el derecho de los sujetos a diferir sobre lo bueno podría tener que ser sacrificado, al entrar en conflicto con otros derechos. Esto exige una teoría de bienes y derechos sustantivos, bienes distintos al de la tolerancia de la diversidad de concepciones. Por ejemplo, ¿puede admitirse la diversidad de concepciones de lo bueno si ello provocara injusticias en el acceso a bienes como alimento, salud, etc? Esto pone a la tolerancia en dialéctica con otros bienes. Pero es imposible abordar esa misma dialéctica sin la propia tolerancia.

miércoles, 15 de enero de 2014

Ideas para una teoría de la Justicia, I

¿Qué planteamientos para una teoría de la justicia son deducibles de o más coherentes con la perspectiva filosófica que llamo, a falta de un nombre más atractivo, dialéctico-analógica? Lo siguiente es una aproximación a algunas ideas, muy generales y escuetas, que vertebrarían al menos parte de una tal teoría de la Justicia. Las presento aquí sin desarrollo, apenas como un índice incompleto, y sin confrontarlas con otras teorías, con el deseo de que cualquier lector pueda hacer observaciones críticas que ayuden a pensarla, si eso merece la pena.

Para la concepción filosófica que vengo desarrollando desde hace tiempo, todo problema es, si se mira en el fondo, dialéctico, y eso quiere decir que no tiene una “solución” unilateral y limpiamente no-contradictoria. Paradigmáticamente, por ejemplo, la realidad es una y múltiple a la vez, a la vez idéntica y diferente a sí misma, y ambos aspectos son tan necesarios como contradictorios. La realidad está viva, y eso entraña que esté “hecha” de tal modo que el “entendimiento” (como lo llamaba Hegel), es decir, el modo de pensamiento abstracto que busca la separación de los contrarios, no es capaz de entender. Necesitamos un pensamiento que haga de la contradicción virtud, que rehúya las posturas abstractas que encubren pero no disuelven la dialéctica real. Se puede decir que es una verdadera tarea moral y vital pensar y vivir la contradicción, pensar y vivir la dialéctica. Pero junto a la dialéctica creemos encontrar la Analogía. Este otro pensamiento no disuelve pero sí supera o comprende a la simple contradicción mejor de lo que esta se entiende a sí misma, negando precisamente que la realidad pueda ser una suma de unilateralidades puramente contrarias y encontrando una “asimetría” o inclinación entre los polos de la dialéctica, entre lo Otro y lo Uno, entre lo Relativo y lo Absoluto... El precio a pagar es la necesidad de habitar un pensamiento completamente irreducible a extensión o univocidad y, “por tanto”, a equivocidad y pura heterogeneidad, lo que resulta algo aún más difícil de aceptar que la misma contradictoriedad de la realidad, pero también algo liberador respecto de la cruda dialéctica, y, por supuesto, respecto de la inconsciente abstracción propia del pensamiento “natural”.

La dialéctica y la analogía afectan a todas las Ideas, también a la de la Justicia y a todas aquellas otras ideas que están implicadas por la idea de Justicia, es decir, a todas en alguna u otra medida. Las concepciones unilaterales de la Justicia, que parecen concluir en una respuesta clara y no contradictoria, resultan “demagógicas” precisamente porque obvian esto. No puede esperarse una concepción de la Justicia que esté libre de aporías, aunque debe buscarse una concepción de la Justicia que identifique y piense plenamente su contradicción y también el modo analógico por el cual la “guerra” de los contrarios no es la última palabra.

¿Cuál es el problema de la Justicia y de qué maneras le afecta esto? Supongamos que el problema de la Justicia es el problema de
Cuál es el trato correcto o la Acción Correcta de un Sujeto para con las otras cosas (y para con uno mismo): ¿cómo debo actuar?

Aquí, las ideas Correcto, Sujeto y Acción se dan por primitivas y supuestas. Esto quiere decir que su dialéctica habría sido tratada en otro lugar, meta-, supra-, extra-… éticopolítico, y aquí se llegaría con la “adquisición” de que, si bien cada una de ellas está envuelta en su propia dialéctica, también hay algún sentido, analógico, en que hay lo Correcto (lo normativo) y hay el Sujeto y la Acción. Las filosofías que no acepten de ninguna manera estas ideas, deben ser discutidas en aquel otro lugar.

El de Correcto es el concepto axiológico o normativo fundamental, implicado por todos los discursos, especialmente aquellos que son puramente normativos (como la ético-política o la epistemología) pero, de manera indirecta aunque inevitable, por todo lenguaje, por “positivo” que sea. El concepto axiológico universal de validez, siendo uno y el mismo, tiene una expresión teorética, otra ética, otra estética, etc., que es el punto de apoyo en cada ámbito. En el caso de la Ética (o éticopolítica, como lo vamos a considerar aquí) lo Correcto tiene que ver con lo que debería Hacerse o Actuarse (o, en términos de “facultades psíquicas”, con lo que debería desearse o quererse), es decir, con lo que debería suceder en el mundo de acuerdo con el ideal, que sirve de finalidad a la volición y dirige la acción.

La cuestión de la Justicia solo se la puede plantear un ser en la medida en que es un Sujeto capaz de representarse no solo lo fáctico sino también sus condiciones de posibilidad (lo formal, lo axiológico o normativo o trascendental). Lo que no implica que solo él sea objeto de justicia, porque pueden existir otros seres y sujetos que tengan intereses sin tener la capacidad para hacerse esa reflexión.

El concepto de Acción y Actuar es ontológicamente básico: una cosa tiene entidad en la medida en que actúa (operari sequitur esse). Todo sujeto finito es una síntesis de acción y pasión. Aunque el concepto de Acción se toma como primitivo, podemos caracterizarlo mediante ciertas propiedades: es activo algo en la medida en que tiene un importe causal, un impacto en el mundo. La Acción tiene una orientación, no es ni aleatoria ni monótonamente constante (o constantemente monótona): se orienta hacia la Perfección, es decir, a la mayor acción o acción absoluta (tener un importe causal absoluto y un sufrimiento mínimo o nulo).

La situación constitutiva de los sujetos puede caracterizarse, en abstracto, de la manera siguiente:
  • Habitamos en o somos “parte” de un mundo único, pero formado por múltiples y, por tanto, diferentes entes. 
  • Somos sujetos idénticos a otros (a todos en el ser, a algunos en género, especie…) y a la vez diferentes de cualquier otro hasta la concreción última (el yo-aquí-y-ahora): somos universales y particulares. Pero el sujeto no es lo mismo ni que mera universalidad ni que concreción ni que la simple suma o yuxtaposición de ambas: precisamente el sujeto individual (como el ser, entendido en profundidad) es universal en la medida en que es particular: es tan individual en su capacidad de universalizar como universal en su capacidad de concreción. El sujeto es esa síntesis de contrarios (un microcosmos, una mónada, un aspecto completo del todo), aunque a menudo no es consciente de esa su naturaleza, y se identifica unilateralmente, lo que provoca su insatisfacción existencial.
  • Los diversos sujetos tienen diversos grados de finitud. Esta finitud puede entenderse como el grado tanto de capacidad de universalizar (de pensamiento y volición universales) como de impacto concreto en el mundo. Existe una relación dialéctica entre estos dos aspectos de la finitud.
  • Cada entidad es, a la vez, en principio, objeto (es decir, algo tratable, usable, deseable -como fin o como medio-); y sujeto (con capacidad de desear y operar -aunque en grados muy diferentes-).
  • Cada sujeto podría ser cualquier otro (todos somos “parte” de una única realidad) pero es el que es (tiene su mundo propio, y mundos más cercanos que otros).
  • Lo que define a la acción, decía, es orientarse a lo mejor. Queremos, en último extremo, ser perfectos en un mundo perfecto. Entre tanto, como condición finita o aspiración parcial, ser mejores en un mundo mejor. 
  • Como el interés de cualquier sujeto es hacerse lo más perfecto posible, su interés, en cuanto se reconoce como pudiendo ser cualquier cosa, es serlo todo. Todo sujeto quiere, en último extremo, serlo todo (no una parte, no un ser mortal y limitado) sin dejar de ser el individuo concreto que es, y se rige por su interés particular y el interés universal.

La naturaleza dialéctica del sujeto se traduce en la naturaleza dialéctica de su principio de acción: en cuanto soy a la vez un sujeto individual concreto (yo –aquí y ahora-) y un sujeto igual a otros, estoy requerido por dos principios (que son instancias del mismo, el de identidad, extendido al ámbito ético: dos cosas iguales deben tener las mismas propiedades morales; toda cosa vale igual a sí misma):
-          Debo actuar según mi interés concreto
-          Debo actuar según un interés universal

El primero sería el principio de egoísmo: un sujeto, en cuanto entidad concreta que es, debe, lógicamente, llenar sus propios pulmones, no llenar los pulmones de otro, vivir su vida, no la de otro: tengo una responsabilidad absoluta para conmigo mismo. El segundo principio es el principio de universalidad o “impersonal”: en la medida en que soy de una naturaleza igual a otros (existentes, vivos, sentientes, racionales…), debo considerar los intereses de todos como iguales. La paradoja, para el pensamiento espontáneo o “natural”, es que lo constitutivo de un sujeto (de todo sujeto, en la medida en que tiene intereses y que podría estar en el lugar de, o ser, cualquier otro) es, precisamente, ser universal: es decir, la voluntad egoísta de un ser racional incluye, a la vez que la necesidad de comportarse de acuerdo a su interés concreto y egoísta, también la de comportarse según la ley más universal. Y esto, claro, repercute en cómo debo considerar el interés del otro: a él mismo tengo que reconocerle tanto intereses concretos como universales.

De esos dos principios se sigue:
Debo tratar al otro (y a mí mismo) como igual y como diferente.
El reconocimiento del otro como igual a mí es precisamente la razón para tratarlo de un modo que respete su diferencia y sus propios intereses. Pero su diferencia es precisamente lo que le hace no-igual a mí. Si mi constitución es dialéctica, mi relación con cualquier otro debe serlo de la misma manera.

Así que:
  • Tengo un interés particular en mi perfeccionamiento propio, y esto, en último extremo, hasta el infinito: lo Correcto es que cuide de mi perfeccionamiento.
  • Tengo un interés universal (en diferentes grados de universalidad) por el perfeccionamiento de todos hasta el infinito: lo Correcto es que me cuide por igual del perfeccionamiento de todos.

Podría decirse que este es el problema básico de la Justicia, para cada sujeto capaz de planteárselo:
¿Cómo atender a mi interés personal y al interés universal? ¿Cómo persiguir mi perfección a la vez que la de todos los demás, es decir, sintetizar la totalidad con la particularidad?

La ético-política “positiva” evita la dialéctica a base de hacer abstracción, de la misma manera que hace la ciencia frente a la filosofía. De hecho, es ilustrativo comparar la estructura de lo ético-político, tal como lo acabo de presentar, con lo teorético. Aquí se trataría del conocimiento, en el mismo mundo que antes. Los dos principios serían: 
  • Debo considerar verdadero lo que veo desde mi perspectiva (incluidas mi sensibilidad y capacidad racional)
  • Debo considerar verdadero lo que se presente desde una perspectiva universal (o de “ojo de Dios”).

De aquí proceden la dialéctica del escepticismo-relativismo y el racionalismo-universalismo.

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El problema de la Justicia solo tiene una solución perfecta si los intereses de todos y cada uno de los sujetos son compatibles y complementarios (se perfeccionan entre sí). Si no es así, el problema de la Justicia, como el problema de la existencia humana en general, será siempre trágico, aunque pueda recibir un arreglo mejor o peor.

Obviamente, es parte de la constitución o perspectiva limitada o finita de cada sujeto concebir los intereses de todos como no completamente compatibles, más aún si consideramos como fin último un perfeccionamiento absoluto. El bote salvavidas es para tu hijo o para el mío, no podemos hacer todos a la vez lo que queremos porque yo soy vegetariano y tú no…

Si hay alguna manera de comprender como compatibles e incluso totalmente coherentes todos los intereses particulares (por ejemplo, como dicen los filósofos de vena más mística, des-identificándonos o “desapegándonos” de las concreciones, contemplándonos dentro del marco total de la realidad en una perspectiva cósmica, etc.), esto será mediante un conocimiento que solo podemos plantearnos como ideal, en que las contradicciones son abolidas (en el conocimiento, la contradicción entre percepción privada y punto de vista universal o “desde ninguna parte” o “de Dios”). La búsqueda de este conocimiento, camino de gnosis, puede considerarse la faena política más importante. Pero no puede ser “impuesta” (como si la sociedad fuera un monasterio), por tanto, no puede generar leyes concretas de convivencia.

Para la convivencia efectiva de sujetos finitos solo puede aceptarse un mundo de cierta lucha de intereses y concepciones, aunque también en colaboración en la búsqueda de la gnosis.

A la vez, no obstante, hay que tener en cuenta que los sujetos finitos no piensan el problema de la Justicia en un sentido absoluto, según el cual tienen una aspiración de perfeccionamiento total ni de serlo todo (eso lo consideran trascendente) sino que se plantean el problema de una Justicia finita o “mundana”, en la que lo que se busca es menos exigente: la mejor y más justa de las convivencias finitas.

La tarea de la Justicia, su problema y la orientación de la “solución”, es, según todo esto, buscar lo siguiente:
Cuál es la acción (el conjunto total y sistema de acciones) que mejor compatibiliza e incluso torna complementarios los perfeccionamientos de todos y cada uno de los sujetos, es decir, hace más compatibles e incluso complementarios los principios individuales del interés propio y el principio universal de la igualdad de todos los intereses.

Esta tarea implica al menos dos tareas irrenunciables:
  • Una búsqueda mediante el conocimiento y el diálogo de la manera en que los intereses de todos son, en último extremo, completamente compatibles y hasta complementarios, o al menos cuanto sea posible (diálogo sobre el ideal absoluto de justicia).
  • Unas pautas de acción que maximicen la compatibilidad de los intereses de perfeccionamiento de todo sujeto (respecto de sí mismo y respecto de todos) de acuerdo con las naturalezas a la vez específicas y universal de cada uno, es decir, que maximice la libertad y minimice la coerción o violencia (sistema efectivo de justicia).


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Otra manera en que se expresa la dialéctica de la Justicia, especialmente en la filosofía moderna, y que seguramente muchos lectores habrán venido pensando durante la anterior exposición, es esta: parece que hay una contradicción entre buscar lo Correcto (que es como definimos lo Justo) y buscar mi mayor Perfección (que es el fin de la Acción). Lo primero parece exigir una perspectiva desinteresada incluso aunque ese interés fuese el de la mayoría (¿o incluso de todos?); lo segundo, en cambio, parece subordinar lo correcto a una cierta finalidad o interés. La pregunta “¿cómo es Justo (Correcto) que Actúe (busque la Perfección)?” encerraría, entonces, una contradicción: o buscamos lo correcto o buscamos el interés. Así, se suele plantear el problema ético-político como el de la dialéctica entre lo Correcto, que deja al margen todo interés o genera el interés como mera consecuencia pero no como motivo (deontologismo), y el Interés, o búsqueda de lo mejor, que produce la justicia solo como medio para el perfeccionamiento (consecuencialismo).

Ambas nociones, sin embargo, podemos volver a decir aquí, son incompatibles solo desde una perspectiva limitada o finita, y pueden identificarse en último término o en lo absoluto o ideal: el mayor interés y perfección (dignidad) de un sujeto es hacer lo correcto (el “interés de la razón”, que decía Kant); y, a la vez, lo más correcto para un sujeto es buscar su perfección. La dialéctica yace, pues, en el carácter del sujeto, si se identifica más con una instancia normativa-universal (razón) o con una desiderativa-concreta, o ambas y en qué manera.

Sin embargo, desde una perspectiva finita, de justicia efectiva o “mundana”, la dialéctica no es soluble, y entonces la cuestión se plantea como: ¿de qué manera compatibilizar máximamente lo Correcto con el Perfeccionamiento de todos y cada uno de los sujetos? Esta no es una cuestión ni puramente deontológica ni consecuencialista, sino una síntesis de ambas. Lo Correcto (es decir, el respeto de la universalidad y la particularidad) es del interés de cualquier sujeto racional, es el elemento esencial de su perfeccionamiento.

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Hasta aquí he considerado a los sujetos como todos iguales o en abstracto, sin “materia”. Pero, obviamente, si son múltiples y finitos, tienen que tener características específicas. Unos creen unas cosas y otros, otras; unos saben tanto y otros cuanto. La consideración de esta encarnación de los sujetos introduce la concreción del problema de la Justicia. Dejo esto para el post siguiente.