miércoles, 26 de febrero de 2014

Política y Vida (acerca de la Biopolítica, I)

Quizás durante los próximos años se vaya consolidando la percepción de que el siglo XX europeo y “occidental” fue el tiempo de una terrible desilusión, de la caída del sueño moderno-ilustrado, de su desvelamiento como pesadilla; el tiempo en que, por ejemplo, las tecno-ciencias fueron puestas al servicio de la destrucción meticulosa de millones de seres humanos en tiempos de guerra y a la alienación de casi toda la población en las fábricas de la plutocracia en los periodos de bienestar, todo ello paradójica pero indisolublemente unido a (o quizás disimulado tras un decorado de) un desarrollo sin precedentes de derechos y garantías del individuo; el tiempo, también, del arte más feo, desesperado y suicida; de la filosofía más nihilista y apocalíptica; de las vidas, en fin, más vacías y desesperadas…

Las atrocidades humanas no son, desde luego, exclusividad del occidente moderno, ni en el tiempo ni en el espacio. Incluso se puede decir, quizás, que cualquier tiempo pasado fue peor y que no hay lugar como Europa para vivir. Pero las atrocidades del occidente moderno tienen algo de especial y de espeluznante, hasta de incomprensible y de desesperanzador: han sucedido y suceden en unos países en los que se ha declarado, con más fuerza que nunca, los derechos inalienables del Hombre, de todos y cada uno de los humanos, tanto en el nivel teórico mediante una densa tarea de justificación racional (con núcleo, por ejemplo, en Kant) como de hecho, materializados en normas y garantías nunca vistos:; por si fuera poco, han sucedido y suceden en un mundo donde ni siquiera se podía poner la excusa de la escasez. Si esto es posible, y de hecho sucede, hay que desesperar de que la cosa tenga arreglo. Apenas hay duda de que occidente, si no toda la humanidad, mientras siga existiendo seguirá produciendo atrocidades sistemáticas y alienación constante, junto quizás (aunque de esto hay cada vez más dudas) mayores y más universales derechos y garantías.

¿Cómo es posible esto? ¿Cómo ha podido la Europa de los científicos, filósofos y artistas, la Europa humanista, dar lugar, junto a los Derechos Humanos y la Seguridad Social, a los campos de exterminio y a la explotación capitalista? ¿Es que, según la fábula de Esopo que Sócrates recordó en su última conversación, bienes y males, gustos y disgustos, son los dos lados del mismo par de alforjas, de manera que, cuantos mayores sean los logros, peores serán necesariamente sus momentos negativos? Pero, aunque fuera así, ¿cuál es el origen profundo de esta situación trágica en lo que a la modernidad occidental se refiere? ¿Qué concepción de la realidad y del hombre pueden dar lugar a esto? ¿Qué soluciones cabría proponer?

Una corriente de pensamiento de los últimos treinta o cuarenta años y muy viva hoy, la Biopolítica, tiene una respuesta (o familia de respuestas) a estas preguntas. A partir de la idea, enunciada por Foucault, según la cual la política es hoy política de la vida y lo que está en juego en la política actual es la mera vida misma, los filósofos de la biopolítica ofrecen un (tipo de) diagnóstico(s) de la situación histórico-política en la que estamos, de etiología(s) de ese cuadro clínico y de propuestas críticas constructivas o tratamientos para su superación (…porque, claramente, los pensadores de la biopolítica juzgan y valoran negativamente esta situación). Sus propuestas tienen una intención emancipadora. Pero no emancipadora del (o para el) Individuo, el Estado, la Nación o cualquier otra entidad política convencional, sino más bien emancipadoras respecto-del Individuo, el Estado, la Nación…Precisamente lo que rechazan  es ese conjunto de ideas. Todas ellas deben ser deconstruidas, desenmascaradas. Lo que las sustituya, lo que venga, la “Comunidad que viene”, solo puede ser pensado mediante otros conceptos (o no-conceptos), posthistóricos, postmetafísicos, postpolíticos incluso, al menos según el sentido convencional de “política”.

Voy a acercarme a dos de los más importantes pensadores de la biopolítica, Giorgio Agamben y Roberto Esposito. Empezaré por recordar cómo describen, más o menos coincidentemente, el hecho de la biopolítica, o sea, de la política moderna, estos dos filósofos italianos; después me fijaré en qué etiologías le atribuyen y qué propuestas positivas o “proyectos políticos” (o postpolíticos) prescriben cada uno. En otra entrada intentaré una “confrontación” crítica o, más bien, un diálogo dialéctico con ellos, desde la concepción de la dialéctica y analogía.

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¿En qué consiste la política moderna? ¿Cómo entender sus nociones esenciales, tales como Soberanía, Estado-nación, Derechos Humanos…? ¿Qué se esconde detrás de ese reluciente decorado jurídico, capaz, sin embargo, de producir y dar cobertura a las mayores o más “inhumanas” atrocidades? No debemos conformarnos con tomar a esos conceptos por axiomáticos, inanalizables, fundamentales, como hace la Filosofía Política convencional (Liberalismo, Comunitarismo anglosajón…). Es necesario buscar su “genealogía” o “arqueología”, su origen quizás oculto, y denotar sus inconsistencias, deconstruirlos, desenmascararlos.

Usando los dos términos que los griegos tenían para “vida”, bíos y zoé, podemos decir que, si la política fue en la antigüedad siempre una cuestión de bíos (bíos theoretikós, bíos praktikós…), es decir, de formas-de-vida, de vidas con implicaciones de todo tipo (especialmente comunitarios), la política moderna es política de la (mera) zoé, es decir, de la vida en su aspecto más básico y desnudo, más puramente “biológico” (al menos según la concepción que de la vida se hace la biología moderna, que procede de la segregación o aislamiento de la función vegetativa, de entre las que distinguió Aristóteles). Aunque habría en la historia precedentes de una similar reducción de la vida humana a vida desnuda (por ejemplo, según Agamben, la extraña figura jurídica romana del homo sacer, aquel individuo segregado de la comunidad a quien no se podía sacrificar pero a quien cualquiera podía matar sin cometer homicidio), sería propio de la política moderna haber convertido en su único o esencial objeto político esa vida desnuda, separada del resto de propiedades en las que, de hecho, siempre está entrelazada. El Estado moderno, desde Hobbes, se presenta como el garante de la seguridad referida a la mera supervivencia biológica, y en ella justifica su potente aparato de control: para garantizar la vida, el Leviatán tiene que contar, lógica aunque paradójicamente, con la facultad de eliminarla.

Todos los conceptos políticos modernos (especialmente el de Soberanía, pero también, según el análisis de Esposito, el de Libertad en su sentido moderno, y el de Propiedad) girarían sobre ese biopoder. A él se referiría, según ha argumentado en varios lugares Agamben, el “estado de excepción” (ley marcial, etc.), es decir, de la (contradictoria) facultad jurídica de interrumpir la norma sin salirse de ella (la facultad legal de interrumpir la legalidad), que, siguiendo a Schmitt, hay que reconocer como lo definitorio de la soberanía:
La puissance absolue et perpétuelle, que define el poder estatal no se funda, en último término, sobre una voluntad política, sino sobre la nuda vida, que es conservada y protegida sólo en la medida en que se somete al derecho de vida y muerte del soberano o de la ley. (Éste y no otro es el significado originario del adjetivo sacer referido a la vida humana.) El estado de excepción, sobre el que el soberano decide en cada ocasión, es precisamente aquel en que la nuda vida, que, en la situación normal aparece engarzada en las múltiples formas de vida social, vuelve a plantearse en calidad de fundamento último del poder político. (G. Agamben, Medios sin fin, Pre-textos, pg. 15)

Ahora podemos entender el fenómeno político más atroz e incomprensible del siglo pasado: el campo de exterminio de los nazis (o, después –y en un paso, en cierto sentido, aún más allá, con la presencia del estupro- en Bosnia, y otros lugares) no es más que la biopolítica llevada a sus últimas consecuencias:

El campo es, pues, la estructura en que el estado de excepción, sobre la decisión de instaurar el cual se funda el poder soberano, se realiza de manera estable. … (…) Si no se comprende esta particular estructura jurídico-política de los campos, cuya vocación es precisamente la de realizar de manera estable la excepción, todo lo que de increíble se produjo en ellos resulta completamente ininteligible. (ibid., pg 39)

Lo que en los campos de exterminio se muestra de manera explícita y permanente, coincidiría, sin embargo, con lo que constituye las democracias modernas. En la política del siglo XX el estado de excepción, como ya vio Benjamin, se ha vuelto progresivamente la norma, y así la biopolítica se ha mostrado sin disimulos como tal. Al estado de excepción permanente que fue el Tercer Reich, le corresponden en las democracias modernas la costumbre de gobernar a base de decretos-leyes o la proliferación de leyes de excepción que dirigidas presuntamente a garantizar la supervivencia de los ciudadanos, reducen sus derechos al de mera existencia material y, para ello, ponen en manos del gobierno la pura gestión de su vida y su muerte.

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Pero ¿en dónde y cómo nace el biopoder?

La biologización de la existencia tuvo y tiene que ver, desde luego, con el dominio del evolucionismo y de las teorías biologistas en la conciencia cultural de fines del XIX y del siglo XX. Si siempre se tendió de buena gana a interpretar los conceptos políticos a partir de o por analogía con categorías biológicas, más aún es esa una fuerte tentación en la medida en que la biología puede presentarse como ciencia y técnica rigurosas. El concepto de ser vivo se traslada, de manera “obvia”, a la comunidad, que es vista como un cuerpo orgánico, capaz de enfermar o de mantener la salud y ocupar su espacio vital, etc. En el régimen nazi, que se autodefinía como “biología aplicada”, los médicos eran los equivalentes a los antiguos sacerdotes. Solo ellos, con su bata blanca, manipulaban los venenos y prescribían la eugenésica y eutanásica destinada a exterminar a todos los “parásitos”, “baterías”, “bacilos”… sociales, con el fin de higienizar y sanar el cuerpo de la Nación.

El lenguaje biologista impregnaba también los más críticos y pretendidamente demoledores  discursos filosóficos. Piénsese en la “fisiología” y la “gran política” de Nietzsche (biopolítica que se dedicaría a la cría y a poner fin a todo lo que es degenerado y parásito).

Pero hay que buscar la raíz de la biopolítica (y, por tanto, su “cura” o remedio) en un lugar más profundo. Dado que las herramientas interpretativas y las propuestas políticas de los filósofos a los que estamos leyendo, no son, pese a su fuerte aire de familia, exactamente las mismas, leeremos primero a Roberto Esposito y después a Giorgio Agamben.

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Según las tesis de Esposito (Bios, Biopolítica y filosofía, Amorrortu, 2006, y Comunidad, inmunidad y biopolítica, Herder, 2009), podemos entender la biopolítica a través del concepto de inmunidad, que hace etimológicamente juego con y es el reverso de comunidad. Si la comunidad es (era, sería) el darse en lo común y el tener una común regla, la inmunidad es lo contrario, esto es, la protección del sujeto contra toda influencia o “contagiado” exterior.

…mientras la communitas es la relación que, sometiendo a sus miembros a un compromiso de donación recíproca, pone en peligro su identidad individual, la immunitas es la condición de dispensa de esa obligación y, en consecuencia, de defensa contra sus efectos expropiadores. (Bios, Biopolítica y filosofía, pg. 81)

Es “gracias a” la noción de inmunidad, del rechazo de la contaminación o injerencia de lo otro, como se construye el sujeto individual moderno, la mónada sin ventanas, irrelacionada con el resto.

La immunitas, en tanto protege a su portador del contacto riesgoso con quienes carecen de ella, restablece los límites de lo “propio” puestos en riesgo por lo “común”. Pero si la inmunización implica que a una forma de organización de índole comunitaria –sea cual fuere el significado que ahora quiera atribuirse a esa expresión- la suceden, o se le contraponen, modelos privatistas o individualistas, es notoria su relación estructural con los procesos de modernización. (ibid. pg 81)


Es la misma pulsión de inmunidad la que da origen a todas las nociones jurídicas modernas y a sus efectos. la Libertad, por ejemplo, entendida como la garantía de no injerencia de por parte de otros en los asuntos de uno, y no como el abrirse a y crecer con los otros. Y, por supuesto, la Soberanía hobbesiana, fundada en la protección de esa inmunidad de todo individuo.

El problema con la inmunidad es que presupone aquello que pretende negar, pues no hay vida sin relación y contagio. Por eso, llevada más allá de cierto límite, la inmunidad se vuelve contra el propio organismo al que pretendía preservar. La Alemania nazi, donde se extermina masivamente a todos los que representarían la “infección” de Alemania, y que, con las últimas órdenes de Hitler, llegó a la pretensión de exterminar a los propios alemanes (que no habrían sido suficientemente fuertes para preservar la supervivencia de la Nación), es la última y lógica consecuencia de la pulsión inmunitaria. (No se puede, por eso, confundir la eugenesia y eutanasia nazi con otras eugenesias y eutanasias antiguas, tales como la de Platón, que tenían un fin comunitario).

El individualismo, incluso cuando se lo quiera domesticar en una concepción republicana (Rousseau) o comunitarista, sería irremediablemente aporético, porque no se puede tener intereses materiales propios y, a la vez, ser diáfano a la comunidad. El imperativo categórico es estrictamente incumplible: su formalidad absoluta es inconsistente con la completa individualidad de cada sujeto, individualidad que, sin embargo, presupone. Total universalidad y completa individualidad se presuponen pero se contradicen.

Sin embargo, podemos revertir esa biopolítica negativa. Para ello habremos de inspirarnos, no en alguna de las teorías políticas clásicas (iusnaturalismo, positivismo…), sino en una cierta aptitud presente en Nietzsche (allí donde ve la vida como relación, como algo incompatible con la individualidad), y, sobre todo, según Esposito, en Spinoza:

Cuando en una celebérrima proposición del Tratado Político escribe que “cada cosa natural tiene, por naturaleza, tanto derecho cuanto poder posee para vivir y para actuar”, también él está pensando una “norma de vida”, pero en un sentido que, antes que implicar la una a la otra, las une en un mismo movimiento, que considera a la vida como normada desde siempre y a la norma, como provista naturalmente de contenido vital. (…) Es verdad que “toda cosa, por lo que hay en ella, se esfuerza en perseverar en su ser”; pero ese esfuerzo individual sólo adquiere sentido, y posibilidad de éxito, dentro de la entera extensión de la naturaleza. Por consiguiente, contemplada desde esta perspectiva general, cualquier forma de existencia, incluso anómala o carencial desde un punto de vista más limitado, tiene igual legitimidad para vivir de acuerdo con sus propias posibilidades en el conjunto de las relaciones en las que está inserta. (ibid. 297)

El punto último de justificación de una biopolítica positiva lo encuentra Esposito en la concepción de Deleuze, expresada mejor que en ningún lugar en su último y breve escrito, “La inmanencia: una vida…”: en ese campo trascendental inmanente en que no sirven ni lo individual ni lo universal, y que sería, “propiamente”, la vida.

Ni individual ni general: impersonal. Así es la comunidad biopolítica positiva que nos propone Esposito.

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Veamos ahora la “genealogía” que, de la biopolítica, nos propone Agamben, y su propuesta “política” o, mejor, postpolítica.

Según Agamben, el fondo último de la biopolítica hay que buscarlo en la construcción (política, no natural) que es el hombre, ese ser escindido en lo meramente biológico y lo espiritual. El hombre ha sido producido, frente al animal, como aquel ente que pretende apropiarse de su “estar en lo abierto”. Ese intento de apropiación de la impropiedad es el lenguaje:

Todos los seres vivos están en lo abierto, se manifiestan y resplandecen en su apariencia. Pero sólo el hombre quiere apropiarse de esta apertura, aferrar la propia imagen, el propio ser manifiesto. El lenguaje es esta apropiación, que transforma la naturaleza en rostro. Por esto la apariencia se hace un problema para el hombre, el lugar de la lucha por la verdad. (Medios sin fin, pg. 79)

Si nos fijamos en la historia de la biología y la antropología, veremos que el hombre, el “homo sapiens”, no es una categoría biológica o natural, sino una mezcla de algo natural (el animal) y algo sobrenatural (consciencia, lenguaje…). En realidad, la escisión entre hombre y animal pasa por el interior del humano. Por eso, más que el misterio de la conjunción habría que preguntarse, dice Agamben, por el misterio de la escisión: ¿cómo se ha podido dividir lo que no estaba dividido, lo que en ningún lugar se encuentra separado (porque en ningún lugar hay ni una vida desnuda ni un espíritu?

En nuestra cultura, el hombre ha sido siempre pensado como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un lógos, de un elemento natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino. Tenemos que aprender, en cambio, a pensar el hombre como lo que resulta de la desconexión de estos dos elementos y no investigar el misterio metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de la separación. (Lo abierto, Adriana Hidalgo Editora, 2006, pg.)

Pero el hecho es que esa historia de la escisión humana (o sea, simplemente la Historia) ha terminado, está en el periodo de su final. Heidegger fue el último pensador que pudo creer que se podía vivir en una comunidad política, en algo que fuera “lo propio”. Pero él mismo anunció, si bien insuficientemente, el Acontecimiento de la postpolítica y posthistoria.

En ese tiempo posthistórico inminente –y aquí comienza la “propuesta política” de Agamben-, el hombre retornará a su impropiedad y se reconcilia con su animalidad. Esa “comunidad que viene” es una comunidad del cualquiera o “cualsea” (quodlibet), en ella, como decía Deleuze de la vida inmanente y repetía Esposito, no hay lugar para la escisión entre lo universal y lo particular, sino solo para lo universal en su singularidad:

El cualsea (…) no toma, desde luego, a la singularidad en su indiferencia respecto de una propiedad común (…), sino solo en su ser tal cual es. Con ello, la singularidad se desprende del falso dilema que obliga al conocimiento a elegir entre la inefabilidad del individuo y la inteligibilidad del universal. Pues lo inteligible, según la bella expresión de Gerson, no es ni el universal ni el individuo en cuanto comprendido en una serie, sino “la singularidad en cuanto singularidad cualsea”. (La comunidad que viene, Pre-textos, 1996, pg. 9)

No cabe ya ni el Estado ni el Individuo. La lucha política inminente no será una lucha por el control del Estado ni por las protecciones sociales, será una lucha entre el Estado y lo que no puede constituir Estado, porque las singularidades cualsea no tienen una identidad y unos intereses.

¿Cómo podemos figurarnos esa comunidad que viene? En varios lugares, Agamgen toma figura o ejemplo los hechos de Tiananmen. Según cree este autor, lo más significativo de aquella revuelta fue la casi total ausencia de reivindicaciones concretas. La contundente respuesta del gobierno chino se debió, seguramente, a que percibieron el gran peligro que ese acontecimiento suponía. Y es que, si hay algo que el Estado no puede soportar, es una conducta apolítica. No se trata de apatía, de promiscuidad, ni de resignación. Sencillamente estas singularidades están “expropiadas de toda identidad para apropiarse de la pertenencia misma”, son una comunidad irremediablemente profana. “Tricksters o haraganes, ayudantes o toons, son, según Agamben, los ejemplares de la comunidad que viene.

La práctica y la reflexión políticas se mueven hoy de forma exclusiva en la dialéctica entre lo propio y lo impropio, en que o bien lo impropio (como sucede en las democracias industriales) impone en todas partes su dominio con una irrefrenable voluntad de falsificación y de consumo, o bien, como sucede en los Estados integristas y totalitarios, lo propio pretende excluir de sí toda impropiedad. Si, en vez de eso, llamamos común (o, como prefieren otros, igual) a un punto de indiferencia entre lo propio y lo impropio, es decir, a algo que nunca es aprehensible en términos de una apropiación o de una expropiación, sino sólo como uso, el problema político esencial pasa a ser entonces: "¿cómo se usa un común?" (Heidegger tenía quizá en mientes algo de este tipo cuando formulaba su concepto supremo no como una apropiación ni como una expropiación, sino como apropiación de una expropiación.) (Medios sin fin, pg. 99)


martes, 18 de febrero de 2014

¿Pudo y debió uno hacer otra cosa que lo que hizo? (segunda y última parte)

¿Pudo y debió uno actuar de manera diferente a como lo hizo? Aunque nuestros juicios morales, al menos los “condenatorios”, implican el supuesto de que uno pudo y debió hacer otra cosa que la que hizo, esto podría nacer de una abstracción o consideración parcial, porque, si tenemos en cuenta todos los elementos de la situación concreta (y se actúa en lo concreto, no en lo general o indefinido), es decir, si tenemos en cuenta la información e interpretación que acerca de los hechos tenía uno, así como los criterios morales y las maneras de aplicarlos que creía correctos, y todos los motivos concretos que se le presentaron, uno no pudo ni debió hacer otra cosa que la que hizo. Si hubiera sido otro o hubiera estado en otras circunstancias, habría uno ”podido” y “debido” actuar de otra manera, pero uno no es otro ni está en otras circunstancias que aquellas en las que está. Así que los término 'pudo' y 'debió' no pueden significar lo que parece que, en el lenguaje moral, significan: una potencia y una prescripción. El “debió hacer” se diluye en el “hizo”, el “debió ser”, en el “fue”.

Todo lo anterior tiene su completo paralelismo en el ámbito del mero conocimiento, por lo que esa paradoja (si lo es) afecta también a nuestras creencias, no solo a nuestras acciones, y aqueja también, por tanto, a una concepción intelectualista moral que pretende reducir los juicios morales a juicios teóricos: ¿pudo y debió uno creer otra cosa que la que creyó en un determinado momento? Nuevamente, parece que solo una abstracción respecto a todos los elementos presentes en la situación, puede permitirnos creer que uno pudo y debió pensar de otra manera que como pensó. Si hubiera sido otro (con otros conocimientos previos) o hubiera estado en otras circunstancias, en otro ángulo de la realidad, podría y debería haber visto y creído otra cosa. Pero uno no es otro ni está en otras circunstancias. El “debió creer” colapsa en el “creyó”.

Uno no pudo ni debió, según eso, creer o hacer otra cosa que la que creyó o hizo. Y no se trata aquí, obsérvese bien, de un determinismo físico ni metafísico, sino de un determinismo que afecta ya al mismo plano de lo intencional o deliberativo, es decir, a aquel plano en el que incluso muchos deterministas físicos o metafísicos pensaban que la posibilidad de hacer o no hacer (y de creer o no creer) seguía a salvo. Sea o no posible que las cosas sigan otro curso que el que siguen, no es posible creer o querer en cada momento otra cosa que lo que se cree o quiere. (Aunque…, pensándolo bien, tampoco es física ni metafísicamente posible, por muy indeterminista que sea la naturaleza o realidad, que en un momento ocurra otra cosa que lo que ocurre. En cierto sentido, el presente no puede ser más que el que es, porque, en cierto sentido (pero solo en cierto sentido), en el presente no hay distinción entre poder y ser. Esto quizás nos indique lo que tenemos que pensar después).

Entonces ¿todo es como debió ser? Con esa visión, sumamente “respetuosa” para con lo totalmente concreto y presente (presente-a-sí-mismo), parecemos caer de pronto en la cuenta de algo que podría o incluso debería, según algunos, creerse y desearse como una gran “liberación”, la liberación en sí, digamos: resulta que, en verdad, no existe el error, ni el moral ni el cognoscitivo. Todo es lo que parece, más allá del bien y del mal, porque todo es solo perspectivo. Con una tal disolución de la ilusión de la libertad (entendida como el poder o potencia activa y positiva de hacer otra cosa y, por tanto, hacer lo que hacemos), nos reconciliamos con el mundo, que ya no puede ni debe ser juzgado, sino solo “afirmado” o “aceptado”. Porque no hay un deber ser, sino solo un como-es. Todo juicio sobre lo que pudo y debió hacerse es una venganza desde una posición ficticia, vacía, flotando en el aire. El tiempo prometido, el tiempo mesiánico o el del superhombre, es el tiempo sin juicio. La gran liberación es librarse de la libertad, la gran Oportunidad y el gran poder es librarse de la potencialidad.

En un alarde de buena suerte, quizás esto ni siquiera nos impida rechazar o tachar unas cosas y aceptar otras. Cabe, seguramente –creen algunos-, la posibilidad de un inocente condenar y hasta responsabilizar sin tener que aceptar, por ello, que hubo para el condenado o tachado otra posibilidad. Un juzgar sin juzgar, un discriminar sin potencias ni deberes…

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¿No es todo esto demasiado bello (…para ser cierto)? Creo que podemos y debemos sostener, contra todo un discurso muy arrollador, aunque también bastante impotente, del pensamiento de los últimos ciento y pico años, que, en verdad, todo eso es, en su unilateralidad, demasiado poco bello (…como para ser cierto): es el aspecto negativo, aunque necesario, de la dialéctica del pensamiento.

Un pensamiento “liberador” similar lo hubo ya en todas las épocas en las que, huyendo de la unidad y autoridad abstracta, se buscó la máxima particularidad y desintegración. En el Teeteto, el joven matemático, que ha de ser catartizado por Sócrates, empieza creyendo la protagórica Verdad de que es verdadero lo que cada uno siente o percibe. En efecto, ¿quién podría ver otra cosa que la que ve? Por tanto, el error  no existe. ¡Es maravilloso! Teeteto es, de repente, tan sabio como el mismísimo Protágoras o como cualquier otro animal. Sin embargo… el error existe: el propio Protágoras cree que los demás andan errados cuando piensan que uno puede estar errado. Aunque, a la vez, Protágoras cree y tiene que creer que están en lo cierto cuantos creen que él, Protágoras, está equivocado. Y quienes, como el mismísimo Protágoras, creen que otros están equivocados (al creer, por ejemplo, que uno puede estar equivocado), creen también necesariamente que uno puede y debe creer otra cosa. Estar de hecho equivocado es indisoluble de poder y deber (creer otra cosa), pero un “poder” y “creer” no de hecho, sino de derecho.

La aporía se ve mejor si cambiamos una creencia acerca del presente por otra acerca de lo no presente. Aunque uno puede tener la ilusión de que en el presente no puede haber error (la creencia presente sería la medida de sí misma), uno no puede creer, aunque sea ahora, que sabe, ahora, lo que pasará después o pasó antes. Por eso uno es perfectamente capaz de entender (puede entender) lo que significa la palabra error. Y juzga del acierto y del error en todo momento. De la misma manera, aunque uno puede tener la ilusión de que en el presente no puede desear otra cosa que la que desea y, por tanto, no puede estar deseando mal, uno no puede creer, ni siquiera ahora, que lo que quiere ahora es lo que no hay más remedio moral que querer, lo que debería querer. Por eso uno es perfectamente capaz de entender lo que significa la palabra “error moral”. Y, de hecho, juzga acerca de ello en todo momento.

Por tanto, si bien es verdad que hay un sentido en que uno no pudo ni, por tanto, debió creer y hacer otra cosa que la que creyó e hizo, es igualmente claro que hay otro sentido, esencial, en que uno pudo y debió hacer otra cosa que la que hizo. Quien no acepte esto, no puede siquiera abrir la boca, puesto que cualquier decir y cualquier hacer son una afirmación implícita de lo que debe o no debe decirse y hacerse.

Lo que ese pensamiento relativista no ve, negándose a sí mismo, es que nosotros contemplamos las cosas, no solo en un absolutamente particular presente, sino también desde una perspectiva irreduciblemente universal, potencial, “virtual”. El propio perspectivismo aspira a ser la verdad misma, más allá de cualquier perspectiva. Los amantes de lo particular han olvidado, abstractamente (incurriendo así en el pecado que más temen), el otro momento de la dialéctica, es decir, simplemente de la vida: la dýnamis y la universalidad, el poder y deber. La negación de lo universal, la pulsión de perspectivismo e inmanentismo absoluto, el nihilismo, es la hipertrofia de la reivindicación de lo plural.

La presunta liberación del sujeto respecto de sí mismo y de la propia libertad, por “vitalista” que se considere, no es más que la destrucción de la propia vida, al menos de la vida efectivamente particular… Porque, aunque se presenta como el adalid de la particularidad, el pensamiento de que no se puede ni debe pensar de otra manera que como se piensa, es, realmente, el fanatismo que pretende identificar lo particular con una especie de Dios. La perspectiva de un Dios, sí, consistiría en la total identificación entre lo que es y lo que debería ser; un Dios no pudo ni debió hacer otra cosa que la que hizo. Pero esa situación no es perspectiva, o es la Perspectiva desde ninguna y todas las partes (con centro en todas y límite en ninguna). No hay verdadera perspectiva humana (perspectiva perspectiva, digamos) sin su contrario, la universalidad. Uno, en el mismo instante, es todo lo que puede, y, a la vez, podría y debería ser otra cosa. Esta dialéctica, esta “contradicción” o, más bien, síntesis de los contrarios, es, insistamos, la vida misma.

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Si es a la vez verdad (aunque la verdad más parcial y pobre) que en cada momento uno no pudo ni debió hacer otra cosa que la que hizo, y que uno, como ser capaz de lo universal, pudo y debió hacer otra cosa, ¿cómo evitar que esto sea una pura contradicción?, ¿cómo entenderla más bien como una síntesis o armonía de contrarios, que es la vida misma?

La manera de entenderlo es concebir la relación entre uno y otro “hechos” como asimétrica o analógica. Que uno pudo y debió hacer otra cosa quiere decir que es “parte” de la realidad de uno juzgar y discriminar, lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso. Esto lo hace incluso quien niega esa capacidad, como hemos recordado. Pero ello es compatible con que, en el aspecto fáctico de uno (aspecto que, en seres limitados, no coincide ni simplemente discoincide con el plano de la capacidad), uno no pudo hacer otra cosa. "Pudo" y "debió" tienen dos sentidos, el fáctico y el judicativo, ambos diferentes y el mismo, en una relación dialéctica y analógica, que es la vida misma de un mortal.

De aquí podemos sacar algo quizás profundo: hemos de, por una parte, comprender en cierto sentido y no juzgar en cierto sentido lo sucedido en cuanto sucedido: nadie pudo hacer otra cosa; pero, por otra parte y a la vez y con más fuerza, hemos de juzgar lo que se puede y debe hacer, porque cualquiera puede y debe hacer otra cosa. Uno (momento fáctico) no pudo ni debió hacer otra cosa que lo que hizo (por eso perdonamos a los muertos); pero todos podríamos y deberíamos hacer otra cosa que la que hacemos (y así exigimos a los vivos). Los muertos han perdido la potencia y, con ella, el deber.

También puede decirse que, si el juicio fáctico mira más bien al pasado (para “comprenderlo” y perdonarlo), el juicio moral mira hacia el futuro, para exigirle.

Por decirlo de otra última manera (en las antípodas de cierto pensamiento del no-juzgar): no se trata de tachar sin juzgar, sino de juzgar sin tachar; no se trata de condenar sin conceder la potencia, sino de conceder la potencia y, con todo y con ello, no condenar. 

lunes, 10 de febrero de 2014

¿Pudo y debió uno hacer otra cosa que la que hizo? (primera parte)

Cada vez que juzgamos lo que ha hecho alguien, incluido uno mismo, damos por supuesto que hay diferencia entre lo que ha hecho, lo que podría haber hecho y lo que debería haber hecho. Decir que uno hizo mal es decir que no debió hacer lo que hizo pudiendo haber hecho otra cosa; decir que hizo bien es decir que debía hacer lo que hizo pudiendo no hacerlo. Pero ¿pudo uno, y debió, hacer otra cosa que la que hizo?

Antes de abordar esa pregunta, hagamos dos puntualizaciones, relacionadas entre sí:
  1. Al preguntar si pudo uno hacer otra cosa que la que hizo, no estoy haciendo la pregunta por el indeterminismo físico (o el metafísico), es decir, la pregunta de si los hechos físicos (o metafísicos) que consideramos acciones de uno, podrían haber sido diferentes o bien eso es solo una ilusión: este problema (que, por cierto, seguramente no tiene nada que ver con la libertad) no se plantea aquí, porque lo que estoy proponiendo discutir, en cuanto al poder o potencia se refiere, es si en el nivel intencional (o “psíquico” o psíquico-trascendental) de la deliberación y juicio moral, el sujeto puede querer otra cosa que la que efectivamente quiere o acaba queriendo. Cuando, en lo que sigue, digamos que “uno hizo…”, queremos decir, cuando menos, lo mismo que “uno decidió (quiso…) hacer…”. Así dejaremos a un lado el problema de cómo las intenciones se materializan en hechos o acciones físicas.
  2. La exigencia de que, para poder decir que uno hizo bien, es preciso que pudiera haber hecho lo contrario, ha sido puesto en duda (H. Frankfurt): ¿no hace alguien algo bien, si eso es bueno, aunque no podría haber hecho otra cosa? Esta objeción me parece válida dirigida contra el determinismo físico o metafísico. Pero, para nuestro asunto de si se puede juzgar que uno hizo bien, al menos es necesario que fuera concebible para él hacer otra cosa, aunque fuera imposible físicamente (o metafísicamente) hacerla. No puede decirse que hice bien ayudándote si no podía siquiera concebir la posibilidad lógica de no hacerlo. De todas maneras, para evitar este problema podemos centrarnos en los casos de juicios morales condenatorios.

Ahora vuelvo a la pregunta: ¿pudo y debió uno hacer otra cosa que la que hizo, como parece imprescindible para que haya juicio moral (al menos, condenatorio)?

¿En qué consistiría eso? Que uno pueda hacer otra cosa que lo que hace, implica: a) que, dadas todas sus circunstancias concretas, uno tiene todavía dos o más cursos de acción intencionalmente posibles o, dicho más suavemente quizás, que hay todavía lugar para un acto genuino de afirmación o aserción y, por tanto, de discriminación entre lo que debe hacerse y lo que no; y b) que uno tiene (por tanto) criterios de lo que sería mejor hacer. Ambas condiciones son necesarias. Si no tiene uno concebibles posibilidades diversas, no elije: incluso si la máxima libertad se identifica, como quiere Hegel, con la máxima necesidad, esta necesidad “positiva”, a diferencia de la necesidad negativa, no es incompatible, sino todo lo contrario, con la aserción, que es lo que esencialmente caracteriza a la elección. En cuanto a lo segundo, si uno no tiene criterios normativos (valga la redundancia) de lo bueno o correcto de una acción, tampoco es un ser libre, o sea, que actúa por razones, sino, todo lo contrario, una entidad azarosa e imprevisible. Cuando decimos con propiedad que uno no hizo lo que debería haber hecho estamos diciendo que, conociendo las circunstancias, no eligió correctamente de acuerdo con las leyes de lo bueno. ¿Es esto posible?

Para evitar una primera (y menos grave) dificultad, hay que distinguir, de entre los factores que determinan que uno haga lo que hace, al menos dos: la interpretación que uno tiene o “hace” de los hechos, por un lado, y, por otro, la intención que uno tiene de qué hacer para con ellos. Que uno no hiciera lo que debería haber hecho pudo deberse, no a que no quisiera hacerlo o a que quisiera hacer lo contrario (es decir, no a su intención), sino a que no interpretó correctamente las circunstancias. En ese caso (y suponiendo que su error de interpretación no fuese consecuencia de una mala acción suya anterior) pensamos que el sujeto no tiene ninguna responsabilidad, es decir, que realmente no actuó, que no llevó a cabo una acción en aquel aspecto en que el hecho ha resultado un mal. Fue un mal involuntario, un error cognitivo, no un “error” moral. En casos así no creemos que realmente uno pudo hacer otra cosa. Solo en un sentido amoral diríamos que las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Quizás, contra lo que pensamos en la “actitud natural”, la inmensa mayoría de las acciones que consideramos malvadas caiga en esa categoría de errores cognitivos: ¿no sacrificaban algunos pueblos a seres humanos porque tenían una errónea teoría de la realidad (no de la moral) según la cual esa era la única o mejor manera de mantener el orden universal? ¿No discriminan muchos a las personas por su sexo, raza, etc., porque creen que las características sexuales, raciales, etc., determinan las cualidades intelectuales y morales de las personas? Todo esto "se cura estudiando".

Pero parece que, aparte del acierto o error en la manera de interpretar la realidad de las cosas, hay otro factor, el propiamente moral, que consiste en qué criterios morales tiene uno y cómo los aplica. Desde luego, otra vez sería necesario distinguir entre los criterios que de hecho uno comparte (porque cree que son los correctos) y los que debería compartir, y entre cómo es el caso que los aplica (porque cree que es el modo correcto) y cómo debería aplicarlos. Para que todas las maldades no se diluyan en errores cognitivos es preciso que el sujeto sepa qué criterios principales y aplicaciones suyas son los correctos y, pese a todo, quiera aplicar otros o de otra manera. Por ejemplo, que sepa que hacer discriminación entre lo que le interesa a él y lo que le interesa a cualquiera es incorrecto pero, aún así, “dejándose llevar” quizás por una máxima egoísta, elija lo contrario. Si una “acción” semejante es siempre una conducta contra la razón, parece que tendríamos razón los intelectualistas morales al pensar que, en el fondo, todas las maldades son errores. Pero ahora vamos a suponer que esa no sea una diferencia, porque el problema que estamos tratando (es decir, la aporía de si uno pudo y debió hacer otra cosa que la que hizo) se le presenta, de hecho, tanto al intelectualismo moral como a las otras alternativas, según veremos.

Suponemos, entonces, que uno conoce los criterios morales correctos (o, al menos, que coincide con quien le juzga en cuáles creen ambos que son los criterios morales correctos), y, cuando hace mal, actúa contra ellos, contra lo que ellos prescriben, pudiendo haber hecho otra cosa dadas todas las circunstancias.
Los criterios morales tienen que ser, claro está, racionales e impersonales: un criterio que solo valiese para una acción, o que valiese aleatoriamente, o para solo un sujeto, no dejaría lugar a la distinción entre lo que se hace y lo que debió hacerse, entre lo bueno y lo malo. 

Pero, aunque son universales (o, mejor dicho, precisamente por ello), los criterios morales, como todos los criterios y todas las leyes, tienen que aplicarse a cada caso particular teniendo en cuenta las características concretas de la situación. El mismo criterio tiene que dar resultados diferentes de acuerdo con las circunstancias, al menos con las relevantes. Lo que, para que pueda hablarse de universalidad e igualdad o imparcialidad, debe conservarse de acción a acción, es que todas las diferencias entre lo que se hace en un caso y en otro se basen en los rasgos y las circunstancias (relevantes) de cada cosa y situación. Incluso si hay, como dicen ciertos filósofos, tipos de acción que no se pueden relativizar y deben aplicarse siempre igual (por ejemplo, que no se puede mentir nunca, según Kant), eso se aplica solo a todos los que son seres racionales y libres precisamente porque son iguales en eso (sí sería legítimo, seguramente, según tal concepción, engañar a un animal, puesto que no es un ser moral), aunque, a nivel concreto último, queda por determinar si este ser con el que estoy tratando es, en efecto, un ser racional o no (aunque lo parezca, o aunque sea de modo transitorio). La misma norma universal, precisamente por ser universal, debe ser completamente relativizada a cada caso: la relativización a lo múltiple es la conservación de la universalidad. Y es el sujeto que actúa en esta situación concreta quien debe hacer la concreción de la ley.

Ahora bien, en esta necesidad de relativización de la norma se presenta una aporía, que el sujeto que hace algo debe afrontar: si hay que tener en cuenta todas pero solo las circunstancias relevantes, ¿cuáles son estas y cuáles no lo son? Algunos filósofos han dicho que, por ejemplo y paradigmáticamente, son irrelevantes los lugares y los tiempos en que ocurren dos cosas que son en todo lo demás iguales. Si creo que es malo o incorrecto agredir a una persona, me tiene que parecer así suceda aquí o en Groenlandia. Lo malo, al respecto, es que los lugares y tiempos puros no existen en ningún tiempo ni lugar, sino que todo tiempo y lugar viene adherido a (si es que no consiste solo en) un cúmulo de características, que pueden deshacer la neutralidad. Seguramente no hay, por puras razones lógicas, dos puntos del universo que sean iguales respecto del interés de unos seres concretos, por ejemplo los humanos o los vivos.

Pero esta pega puede, quizás, solucionarse diciendo que lo que es irrelevante, a la hora de aplicar una norma moral a cada caso particular, es qué sujeto sea el que esté aquí y ahora o allí y luego. Se requiere que sea una aplicación impersonal, sin un Yo concreto. Sería, entonces, el concepto de Yo (y, seguramente por tanto, tú, etc.) el que habría que excluir como relevante para un juicio moral. Al fin y al cabo, Yo es el concepto de lo más impersonal que hay… como le pasaba, por otra parte, a sus primos hermanos “aquí” y “ahora”, de modo que sería irracional darle relevancia… Pero, ¿no pasará con Yo como con sus primos hermanos?

En seguida parece reaparecer una nueva cara de la misma aporía: ¿nuestras valoraciones y acciones tienen que guiarse por criterios completa y solamente impersonales? ¿No tenemos, acaso, una responsabilidad especial por lo que se refiere a nosotros? ¿Es, de verdad, totalmente irrelevante para la moral el concepto de Yo? ¿No es, al contrario, el concepto de Yo algo totalmente relevante para la concreción de una ley? ¿No será el egoísmo completamente racional, incluso en el sentido de que es totalmente razonable la máxima universal de que cada uno se ocupe de lo suyo: no de un Yo abstracto, sino de aquél que está en el mismo lugar que está precisamente él ahora mismo? ¿Tengo, por ejemplo, que salvar indistintamente a mi hijo o a otro?

Quizás de lo que se trata es de que, en cada caso, actúe de tal manera que, desde mi lugar en el mundo, gestione lo que considero que es lo impersonalmente bueno. Pero, nuevamente, ¿hay lo impersonalmente bueno? Y, suponiendo que lo haya, ¿por qué debería yo encargarme de lo impersonalmente bueno, siendo como soy una persona concreta? ¿En caso de que los intereses del Todo entren en conflicto con mis intereses personales, tengo que elegir simplemente los primeros? ¿No es incluso más razonable que elija los segundos, y que sea Dios, o quien sea que carezca de una incardinación particular en el mundo, quien se ocupe de los intereses universales?

Toda esta clase de dificultades proceden de la naturaleza dialéctica del Sujeto (y de la realidad entera): Un ser capaz de valorar y elegir una acción, es, por una parte, un ser completamente particular e individual situado en unas circunstancias absolutamente concretas (no hay acción en general) y, a la vez, por otra, un ser con la capacidad de aplicar criterios o normas universales. Sin estos dos elementos, no hay juicio ni acción posible.

Quizás lo mejor sea intentar sintetizar ambos requerimientos contradictorios, y buscar la mayor armonía posible. Quizás en el caso ideal, que puede servir de ideal regulador o de finalidad última, todos los auténticos intereses particulares son coherentes e incluso complementarios, de manera que existe un único fin total. Pero es parte esencial de ser un sujeto particular, sin un conocimiento completo, el no ser completamente capaz de concebir esa armonía, y encontrar conflictivos sus intereses legítimos con los de otros. En él mismo se da el conflicto entre el requerimiento de juzgar universalmente y el de atender a su vida concreta.

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Estos problemas hacen muy difícil, si posible, juzgar si uno hizo mal o no, es decir, si sabiendo bien lo que tenía que hacer, hizo otra cosa. Pero, en cierto modo, todos ellos son “problemas técnicos” respecto de la cuestión que nos estamos planteando, es decir, si uno pudo y debió actuar de otra manera que como lo hizo. Supongamos, pues, (lo que, de todos modos, es mucho suponer) solucionadas de alguna manera todas estas aporías, y que, aunque sea inconscientemente, el sujeto “sabe” lo que es bueno. Sigue siendo vital, para el juicio de si uno debió hacer algo diferente a lo que hizo, distinguir entre estas dos cosas: a) lo que sabía que era una aplicación correcta de los principios que creía correctos a la situación (al menos tal como la interpretaba él), y b) lo que efectivamente eligió hacer uno, es decir, no aplicar los principios que creía correctos a la situación.

Entonces, ¿pudo uno creer que debía actuar de otra manera que como acabó creyendo que debía actuar? ¿No es, no solo física o metafísicamente, sino también intencional, psicológica o moralmente imposible querer de otra manera que como, dadas todas las circunstancias, quiere o acaba queriendo uno? Es decir, si estuviésemos en la situación completa de ese sujeto, incluidas sus preconcepciones e incluidos todos los detalles de su situación, ¿habríamos elegido otra cosa? ¿No es verdad que, cuanto más nos acercamos al conocimiento de lo que fueron las circunstancias de uno, más comprendemos por qué no “tuvo más remedio” (no más remedio físico, sino más remedio moral) que elegir lo que eligió? ¿No ocurrirá, entonces, que la completa concreción y relativización que hace el sujeto, elimina toda posibilidad de hacer e incluso deber hacer otra cosa que la que se hace?

Si esto fuera así, los juicios morales (al menos los condenatorios) serían siempre fruto de la abstracción, del desconocimiento de las circunstancias. ¿No es por eso por lo que se dijo que no se juzgase, que solo un Dios que viese en lo oculto, podría hacerlo? Kant mismo, seguramente el más grande defensor de que hacemos el mal, reconocía que nunca podemos tener certeza de si hemos actuado moralmente. ¿Y si en el infierno no hay nadie?

Algo muy fuerte se resiste en nosotros a aceptar esto: ¿de verdad que los que arrojaron niños vivos a los hornos crematorios nazis eran inocentes, no hicieron mal dadas sus circunstancias ni debieron hacer otra cosa, y que juzgarlos y condenarlos es incurrir en una abstracción? Aunque… el hecho de que tengamos que recurrir a ejemplos tan terribles, y no nos baste con el más leve de los daños, quizás demuestre que no es precisamente una consideración racional y desapasionada la que pretende juzgar ahí…

Pero ¿no tenemos en nosotros mismos la experiencia, habitual incluso, de juzgarnos y condenarnos, y entonces arrepentirnos, pagando con un dolor mayor que cualquier condena exterior? Sí, pero ¿somos jueces justos, de aquel que fuimos, ahora que estamos en otras circunstancias diferentes a aquellas en las que él estuvo? ¿No es algo miserable arrepentirse, en el sentido de autocondenarse? ¿No es más inteligente comprenderse y perdonarse…?

Para ver que esta aporía afecta igual a un intelectualista moral, comparémoslo con lo que pasa en el conocimiento. Los juicios psicológicos acerca del conocimiento suponen que existe algo que es el error, es decir, que el sujeto cognoscente creyó que no debió creer, pudiendo haber creído otra cosa. Pero ¿pudo uno, y debió, comprender o interpretar las cosas de otra manera que como las interpretó? Hay un sentido en que esto es imposible: si tenemos en cuenta todo (su perspectiva, sus conocimientos previos –incluidas sus creencias sobre los criterios de lo que es una buena creencia-, su estado de atención, etc.) cada uno ve exactamente lo que ve, y no puede ver otra cosa. En este sentido, nunca hay error y cada uno es la medida de todas las cosas. En cada momento ocurre todo lo que tenía que ocurrir y cada uno cree lo que tenía que creer. Pero este “tenía” que no es un tener-que epistemológico-prescriptivo, sino la mera necesidad metafísica bruta. Decir que uno ha cometido un error (aunque lo diga uno de “sí mismo” –en otro momento-) ¿no implica siempre, entonces, la abstracción de que las cosas podían ser, de alguna manera, diferentes de lo que fueron?


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¿Será esta la verdad verdadera: que no hay más que perspectiva y que toda creencia es, en sí, “correcta” y no hay posibilidad de error? Esta es la Verdad de Protágoras, la que se discute en el Teeteto como primera definición de lo que es saber, y que, efectivamente, deja sin lugar al error y al no-ser. Nietzsche dijo que podemos definir “nuestro tiempo” muy sencillamente: somos protagóricos. En las antípodas de Parménides, para el que solo hay una perspectiva correcta… Paradójicamente, el parmenideismo excluye también al no-ser, aunque por el motivo contrario. ¿Será el absoluto perspectivismo, más allá del bien y del mal, la auténtica emancipación, emancipación del juzgar y de la abstracción, que serían lo mismo?

Continuará